Reparación de vidas catastróficas

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Reparación de vidas catastróficas

Te presento el prólogo de Reparación de vidas catastróficas, una novela ampliamente documentada. Es una obra que me llena de orgullo, no solo por el trabajo que implicó, sino porque cada vez que la leo, me atrapa de nuevo. Y creo que, como autor, esa es una de las satisfacciones más grandes que se pueden experimentar.

Prólogo

Escribí esta novela como una suerte de manual para encontrar la felicidad, o al menos aquello que más se aproxime a ella.

Para mí, la felicidad reside en la tranquilidad mental, la paz emocional, la salud y el bienestar.

Esa emoción tan perseguida no proviene de lograr algo o poseer algo. No la otorgan el dinero, una pareja o incluso una buena salud. Aunque esta última sea esencial, no toda persona sana es feliz.

Tuve, o así lo creo, una vida complicada. De niño, un accidente me dejó meses en cama tras ser atropellado. A los 10 años, un aparato de fierro atravesaba mi muslo; era una especie de armatoste de varillas que intentaba mantener el fémur en su lugar. No funcionó. Miraba con asombro cómo se movían los músculos y se asomaba el hueso. El dolor era insoportable. Un médico negligente no reparó adecuadamente las fracturas en mi pie, tibia y peroné, además del fémur. Años después, otra intervención quirúrgica intentó corregir aquel desastre: el doctor prácticamente metió el serrucho en mi extremidad. Ese accidente me privó de hacer muchas cosas que habría deseado.

Hoy, sin embargo, lo considero una bendición. Tal vez frenó mi carácter temerario, el mismo que, desde pequeño, me había llevado al hospital más de una vez: como cuando a los dos años bajé las escaleras de mármol en triciclo o cuando caí de un segundo piso y, por evitar un regaño, no conté nada a mis padres.

En mi juventud, conviví de cerca con el alcoholismo. Un amigo de 17 años se quitó la vida usando la misma botella que rompió al vaciarla. Era adicto desde los 14. Destruyó a su familia. Luego vinieron los accidentes automovilísticos por viajar con personas ebrias. En uno de ellos, rompí el medallón trasero del coche con la cabeza.

A los 18 años comencé a salir de fiesta con amigos. Fue ahí donde descubrí los excesos, las drogas y la permisividad de las autoridades. En esa época, Cholula, Puebla, era el lugar de moda. En los alrededores de la Universidad de las Américas, los bares convivían con las aulas. Cada noche de fiesta traía consigo accidentes en la recta a Cholula. Ya entonces se debatía sobre la cercanía de los bares a las escuelas: “Son adultos, ellos deciden cuánto beben, y si manejan y mueren, es su responsabilidad”.

Tuve la suerte de sentirme tan mal tras una noche de excesos que tomé la mejor decisión de mi vida: dejar el alcohol. Esto ocurrió después de un episodio particularmente desagradable tras beber anís. Han pasado 20 años desde entonces. Algunos de mis conocidos no tuvieron la misma fortuna: el alcohol o las consecuencias de su consumo los llevaron a la muerte o al manicomio.

Mi vida tuvo otros episodios duros: una pistola apuntándome a la sien durante un asalto violento, años de persecución política debido al trabajo periodístico de mi padre, con quien colaboraba. Ese acoso duró nueve años, orquestado por un presidente y un gobernador. Más tarde, otros políticos también lanzaron amenazas, pero después de lo vivido, aquello me parecía insignificante, hasta risible.

La salud de mi padre se vio afectada. Siempre he creído que aquel acoso sistemático le provocó un cáncer en etapa cuatro con metástasis. La noticia fue devastadora. Uno de los mayores temores de cualquier ser humano es la muerte de un padre. Investigué todo lo que pude sobre el cáncer de pulmón y de hueso. Aunque su tumor fue extirpado con éxito, la metástasis persistió. Gracias a nuevos medicamentos, mi padre vivió más de cuatro años sin molestias graves.

Esos años fueron agotadores para mí. Mi deseo de salvar a mi padre se volvió una obsesión que drenaba mis energías. En esos momentos, las personas tienden a alejarse. Sólo la familia permanece.

Después de la muerte de mi padre, vino la pandemia. Aunque no perdí a nadie cercano, un año después, mi hermano mayor murió en un accidente, otro golpe demoledor.

Observé cómo amigos y conocidos caían en el mundo de las adicciones. Algunos lograron salir, otros no, y algunos aún luchan. Decidí investigar las adicciones, la codependencia y los límites del apoyo que podemos ofrecer.

Durante dos años entrevisté a psicólogos, psiquiatras, terapeutas y adictos en recuperación. Leí libros, investigaciones, escuché podcasts y vi infinidad de videos. Todo lo aprendido está plasmado en esta obra, con consejos y situaciones reales representadas por personajes ficticios inspirados en personas importantes en mi vida.

No me presento como una víctima de tragedias interminables, sino como alguien que siempre buscó formas de salir adelante.

Vivimos en una era maravillosa, con conocimiento accesible desde plataformas digitales.

Las drogas no son el problema, sino una solución temporal a vidas llenas de insatisfacción. Hay muchas adicciones: al juego, al teléfono, a la pornografía, al trabajo, a la comida. Todo lo que genera dopamina y satisface vacíos puede volverse una obsesión.

La felicidad, creo, está en la regulación emocional, en alcanzar paz mental y plenitud. Cuando entiendes que el cerebro funciona con químicos, comprendes que el equilibrio es esencial. La mente puede ser tu mejor amiga o tu peor enemiga.

El amor propio no es una cursilería. Es la base del bienestar.

Si algo en mí no está bien, lo acepto y busco cómo repararlo.

En estas páginas encontrarás herramientas para lograrlo. Hay pasajes grotescos porque las adicciones despojan a las personas de dignidad y respeto propio.

Si sientes que no hay salida, busca ayuda. Reconocer el problema es el primer paso. Nadie puede hacerlo solo.

Lee este libro cuantas veces sea necesario. Estoy seguro de que te será útil.

Los adictos en recuperación son personas extraordinarias: conscientes de sus límites, espirituales, honestos y disciplinados.

Gracias por leer esta novela.

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Reparación de vidas catastróficas

Miguel C. Manjarrez