Capítulo 18
Las mujeres
…quien no ha tenido la suerte de encontrar
en su vida una mujer de verdad femenina,
no sabe lo que es una mujer.
José Ortega y Gasset
Leonora e Imelda tenían la sensación de estar vinculadas por algo extraño. Desde su primer encuentro las dos se trataron como si su relación fuese de muchos años. Una y otra se transmitieron más que una común simpatía. “Algo debe haber pasado —le había dicho Leonora poco antes de la fiesta en la Embajada—; te siento muy cerca, casi dentro de mi propio cuerpo. Te miro y me veo. Es muy rara la sensación. Evoco a la poetisa Safo para decirte que has prendido fuego a mi corazón, que se inflama de deseo”. Imelda sólo la escuchó pero con su mirada quiso mostrarle que ella sentía lo mismo. Después de este acercamiento sus encuentros se hicieron más frecuentes. Una y otra habían sido tentadas por sus propias energías.
Con el paso del tiempo la relación de las mujeres adquirió intensidad. Si a una no se le ocurría, la otra encontraba el pretexto para reunirse. En esas andaban cuando apareció en la vida de ambas Pedro del Campo. Y así, sin habérselo propuesto, el militar “de los ojos garzos” —como lo llamaron ambas— se metió en el cerebro de las dos mujeres, razón por la cual Pedro estuvo en casi todas sus conversaciones. Leonora le confió a Imelda sus reuniones furtivas con el Capitán. E Imelda somatizó el placer, la respiración y hasta el ansia amorosa de su amiga.
—Estoy en problemas —le dijo Leonora en una de las tardes lluviosas del verano de 1926—. Ha empezado a molestarme el militar que engañé para sustraer los documentos que, supongo, ahora ya son pruebas del complot contra tu gobierno. Sospecha de mí. Dice que está arrepentido por haber abandonado su deber, indolencia que tuvo un motivo: el amor o la pasión que le despierto. Siente que lo engañé y por eso me acosa. Llevo varias noches sin conciliar el sueño. No he dejado de pensar en lo que provocaría su complicado carácter, su disparejo e impredecible proceder.
Imelda escuchaba azorada. No había pasado por su mente el conflicto emocional de su amiga. La admiraba por su estilo para abordar y resolver los asuntos relativos al amor. Incluso llegó a envidiar tal desenfado ante los hombres, actitud que le hizo suponer que era una manipuladora sexual, una hembra siempre dispuesta a jugar con los sentimientos de sus amores, como la propia Leonora catalogaba a los varones que la cortejaban.
—Aparte de sus coerciones amorosas —continuó sin percibir el azoro de su amiga—, con frecuencia me amenaza. Dice que me prefiere muerta que ajena a su vida íntima… —Leonora perdió la compostura y quebrándosele la voz confesó—: Siento mucho miedo Imelda. Debo alejarme de él antes de que sea demasiado tarde.
— ¿Crees que se suicidará? —se le ocurrió preguntar a la cantante.
— ¡No mujer entiéndeme! —Protestó Leonora—: el hombre está mal de la cabeza, tan mal que en uno de sus arranques podría matarme. Tom —como ya te lo había confiado— es un ser irascible y violento. He podido controlarlo con sexo, nada más. Por si fuera poca la presión de su locura, cuando bebe, lo cual es frecuente, se exacerba su violencia y acude a mi departamento a reiterar sus amenazas. ¡Ya no lo soporto! Me tiene harta. Pero también le temo.
— ¡Uf! Vaya que estás metida en un lío. ¿Y qué piensas hacer? —preguntó Imelda preocupada por su amiga, tanto que adoptó su expresión de mal presentimiento.
—Nada y mucho porque tú serás quien me salve —respondió Leonora con una sonrisa fingida—: me ayudarás a quitarme a Pedro de encima —agregó con un tono de voz apagado.
—Lo haría con mucho gusto pero, según me platicas, Pedro parece estar enamorado de ti —respondió Imelda más por cortesía que por respeto al amor ajeno.
—No es amor, amiga. Para él sólo soy un objeto sexual, circunstancia que, perdona la sinceridad, disfruté hasta que se presentó el problema que te comento. Ya lo sabes: soy una mujer sin complejos sexuales.
