Tercera entrega
El Príncipe, ese librito que huele a cuero viejo y poder rancio, no fue escrito para enseñarte a corromperte, diputado. No es un instructivo para operar elecciones, ni un manual para justificar la mezquindad. Fue una súplica. Un texto desesperado, escrito por un hombre caído en desgracia, que solo quería volver a servir a su patria. Maquiavelo no hablaba desde el poder, sino desde el exilio.
Pero el político promedio nunca lo sabe. Lo ve ahí, en la portada, con su cara afilada y su traje oscuro, y cree que está ante el abuelo de la realpolitik, el precursor del pacto en lo oscurito, el ideólogo de las cloacas. Lo lee como se lee un catálogo de trucos: cómo mantenerse en el cargo, cómo manipular a la plebe, cómo eliminar al rival sin que se note. Lo malentiende todo.
Como pasó con Las 48 leyes del poder y El arte de la guerra, nuestros políticos contemporáneos han tomado un texto denso y lo han convertido en panfleto de sobrevivencia. Subrayan frases como:
“Es mejor ser temido que amado.”
“El fin justifica los medios.” (aunque, por cierto, Maquiavelo nunca escribió eso literalmente).
Y con eso creen que tienen licencia para lo que sea: traicionar, humillar, censurar, mentir, comprar, aplastar.
Lo que no ven —porque no les conviene— es que El Príncipe está lleno de advertencias. De dilemas. De costos. Maquiavelo no escribió para decir “haz lo que sea para ganar”, sino para mostrar lo que implica hacerlo. En cada página hay un peso ético, aunque esté enterrado bajo el pragmatismo. Un político que realmente leyera El Príncipe sabría que cada acto de poder tiene una factura. Que gobernar con miedo es una victoria corta. Que quien conquista sin legitimidad está condenado a vigilar con paranoia.
Pero nuestros políticos leen con los ojos del oportunismo. No leen para comprender, leen para justificar lo que ya hacen. Y como el libro suena elegante, lo citan. En entrevistas, en sobremesas, en discursos mal redactados. Les da caché. Es su manera de vestirse de sabiduría mientras reparten sobornos. De parecer sofisticados mientras operan con la vulgaridad de siempre.
Se creen maquiavélicos, pero no han leído sus cartas, ni su teatro, ni Los discursos sobre la primera década de Tito Livio, donde se explaya sobre la república, la virtud cívica, la necesidad de un pueblo crítico. No, eso no lo citan. Porque eso exige pensar. Y pensar incomoda.
La política mexicana —y buena parte de la latinoamericana— está plagada de “príncipes” de caricatura: gobernadores que usan la estrategia como coartada, presidentes que creen que la voluntad popular es chequera, legisladores que confunden el maquiavelismo con la manipulación barata. No son discípulos de Maquiavelo. Son parásitos con ínfulas de estrategas.
Pero el tiempo los delata. Porque el verdadero Maquiavelo, si los viera, no los aplaudiría. Los desenmascararía. Les preguntaría qué han hecho por su república. Qué reformas han dejado. Qué leyes han construido para que el poder no dependa de un solo hombre. Y se haría la pregunta más temida por todo simulador:
”¿Para qué quieres el poder si no es para servir a una causa más grande que tú?”
No la responderían. Se reirían. Le quitarían el celular. Y seguirían citando frases sueltas en sus redes sociales.