“Hay maricas de secuela, pero muchos son de escuela”
Llegué a casa de monseñor Del Río acompañado por tres guardias, uno conmigo y dos en el vehículo escolta. Al bajarme del auto me pareció escuchar el eco de la campana María de Catedral. Funcionó mi imaginación impulsada por alguno de los recuerdos grabados en mi cerebro. Me esperaba una comisión conformada por tres sacerdotes que nunca había visto en mi vida. Uno de ellos se parecía al seminarista de los ojos negros que, escribió Miguel Ramos Carrión, cautivó a la salamantina de rubio cabello. Dudé y me pregunté travieso: ¿Acaso este sacerdote habrá cautivado a su Eminencia? Después me dije jugando con la información: pero ya no está quien pudo haber contestado esta pregunta. Pensaba en el hombre que murió asesinado llevándose el peso de la parafernalia bíblica: José María Guadalupe del Sagrado Corazón del Niño Jesús…
—Por favor sígame, señor Gobernador —indicó uno de los curitas sacándome de mis traviesas dubitaciones.
Lo seguí hasta llegar a la confortable sala cuyas ventanas daban al jardín de la residencia arzobispal, espacio diseñado de acuerdo con el estilo de los jardines del Vaticano. Ahí estaba Froylán del Río atendido por tres sacerdotes, grupo al que se unieron los curas miembros de la comisión de recepción que me esperaba en la puerta de la casa, incluido el “seminarista de los ojos negros”.
—Bienvenido, Gobernador. Como verá he reunido a los coordinadores del trabajo que pactamos —dijo satisfecho. Me presentó a cada uno por su nombre agregándole la región que controlaba. Cuando llegó al que en mi fuero interno apodé como el seminarista, éste pidió y obtuvo el permiso de su jefe para expresarse. El Arzobispo asintió como si ya esperara la intervención del sacerdote. Fue entonces cuando el tipo habló con una pronunciación y tono de voz que le hubiera envidiado el declamador Manuel Bernal:
—Señor Gobernador: tuve oportunidad de escuchar a nuestro amigo, el devoto José María. Varias veces se refirió a Usted mostrándose arrepentido por lo que había hecho y dicho. No me lo pidió pero sé que don Pepe estará contento de que tome su lugar y en su nombre le manifieste el sentimiento de culpa que se llevó al cielo. Consta al señor Arzobispo que estaba muy acongojado y deseoso de expresarle su más sentida disculpa. Que Dios lo tenga en su Santa Gloria.
Iba a responder que ya lo sabía pero el “amén” al unísono me cohibió. Guardé el acostumbrado, prudente y jerárquico silencio esperando que Froylán retomara la conducción de lo que parecía el informe de alguna de las dependencias del poder Ejecutivo. Quedé sorprendido por la perfecta organización de sus ideas. Hasta ese día supe que aquella Eminencia pertenecía al Ejército de Dios: caí en cuenta que ya había formado la “División Inteligencia de la Cruz”, nombre éste que se me ocurrió para validar su origen eclesiástico, además de relacionarla con mi apellido.
—Gobernador: mis hermanos y yo acordamos ayudarlo en su trabajo de investigación preventiva en el entendido de que, además de la información varia que captemos, misma que será de beneficio mutuo, obtendremos de Usted el apoyo que requiere nuestra Iglesia para conservar y aumentar el número de católicos. Así que le entrego el primer informe —dijo el Arzobispo con rostro pícaro mientras ponía el legajo cuidadosamente encuadernado sobre una de las pequeñas mesas de la sala.
Tomé el expediente y los siete sacerdotes se quedaron callados. Esperaban que yo revisara la información. Me sorprendió su pulcra y profesional presentación. Era el primer sondeo político-social con olor a incienso, radiografía que mostraba los lugares socialmente infectados y los espacios a punto de padecer el cáncer que produce el crimen organizado. Gráficas, nombres, cifras y datos de las personas que se habían enriquecido de manera espontánea, como ellos catalogaron al método de enriquecimiento inexplicable, que por cierto suele ser muy fácil de explicar. Ahí estaba el apellido del extinto Yanga y obvio el nombre de Irene Walter. También encontré a Raúl Lee y, oh sorpresa, a Juan Romo y Gabriel Guaraguao. La información me dejó mudo. Los clérigos me observaron en silencio como si esperaran a que me recuperara de la impresión. Logré conservar inexpresiva mi cara que parecía de palo. Proseguí la lectura dándole vueltas a las páginas pero ya sin poner atención en otros datos tan o más importantes, revelaciones que en ese momento me abrumaron. Aspiré profundo y saqué de mis recuerdos el arrobo que cuando joven me produjo la fuerza espiritual del cura que trató de convencerme para ingresar a la carrera sacerdotal, convocatoria que rehusé, más por temor a los pecados de la carne que por rechazo a la vida monástica:
—Gracias Arzobispo. A todos ustedes también agradezco su esfuerzo —dije y sin darme cuenta lo hice con el estilo del Seminarista. Corregí y continué con mi voz natural pero un poco más robusta para no perder la autoridad.