Imelda había adivinado lo que escuchaba; sin embargo, cuantas veces pensó en ello hizo lo posible por convencerse de que su percepción se debía a los celos, tal vez, o quizá a la rivalidad femenina que suele enfrentar a las mujeres bellas.
—El caso es que para Del Campo sólo represento la conexión estratégica con la Embajada, nada más —añadió la norteamericana—. Lo que me preocupa es cómo reaccione Tom cuando se entere que lo engañé. Más aún si se da cuenta que obtuve los documentos secretos que reprodujo Pedro. Ése es el problema Imelda. Como verás estoy metida en un tremendo lío que debo eludir antes de que sus consecuencias acaben conmigo.
—Pues hazlo y punto —se atrevió a sugerir la soprano olvidándose de la revelación—. Aléjate de todo. Tómate unas vacaciones. En fin, haz cualquier cosa que te aísle del problema.
—No es tan fácil amiga.
—Lo será si asumes que tú eres la dueña de la situación.
—No. La del control eres tú —reviró Leonora—. Lo tendrás si lo deseas.
— ¿Yo? Exageras y me confundes —dijo Imelda azorada.
—En serio. La solución está en tus manos.
Al escuchar las últimas palabras acompañadas con un gesto pícaro, el pasmo robó a Imelda parte de la hermosura de su bello rostro. Le atrajo la idea de ayudarla pero para sentir en carne propia el goce que imaginó. Al mismo tiempo tuvo miedo porque podría convertirse en el objeto sexual de Pedro, situación que rechazó desde su ingreso a la vida de las sensaciones y los placeres de la carne. “Nunca me dejaré dominar por el sexo”, se prometió alguna vez.
—Me lo explicas —pidió la cantante con tono de ruego.
—Disculpa mi atrevimiento. Sé que te he confundido. Abuso de nuestra amistad porque intuyo que tú sientes lo mismo que yo. Además Pedro nos gusta a las dos, pero para mí su amor se ha convertido en algo de muy alto riesgo, exageradamente peligroso. Va de por medio mi vida o cuando menos mi físico. Esto porque en uno de sus arranques Tom es capaz de matarme o marcar mi cara para siempre. Sé de su crueldad. Como militar maneja la ausencia de compasión y se comporta como una máquina que funciona bien pero que piensa poco. Es un animal de instintos criminales. Todo eso y otras cosas todavía más complejas me mantienen en un estado de pánico.
—No lo aparenta —masculló asustada Imelda.
—Perdón, ¿qué dijiste?
—Que no aparenta la maldad que comentas —repitió la cantante—. Más bien parece un pastor luterano. Pero como ya me asustaste procuraré evitarlo. Quizás esté enfermo, ¿no? —preguntó arqueando las cejas.
—Pues sí, es obvio que algo anda mal en él. Alterna sus momentos de bondad con arranques de locura… Además es muy inseguro. Lo único que lo mantiene estable es la jerarquía militar a la que obedece.
Imelda entrecerró los ojos antes de decir lo que su amiga esperaba escuchar.
—Está bien Leonora. Suponiendo que te ayude, ¿qué tendría que hacer? —preguntó con un gesto facial que dejó ver las huellas de la incertidumbre.
—Liberarme de Pedro física y moralmente. Lo que él quiere, además del sexo, claro, es que yo lo mantenga informado de lo que hace y dice el Embajador. Soy su espía —soltó Leonora.
—Ya perdí —interrumpió Imelda—. No tengo nada que ofrecer además del sexo. Como verás es algo muy complicado para mí porque me respeto mucho. Tal vez soy una romántica que todavía piensa en casarse con un príncipe azul.
—Lo sé, amiga. Tu vida íntima seguirá igual, como tú quieras manejarla. Es algo que las mujeres dominamos. Pero por lo que representas Pedro estaría buscándote animado y puede ser que hasta llegue a enamorarse de ti.
—Eso alienta —dijo Imelda confundida y a la vez arrepentida por su desliz emocional. Quiso borrar sus palabras y preguntó mostrándose confiada, segura—: ¿Qué tendría que hacer, además de fingir?
—Si estás de acuerdo yo le diré que tú serás la persona que a mi nombre lo contacte y le entregue la información. Lo demás depende de ustedes —sentenció Leonora mirándola a los ojos como si escudriñara su mente—. A propósito Justiniano, el cocinero, ¿es tu amigo verdad?
