El poder de la sotana (La mala nueva)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 46

La mala nueva

Dichas que se pierden son desdichas más grandes.

Pedro Calderón de la Barca

 

Imelda Santiesteban llegó a su casa abatida, triste y con la angustia que parecía oprimirle el pecho. Proyectaba una sombra invisible, la química negativa que repele hasta las energías afines, como en este caso la de su madre que, al verla apesadumbrada, prefirió omitir el saludo familiar. Los pájaros que en otras ocasiones la habían recibido con sus cantos, se quedaron mudos ocultos en sus jaulas como si estuvieran escondiéndose del gavilán que ronda sobre los nidos de sus víctimas. Preocupada, su madre la siguió con la vista. “Pobre de mi hija, tiene cara de tragedia. ¿Qué le habrá pasado? —pensó—. Es mejor que espere a que se le quite lo que trae encima. Dios quiera que no sea grave”.

            Una hora después la madre de Imelda decidió ir a la recámara de su hija para preguntarle el motivo de su angustia. Tocó la puerta. Sin esperar respuesta entró: — ¿Qué te ocurre, hija? —Preguntó.

Imelda volteó a verla y después de un pesado silencio dijo:

            —Estoy abatida. Me siento culpable, estúpida, traidora, asesina…

            —Eso es demasiado. Pero anda dime qué es lo que te agobia. ¿Es algo sobre el militar?

            —No Madre. Bueno en parte Pedro tiene la culpa de mi enojo conmigo misma. Se trata de Justiniano, mi amigo, acompañante y querido cómplice… —Sin esperar la respuesta Imelda continuó—: Lo mataron hace algunas semanas y yo me acabo de enterar accidentalmente. Quien ordenó su muerte supuso que el pobre Jus era un espía al servicio de México. Hoy en la mañana que fui a la embajada estadounidense, me puso al tanto uno de los cocineros con el cual me topé antes de llegar. Él cree que lo ejecutaron por sus expresiones contra el gobierno de Estados Unidos. Argumentó que siempre se quejaba del daño que sufrió su país debido al dominio gringo —Imelda suspiró para evitar llorar—. Pero no fue así —se animó a corregir—. Como tú sabes ese tipo de opiniones son toleradas. Lo que pasó es que seguramente lo relacionaron con Leonora y su amante Tom. ¿Por qué? Porque a petición mía, Leonora recomendó a Justiniano.

            —Bueno, eso no es un delito. Oye, ¿pero estás segura que lo asesinaron? —dudó la madre con la intención de dar ánimo a su hija.

—Lo estoy. Mira Madrecita: primero mataron a Tom, después siguió Leonora y ahora le tocó a Justiniano. Por cierto, anoche lo soñé sonriéndome y rodeado de ramos de flores. Después caminamos por las calles de Venecia.

Imelda miró hacia arriba como si quisiera tomar fuerzas del cielo. Cerró los ojos, suspiró profundo y remató:

—Falto yo. Soy la que sigue…

            —Espera, vas muy rápido. ¿Por qué dices que a ti también te quieren matar? No exageres, por favor. ¡Me asustas!

            —Perdón doña Imelda. Quería guardar el secreto pero…

            —Entonces ahora mismo buscas al capitán Del Campo. Él te protegerá. Es más yo voy a buscarlo y tú quédate en casa. Deja en el patio a los perros y enciérrate.

            —Calma, ten calma Madre. Pedro no está en México…

            —Pero sí están sus ayudantes. Uno de ellos te puede proteger mientras regresa su jefe.

            —Como siempre, tienes razón doña Imelda. Está bien. Dejémoslo para mañana, por favor. ¿Cómo está la niña?

            —Leonorcita duerme.

            —Pobrecita, siempre rodeada del peligro que antes cercó a su madre y ahora nos acecha a nosotras.

            Después de analizar lo ocurrido, madre e hija decidieron colocar las trancas a las puertas de acceso. Ubicaron a sus dos perros, uno en el patio trasero y el otro en el jardín del frente.

—Tendrán que quemar las puertas, matar a estos animales antes de que ladren y hacer todo ello sin que los vecinos se den cuenta —dilucidó la mayor de las mujeres.

            —Te faltan los pájaros, Madre. También harían su escándalo —dijo Imelda con el tono de la broma que atempera la preocupación.

            Resuelta la estrategia defensiva, madre e hija se abrazaron antes de invocar a Dios para pedirle su protección.

 Alejandro C. Manjarrez