—Su eficiencia me ha hecho rescatar de mi memoria lo que alguna vez escuché de mi amigo Nacho, un padre jesuita: habló del honor y del orgullo de pertenecer a la Compañía que —ustedes lo saben mejor que yo— en 1540 fundaron diez sacerdotes para llegar a ser la empresa más influyente del mundo. Me aseguró aquel hombre de Dios, que al fortalecer a los demás se fortalecieron a sí mismos.
Hice un impasse para observar los aburridos rostros de ésa que parecía una parvada de cuervos midiéndome el tamaño de los ojos.
—Parto del trayecto espiritual centenario para confesar a ustedes que lo único que puedo afirmar —parafraseo con humildad a Ignacio de Lobo o Loyola— es que en mi gobierno he puesto todo el amor, modestia y caridad posibles.
Noté que mis palabras habían impactado al reducido grupo de pastores (y también a mí porque las frases salieron de la parte de mi cerebro nunca antes explorada). En ese momento el instinto atrajo otras experiencias con amigos de juventud, varios de ellos decididos a ser sacerdotes para, había dicho el más ambicioso, convertirse en Papa y llegar a ser el jefe de la empresa más rica y mejor organizada del mundo (aún no había aparecido en escena el Papa Francisco).
—Hemos hecho el trabajo interesados en colaborar con el bienestar de la sociedad —reviró Froylán despertándome de mi fugaz viaje al subconsciente—. Nosotros le agradecemos a Usted la oportunidad que nos ha brindado —condescendió—. Sólo me resta aclarar que, quizás con la excepción del padre Renato Hernández (el de los ojos negros), que fue un poco más allá porque supongo que su compromiso moral se lo exigió, todos los que formamos este grupo somos respetuosos del secreto de confesión. Y como Usted es un hombre inteligente, debo abundar en lo que sin duda ya percibió: no violamos ninguna regla ni canon; sin embargo, desarrollamos un sistema deductivo basado en los efectos e impactos colaterales de las confidencias. Sería infantil ocultar a su despierta inteligencia —agregó sin dejar de mirar mi rostro inexpresivo, quizá para ver el efecto de su lisonja—, el hecho de que ayudan las confesiones. Y en efecto ello nos permite entender el comportamiento de nuestros feligreses, en especial los delincuentes arrepentidos de sus pecados o fechorías; subrayo: sólo ayudan a entender los porqués.
Ante la inesperada respuesta del pastor espiritual de Puebla, tuve que esforzarme para contestar de acuerdo con las muestras de amistad y confianza que acababa de recibir; hacerlo de manera que mis palabras sonaran convincentes:
—Bueno; debo decir que ustedes, amigos, me han dado oportunidad de actuar en consecuencia; es decir, con la bonhomía que inspiran sus mercedes. Gracias Arzobispo. Le agradezco que, inspirándose en Lobo, haya visto en mí el talento que quizá no tenga, y la dignidad que conduce lo que hago. A partir de hoy, en cada uno de mis actos —tejí volviéndome a sorprender de mis propias palabras— encauzaré mi obligación fraterna a colaborar con su importante misión pastoral, sobre todo en lo relativo a incrementar el número de feligreses de la Iglesia Católica.
Acabó la reunión con la fragancia de las flores que nos dijimos Del Río y yo. Todavía con el olor a magnolia en mi nariz —aroma que según dicen es el más parecido al del espíritu— salí de la casa asido del documento que contenía la información que habría de ayudarme a recoger para atar varias de las hebras sueltas: Lee y Guaraguao las más gruesas, sucias y preocupantes.
Me sorprendió encontrar a mi ayudantía en plena plática callejera con Rigoberto Cuautle Rojo, el motociclista que me había escoltado la ocasión anterior en que salí de la casa del Arzobispo solo, sin guaruras. Como tenía que validar lo que acababa de decir a los sacerdotes y a su jefe sobre la tesis jesuita de gobernar con todo el amor, modestia y caridad posibles, me vi obligado a preguntar con la expresión facial de algún cura iluminado clavada en el rostro:
— ¿Y tú qué haces aquí, hermano?
—Pasaba cuando vi al jefe Ramos y me paré para saludarlo, por si algo se ofrecía, señor Gobernador —respondió tranquilo pero sorprendido por lo de “hermano”—. Y además para agradecer a Usted lo que hizo por mí y mi familia. Por eso todos los días le pido a Dios por su bienestar; que me lo cuide.
“El nombre de Dios brota por todos lados”, pensé. Sin perder el talante pastoral que me había contagiado Froylán, respondí al uniformado:
—Está bien, Cuautle. Síguele chambeando para que tu economía no sufra mengua.
— ¿No sufra qué?
—Déjalo así. Anda ve y cumple con tu deber o la recolecta del día se mermará —dije comprensivo y sabedor de que ese tipo de trabajo es la parte de la corrupción menos criticada porque se la considera como uno de los males menores y por ende tolerables. El oficial hizo el saludo militar y me agradeció con una enorme sonrisa que llenó su cara de dientes, alguno de éstos con un pequeño brillante incrustado cuyo destello reveló que bien administradas, igual que las limosnas, las mordidas podían mejorar la economía familiar. Por la alegría que demostró debe haber supuesto que yo le había concedido la patente para extorsionar a todo aquel que se dejara. Me hizo sentir como el descubridor de una variable de la piedra filosofal blanca, la que convierte en plata pura la cosecha proveniente de la corrupción institucionalizada.