La Puebla variopinta, conspiración del poder (Capítulo 5) Favor con favor se paga

Réplica y Contrarréplica
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¡Qué poco cuesta construir castillos en el

aire y qué cara es su destrucción!

Francois Mauriac

 

Corrían los tiempos de Guillermo Jiménez Morales cuando llegó a dirigir al PRI un militar sin experiencia política, circunstancia que produjo cierto sentimiento de menosprecio al cargo más importante en la organización de ese instituto político. “Si Javier Bolaños fue presidente —dijeron— cualquiera puede serlo”.

Se hizo realidad el terrible pronóstico porque, con dos excepciones, ese partido quedó en manos de burócratas preocupados por cortejar al gobernador con el fin de ganarse un cargo de elección popular o su anhelada integración al gabinete donde los esperaba la diosa fortuna. Lo demás fue supuestamente natural dado que el mandatario en turno había recibido la recomendación de Gustavo Carvajal Moreno (entonces presidente del cen del pri e impulsor de Guillermo) para que apoyara a Bolaños. De ahí que sin darse cuenta Jiménez haya metido al tricolor en el tobogán cuyo final fue el estrato preparado por Mario Marín Torres, el hombre que tuvo a bien incorporar a sus cuates y hermanos en la estructura partidista que actuó durante el lapso que, para ellos, fueron los años de las vacas gordas.

Lo que se siembra se cosecha

El ejercicio del poder pareció acogerse al viejo estilo de los cacicazgos benevolentes y a la vez mañosos, contradicción que produjo el agradecimiento de grupos y personas que vivieron sin pena ni gloria. Como abundan los ejemplos anecdóticos mencionaré algunos empezando por el del chofer aquel que le cayó del cielo la diputación federal debido al dedazo de su patrón.

Ubicación: las oficinas del PRI estatal.

Tiempo: segunda mitad del siglo pasado:

—Don Sacramento Jofre: tengo instrucciones de convencerlo para que usted sea el suplente de Esteban Rangel Alvarado, candidato del señor Presidente —dijo el delegado nacional del CEN del PRI.

—No señor Delegado —respondió el líder agrarista—. Nunca seré suplendejo de nadie. Me daría rete harta vergüenza y en vez de morir con la frente en alto dejaría este mundo con el morrillo ése que se forma cuando se vive con la cerviz inclinada.

—Es que el Presidente tiene especial interés en…

—Pues dígale que no acepto —interrumpió Jofre ya medio molesto.

—Entonces deme una solución; ¿a quién nombramos suplente? —condescendió el delegado.

Don Sacramento lo pensó cinco segundos y encontró la brillante solución: — ¡Ya sé! Que sea Pachequito, mi chofer…

—De acuerdo don Sacramento —dijo el enviado del PRI—. Entonces dígale que cuanto antes me traiga sus documentos, los que tenga. Si falta algo nosotros lo resolvemos.

El candidato Rangel Alvarado hizo su campaña y de vez en cuando lo acompañó el chofer de Jofre. A los pocos días de haber protestado como diputado federal, Esteban, amigo y paisano de Díaz Ordaz, falleció y Pachequito ocupó el curul para hacer que esa etapa de su vida legislativa (otro eufemismo, ni modo) quedara plasmada en las fotos del álbum que durante el resto de su existencia mostró con el orgullo y la satisfacción que le produjo aparecer retratado junto al Presidente de la República y, obvio, al lado de varios de sus “cardenales”, alguno de ellos, el sucesor.

Un paréntesis:

Si nos acogemos a la vieja, renovada o indexada costumbre de “sólo mis chicharrones truenan”, pudo haber ocurrido algo parecido el día en que la maestra Elba Esther Gordillo preguntó a Rafael Moreno Valle, su ahijado político, ¿quién podría ser el dirigente del Partido Nueva Alianza en Puebla? (Panal) La decisión fue intrascendente pero me recordó el dicho que un día le escuché a Ignacio Ramos Praslow, diputado constituyente de 1917 (trabajé con él durante varios años). Me dijo don Nacho:

—Mire compañero: es tan corrupto el que se roba un peso del erario público, como quien acepta un cargo sin tener la capacidad ni los conocimientos para ejercerlo.

Ya que estoy en las remembranzas, vale hacer un impasse anecdótico con el propósito de hablar de la dignidad a través de dos relatos, uno sangriento y el otro aleccionador para los políticos que han pensado anteponer su honor a sus ambiciones personales.

