Segunda entrega
Hay libros que fueron escritos para iluminar, pero en manos equivocadas, solo sirven para justificar la oscuridad. El arte de la guerra, de Sun Tzu, es uno de ellos. Un tratado milenario que enseña a vencer sin pelear, a comprender antes que destruir, a actuar con mesura y elegancia en medio del conflicto. Pero cuando cae en el escritorio de un político contemporáneo —ya sea un joven con ambiciones incendiarias o un viejo operador con sonrisa de lobo domesticado— ese libro se convierte en una biblia del oportunismo, una guía para la traición con ropaje de sabiduría oriental.
Y no es la primera vez que pasa. Lo mismo ocurrió con Las 48 leyes del poder de Robert Greene: una advertencia envuelta en cinismo que fue adoptada como recetario por los más inseguros. Esos que necesitan sentir que dominan al otro para convencerse de que existen. Lo escribí ya: “el libro no enseña a gobernar, enseña a disfrazarse. No forma líderes, forma tramposos con diploma.” Y El arte de la guerra ha corrido la misma suerte.
Lo abren como quien abre un cofre de tesoros. Subrayan frases sueltas con tinta roja:
“Conócete a ti mismo y conocerás al enemigo.”
“Toda guerra se basa en el engaño.”
“La mejor victoria es vencer sin combatir.”
Y creen que eso los convierte en estrategas. Se sienten Sun Tzu en San Lázaro, generales en campaña, cuando en realidad son apenas burócratas con hambre de reflectores, asesores de TikTok y miedo de quedar fuera de la foto.
La mayoría no entiende que El arte de la guerra no es un texto para aprender a aplastar, sino para evitar el conflicto. Es un tratado sobre la inteligencia, la prudencia, el manejo fino del poder. Pero nuestros políticos leen como pelean: a gritos, sin contexto, sin comprender el fondo. Extraen frases como quien arranca hojas de un árbol milenario para hacerse una fogata. Queman sabiduría para calentar su egolatría.
Y es que muchos de ellos no buscan gobernar, sino imponerse. No quieren transformar, quieren acumular. Y no importa si hay que traicionar, callar, mentir o desinformar, siempre que parezca estratégico. Ahí es donde Sun Tzu se vuelve cómplice involuntario. Lo invocan como a un oráculo que avala sus miserias. Y lo citan más entre líneas de WhatsApp que en foros de discusión seria. A veces da risa. A veces miedo.
Porque la nueva clase política no ha dejado de ser vieja en el alma. Se visten de modernos, pero siguen la escuela de los dinosaurios: la de las alianzas por conveniencia, la de la traición como arte, la del cálculo como única ideología. Han cambiado el tono, no el fondo. Y cuando encuentran un libro que ofrece inteligencia, lo reducen a una herramienta de control.
¿Saben lo que más les duele del pensamiento de Sun Tzu? Su ética. Su profundidad. La idea de que el verdadero poder se ejerce sin violencia, que el buen líder no busca la guerra sino que la evita, que el triunfo se mide por el bien común y no por la cantidad de enemigos vencidos. Pero eso no lo subrayan. Eso lo saltan.
Lo mismo harán con este texto. Lo leerán a medias, buscarán una frase que les sirva, la copiarán en sus discursos vacíos. Pero no entenderán nada. Porque, como decía el propio Sun Tzu, “el que no se conoce a sí mismo vivirá derrotado.” Y nuestros políticos no se conocen. Solo conocen sus máscaras.