Porque si vamos a vivir entre concreto, al menos que crezca algo que nos recuerde que todavía somos humanos.
Las calles se han vuelto planchas ardientes. Uno camina y siente que el asfalto se le pega a la suela, como si quisiera decir: “No vayas más lejos. Aquí no hay refugio”. En estos días, todos sudamos lo mismo: el chofer del camión, la señora del mercado, el niño que camina con uniforme escolar y mejillas enrojecidas. Nos une el mismo sofoco, el mismo sol furioso clavado en la espalda.
Las ciudades crecieron sin pensar en la piel de quienes las habitan. Levantamos techos de lámina y muros de concreto sin preguntarnos si podríamos respirar allí dentro cuando llegara el verano. Pusimos impermeabilizantes oscuros que ahora devuelven el calor como espejos crueles. Talamos árboles para hacer avenidas más rápidas. Tiramos sombra al basurero y no nos dimos cuenta.
Hoy miramos hacia arriba, como pidiendo permiso para seguir. Pero el cielo no responde. El aire arde. Los parques son pocos, y los árboles, escasos y cansados. ¿Cuándo fue que dejamos de plantar vida para dar paso al gris? ¿Cuándo decidimos que era más importante un estacionamiento que un fresno?
Forestar las ciudades ya no es un lujo estético ni un capricho de arquitecto. Es una urgencia vital. Cada árbol que plantamos es un gesto de reconciliación con lo que alguna vez fuimos: seres que sabían cobijarse bajo una sombra y agradecerle a la tierra su frescura.
Ojalá aprendiéramos a medir el valor de las cosas de otra manera. Que un árbol valiera por los grados que nos ahorra, por los pájaros que devuelve, por el silencio que instala entre el caos. Que una banqueta no estuviera completa sin su hilera de raíces creciendo debajo.
Porque si vamos a vivir entre concreto, al menos que crezca algo que nos recuerde que todavía somos humanos.