El poder de la sotana (Conversación en las nubes)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 47

Conversación en las nubes

Amad a esta Iglesia, permaneced en esta Iglesia,

sed vosotros esta Iglesia.

San Agustín

 

Miguel dejó a Pedro y a Téllez elucubrando sobre la entrevista que tendrían con el presidente Coolidge. Salió del hotel dispuesto a cumplir con el compromiso que por medio del telégrafo había pactado con John J. Burke, el católico romano más influyente de Estados Unidos. Conocía su línea moderada respecto al conflicto religioso de México. Estaba seguro de que el sacerdote paulino compartiría con él su apreciación sobre la necesidad de pedir moderación a los católicos mexicanos empeñados en pelear con el poder político de su país. La confianza se la transmitió William F. Montavon, internacionalista de vocación y además asesor de John Burke. Recordó lo que William dijo alguna de las veces que visitó México para entrevistarse con el arzobispo Mora y del Río: “Aquel que quiera pedir el apoyo espiritual del padre John, encontrará en él la comprensión y sabiduría que comparte sin restricciones y con sorprendente espontaneidad. Burke es un extraordinario hombre que conoce bien el problema religioso que vive México”.

            Con ese antecedente Miguel acudió a la cita que se llevaría a cabo en las oficinas de la National Catholic Welfare Conference. Entró al despacho sintiéndose como si estuviera en su casa gracias a las atenciones que recibió desde que puso su primer pie en el umbral del edificio. “Sea usted bienvenido, padre Miguel”, le dijo el sacerdote que aguardaba su arribo en la puerta. “Nuestro hermano John lo espera. Por favor acompáñeme”.

            Al ingresar al espacio que servía de sede laboral a Burke, Miguel sintió el impacto de la energía espiritual de su anfitrión. Lo vio como si fuese uno de los santos cuyas imágenes tantas veces veneró. Cuando le oyó decir (“Pase Usted, padre, está en su casa”) recordó la fuerza verbal de San Antonio de Padua: sintió cómo las palabras de Burke recorrieron su sistema nervioso hasta llegar a su cerebro. El tono de la voz le produjo una confianza extraña. Parecía que entre los dos existía toda una historia de amistad y trabajo pastoral. Lo miró y se vio en sus ojos. Al escucharlo hablar creyó estarse oyendo. Fue tal la sinergia que después de esa reunión Miguel encontró las razones para seguir luchando por sus principios religiosos, preceptos que involucraban la búsqueda del bien para los hombres y las mujeres que en algún momento dudaron de su fe o del poder de Dios, energía sustentada en la magnanimidad. Así regresó al hotel donde tendría que encontrarse con sus paisanos.

            Miguel no supo cuánto tiempo pasó con su colega. Sin embargo, estaba cierto de que había hablado de varios temas y que todas sus dudas y preocupaciones le fueron resueltas. El “confía en Dios” y el que “éste tu modesto pastor convencerá al presidente Coolidge para que vuelva la paz a nuestra Iglesia en México”, fueron las frases que recordaba con claridad. El resto de la conversación formó un todo cuya esencia era la fe de Burke, actitud que cual bálsamo había fortalecido la suya. Se sentía distinto y con más ánimo para transmitir la palabra de Dios. Pensó en su hermana Concepción y le perdonó sus desvaríos. Lo mismo hizo cuando recordó la tozudez del arzobispo Mora y del Río. “Son las pruebas que nos pone el Señor para que nos acerquemos a Él”, se dijo convencido de haber abierto las puertas de la comprensión humana que desde meses atrás se le negaba debido al comportamiento de sus pares, unos como verdugos de sus semejantes y otros incitándolos a matar. Con ese ánimo se encontró con Pedro para asegurarle que la misión tendría éxito gracias a los buenos oficios políticos de su colega John.

— ¿Cómo te fue con Burke? —le preguntó Pedro en cuanto lo vio.

—Creo que pasé la prueba Hermano. El padre Burke es nuestro aliado. Si todo sale bien, el de mañana será un nuevo amanecer para nuestra nación —pronosticó el sacerdote—. Roguemos a Dios que Coolidge acepte ser portador de la antorcha de la paz.

Pedro evitó hacer algún comentario porque sabía que Miguel no le iba a decir más de lo que le había escuchado. Sólo agregó: —Espero que tengas razón.

—La tendré. Y de una vez te adelanto que un señor de apellido Morrow será el nuevo embajador de Estados Unidos en México.

Alejandro C. Manjarrez