Ojeriza entre ricos (Crónicas sin censura 61)

Réplica y Contrarréplica
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La puebla levítica ha sufrido dos terribles golpes cuyos efectos –de acción retardada–nunca fueron preconcebidos y menos aún prevenidos...

Uno–sin quererlo– desarticuló su vida cultural, dando oportunidad para que los comerciantes abrieran sus fauces a fin de alimentar su insaciable voracidad. El otro la convirtió en sede del delito por omisión, olvido, conveniencia, mala fe, ambición o maña. Ambos batacazos propiciaron que en su búsqueda de oro y riqueza inmobiliaria, muchos poblanos sacaran el cobre para iniciar lo que más tarde se convirtió en una silenciosa y fratricida lucha, por desgracia todavía vigente.

     Es en esta época de desarrollo y cambio de jugadas político – empresariales cuando – a través de esa división, celos o envidias –los estragos se han hecho más notorios debido a sus graves y casi irrevocables consecuencias. Son lesiones que así como afectaron a la clase pudiente, también perjudicaron al pueblo llano que nada debe, porque ni siquiera conoce de esas pasiones nacidas al calor de una ambición fuera de serie.

     El primer mandarriazo ocurrió después de que en 1767 el virrey Marqués de Croix consumara la orden de expulsión recetada a los jesuitas. Junto con el decreto de  Carlos III, emitido para correr de tierras españolas a los soldados de Dios, llegó la catástrofe cultural de la Nueva España y con ella el abandono en masa de mucho de sus conventos y propiedades. Fernando Benítez nos cuenta que:

   “Derrotados los ejércitos que la Iglesia apoyaba con su poder feudal, la cegó el despecho y la ira (…) No transigieron en que el traslado de sus bienes se hiciera de modo ordenado, ni supieron salvaguardar los tesoros acumulados durante siglos. En lugar de quedarse y entregar todo bajo inventario, simplemente se fueron; preferían la destrucción a que los bienes pasaran al gobierno de los liberales, vistos como el demonio.”

Fue cuando se dio el saqueo: se robaron libros, pequeñas imágenes, piezas de marfil, reliquias, muebles y todo lo que podía cargarse, estaba a la mano y era fácil de vender…

     Posteriormente, llegaron los años de la rebatiña por los inmuebles, lucha por cierto exacerbada al promulgarse las leyes de Reforma. Entonces la Iglesia católica hizo una minuciosa selección de feligreses confiables para encargarles el rescate, conservación y usufructo de casonas, conventos, edificios y haciendas. Aparecieron los testaferros y junto con ellos la ambición como preámbulo al despojo que propiciara la división entre los poblanos ricos, formándose así los dos bandos que hasta hoy prevalecen: el de los honestos de verdad y el de los que se dicen honrados.

     La historia oral da cauce para que el resentimiento sobreviva a los intereses de clase. Confidencialmente unos acusan a otros de malvados y mal agradecidos. Y gracias a esa animadversión, Puebla se ha constituido en la sede de lo que bien podríamos considerar como la única sociedad capitalista del país sin injerencia directa en las fuentes de riqueza financiera. Los poblanos ricos no tienen bancos ni aseguradoras, ni casas de bolsa, a pesar de que todavía son puntas de lanza en las representaciones patronales. Sin embargo, de su pasión, que por cierto choca con el pragmatismo de sus congéneres de Monterrey y Jalisco, sin duda surgen los beneficios para empresarios de otras entidades cuya unidad está a la vista en marquesinas de bancos, casas de bolsa y financieras.

     Según nos deja ver el Directorio General de Manuel Caballero (E. Dublán y Cía,1892) la riqueza inmobiliaria de la Angelópolis decimonónica estuvo en manos, entre otras, de las siguientes familias: Tamariz, García Teruel, Díez de Urdanivia, Necoechea, Santillana, Gómez Mollantes, Lozano, Espinoza Bandini, Marrón, Pérez, Marín Rivero, Pérez Salazar, Uriarte, Del Moral, Alonso Miyar y Hernández Rangel. En virtud a su verticalidad moral, varias se conservaron cerca del clero poblano, incluso hasta fomentando su buena relación. Empero, también hubo otras que se alejaron, como dice el ranchero, llevándose hasta el mecate, para provocar la división apuntada.

Alejandro C. Manjarrez 

10/V/1993