El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 11)

Réplica y Contrarréplica
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“A gran cabeza gran talento, si es que lo tiene dentro”

Como lo habrás conjeturado, lector sensible, entre los libros que tuve que leer están algunos de Garibay (también lo vi disertar en la televisión, a veces esperpéntico y en ocasiones extravagante, como si su intención hubiese sido la de recordar a Ramón del Valle Inclán). Con ellos di a mi cultura un cariz literario más actual gracias a que en sus relatos escuché lo que nuestro pueblo se niega a expresar, no por egoísta sino porque su léxico es limitado. Aprendí a descifrar los rostros de mi gente. Recordé la fuerza que los indígenas traen dentro de su ser. Comprendí el lenguaje silencioso de las miradas ladinas, gestos llenos de ingenuidad y a la vez de sabiduría, señales que olvidé en la preparatoria y enterré en la universidad esperanzado en que mis compañeros no descubrieran mi verdadero origen. Estúpido de mí porque mis facciones, color y tamaño me denunciaban cada vez que salía el sol mostrándome tal cual.

La doctora De la Hoz se volvió mi maestra casual (algo de lo que jamás hablamos porque era un valor entendido). Me fueron muy útiles sus tarjetas informativas sobre equis o zeta tema histórico y de política contemporánea. En una ocasión me regañó porque la reté diciéndole que Rulfo era el poeta de nuestro realismo mágico cuyo perfeccionismo le impidió continuar con la escritura, en tanto que Garibay lo copió para superarlo al hacer exuberantes nuestras costumbres autóctonas (se lo leí a Vicente Leñero, pero no lo confesé).

—Eso Usted no lo puede decir —me increpó con su autoridad de asesora, guía literaria y a veces consejera espiritual.

—Ora sí que la criada me salió respondona —rezongué y ¡zas! de inmediato sentí la pesadumbre que provoca el error semántico ya que sin querer volví a golpear su ego.

— ¡Renuncio! —me gritó aventándome el montón de papeles que se desparramaron sobre la duela del despacho, uno de los lujosos espacios del elegante centro de negocios del Hotel Presidente habilitado como casa de campaña.

Le pedí perdón aclarándole que ése era mi modo de hablar a quienes estaban dentro de mi corazón. Me vio con la desconfianza que hace a las mujeres misteriosas. Su mutismo e inquisitiva mirada me obligaron a inventar un tratado de relaciones fraternales. Al final de la perorata que no quiero recordar porque cayó en la cursilería más grotesca, volví a ser víctima de su sonrisa maliciosa cuyo mensaje fue demoledor: “Así te quería ver pedazo de pendejo”.

Debo hacer un paréntesis para explicar el impacto del talante enunciado:

La actitud de Mary me recordaba a la de Isolda Radison, la mujer que una mañana lluviosa entró a mi despacho para decirme que se casaba con mi único socio, colaborador y amigo. El “así te quería ver pedazo de pendejo” lo percibí por primera vez en el rostro de Isolda, precisamente, cuando decidió casarse como respuesta a mi actitud: quería que me divorciara para que viviéramos juntos como marido y mujer. Lo lamenté mucho debido a que la mujer se había convertido en mi oxigeno espiritual (y yo en su mecenas). Dos semanas después recordé lo que dijo mi modesto padre (un clavo saca a otro clavo), cuando Isolda Radison y Juan Águila del Sol se casaron, matrimonio que me obligó a ocupar mi vida íntima con varios “clavos” para liberarme del único dolor que no se refleja en el cuerpo pero que lastima el alma marcándola con una huella profunda, imborrable.

Por ello digo que el efecto que percibí de Isolda se repitió con la doctora, en este caso acompañado de una ganancia: la prudencia. Por ello no hice caso al mensaje de su, en apariencia, ofensiva mirada. Había aprendido a medir mis reacciones, en especial con ella que fue uno de los seres, portadores de la “divina proporción”.

Alejandro C. Manjarrez