Primero la pasional marcada con el olor a pólvora, tufo mezclado con el aroma de las feromonas:

El diputado federal Rafael Lara Grajales, presidente del pnr estatal (antecedente del pri poblano) y su ayudante-chofer, protagonizaron la tragedia amorosa que a los dos les costó la vida. El móvil del crimen y suicidio quedó sin aclarar debido a la obligada discreción que en esa época se acostumbraba para salvar la fama pública de las mujeres y el prestigio de los políticos (y dale con los eufemismos). La versión más creíble de este episodio sangriento, que por cierto parece un argumento de cualquier película cincuentera protagonizada por Jorge Negrete u otro de los galanes de la época de oro del cine mexicano, dice que en un arranque de celos el ayudante le disparó a su jefe para enseguida suicidarse con la misma pistola.

¿Y qué diablos pasó?, se preguntaban los amigos del general, diputado y revolucionario.

Una de las hipótesis generadas por los trascendidos durante la investigación del ministerio público, se basó en que los protagonistas de la tragedia discutieron por una mujer. No se dijo cuál; sin embargo, para los testigos de la época, el motivo de la discordia fue la esposa del ayudante y chofer del político, un joven teniente que por celos decidió convertirse en homicida y suicida. Los hechos ocurrieron el 20 de octubre de 1933 en las oficinas del partido presidido precisamente por Lara Grajales. Ahí acabaron esas dos vidas. El gobernador de Puebla era Gustavo Ariza.

Ahora el otro suceso entre dos mujeres, en este caso amable y demostrativo, hecho que podría ilustrar una tarde inglesa si comparásemos a Esther Zuno de Echeverría con la monarca del Reino Unido. Pero no ocurrió en el Palacio de Buckingham sino en Los Pinos.

Dolores Pacheco, viuda del abogado Ciriaco Pacheco Calvo (sin parentesco con Pachequito), fue invitada a la casa presidencial por doña Esther, la primera dama que puso en boga las aguas de horchata, jamaica, guanábana y también los equipales donde, obligadas por la moda sexenal, depositaban su trasero las damas disfrazadas con vestidos del folclor mexicano. Después de los acostumbrados abrazos y besitos amistosos, la esposa de Luis Echeverría Álvarez ordenó una taza de café de olla y una “buena dotación de galletitas”. Agotados los escarceos y arrumacos cuasi fraternales, la compañera (así le decía Echeverría) le soltó a Dolores:

—Mi querida Lolita, quiero pedirte que me ayudes. Tu participación es muy importante para mí. Me gustaría que fueras mi secretaria particular.

Doña Dolores no pensó mucho la respuesta: sonriente, casi a bote pronto, respondió a su entrañable amiga:

—Mira Esther: agradezco tu amabilidad. Con el afecto que nos une te seré sincera: cuando me invites deseo llegar a tu casa como amiga. Pero no me agrada la idea de ser yo quien tenga que servir las galletitas.

Mi fuente no me dijo la respuesta de la señora Zuno. Lo que supe es que Lolita (así le decían sus amigos) siguió su vida digna y profesionalmente productiva.

A partir de esa experiencia que en este caso —valga la expresión— me sirve como método para invitar al lector a medir el agua de los camotes, afirmo que es harto difícil encontrar a políticos que —por usar el encuentro referido— conozcan la receta de la dignidad mostrada por la señora Pacheco. Además asevero que hay una sobreproducción de políticos dispuestos a servir las galletitas y el café con tal de mantenerse cerca del poder y, en consecuencia, esperanzados en ganarse el afecto presidencial o gubernamental (depende el nivel) sin importar que ello les obligue a mostrar las nalgas. Incluya el lector a panistas, perredistas y variopintos. Ahora bien, si buscamos otras razones encontraremos que la indignidad se manifiesta —y con exceso de genuflexiones— cuando existe la necesidad enfermiza de estar cerca del poderoso para presumir su ubicación, menester que suele ir acompañado del ansia de sacar provecho personal a esa relación. Al final de cuentas la influencia es útil para obtener desde ascensos burocráticos hasta posiciones políticas y desde luego negocios, depende de la capacidad histriónica, ambición y facultades seductoras de quienes, ajenos a la obra, imitan al tartufo de Molière.

Alejandro C. Manjarrez