Confundida por el último comentario, Imelda le restó importancia a lo de Justiniano y preguntó:
— ¿Me convertirás en una espía?
—No. La espía soy yo y tú no lo sabrás, ¿me explico?
—Digamos que sí. Pero hay un problema —dijo la soprano decidida a defenderse valiéndose de la estrategia que antes la había librado de circunstancias difíciles como la que estaba atravesando.
— ¿Cuál?
—Tú.
— ¿Yo? ¿Por qué yo? —cuestionó Leonora con la expresión de alerta que incluye la tensión de los músculos del cuerpo.
—Me atraes, me gustas y a veces te deseo.
La señora Sherman sintió que las palabras de su amiga la habían goleado entre el estómago y el vientre. Se quedó muda. No pudo articular ni un sí ni un no. Miró la profundidad de los ojos de Imelda. Creyó ahogarse en el fondo de ese mar azul profundo. Cuando pudo librarse de la presión advirtió en su cuerpo la misma sensación que le provocaba la cercanía de Pedro. Apretó las piernas. Se turbó aún más y con la voz quebrándosele dijo: —Estoy confundida. Si te parece hablaremos después de decidir qué hacer con Pedro.
Imelda comprendió que ése no había sido el momento apropiado para la broma que utilizaba con la intención de defenderse de algún tipo de acoso, táctica probada por ella con muy buenos resultados. Quiso explicar su inocentada pero no lo hizo porque cualquier aclaración podría convertirse en un golpe al ego de su amiga que vivía una terrible crisis existencial. Así que prefirió cambiar la conversación concentrándose en recuperar la mención a Justiniano.
—Respecto a tu pregunta sobre el cocinero filipino, mi respuesta es sí. Conozco a Justiniano desde que él y yo coincidimos en Italia. Allá vivimos, cada quien por su lado, claro. El idioma y el trabajo nos acercaron como amigos. Yo cantaba en el sitio donde Jus cocinaba los platillos que tanto agradaron a la gente de aquel lugar.
En ese momento Imelda sospechó del interés de su amiga y le preguntó abriendo más sus ya de por sí enormes ojos
— ¿Acaso Justiniano está contigo en esto?
La extranjera sonrió con malicia y reviró con tersura.
—Es mejor que olvides esa amistad.
— ¡No, no puedo olvidarla! —Replicó enfática Imelda—. Jus es un amigo muy cercano a mi corazón. Su lealtad me conmueve. Y bueno, ahora aprovecho para decirte que su homosexualidad es tan auténtica que me ayudó a entender esas libertades que liberan a la persona cuyo cuerpo suele convertirse en una prisión. Por ello aprovecho la oportunidad y te pido como amiga que protejas a Justiniano. Es un ser muy noble y frágil.
Leonora se mostró apesadumbrada por la respuesta de la soprano. Quería decirle lo que sabía y también lo que presentía; sin embargo, prefirió callar. Sonriente y amable acotó:
—Amiga: la vida nos ha unido pero los intereses nos separan. No volveré a tocar el tema, ¿estás de acuerdo?
—Sí. Está bien. Lo que hablamos y escuchamos pasa al rincón de nuestros recuerdos y ahí estará hasta que el mundo cambie.
Las dos mujeres asintieron con los ojos. Sonrientes se abrazaron antes de despedirse.
—Pronto nos volveremos a ver —dijo Leonora con voz entrecortada.
—Eso espero —respondió Imelda con un nudo en la garganta.
La daga emancipadora
Pedro extendió las copias de los documentos y su transcripción sobre la enorme mesa de juntas. La mayor parte de ellos pertenecía a la correspondencia privada entre el embajador Sheffield y el secretario de Estado Kellogg. Su lectura le produjo un sentimiento contradictorio: estaba indignado y a la vez quería gritar de entusiasmo. La molestia se debió al desprecio que por México sentían los gringos. Y el gusto lo produjo los antecedentes que leía, documentos que permitirían a Calles responder por dos vías: la diplomática y la militar. “Como dice el jefe Álvarez —pensó—, nos conviene más hacer una denuncia internacional que meternos en la guerra que perderíamos aunque, eso sí, con mucha dignidad”. Entre esas dubitaciones y sentimientos contradictorios rememoró el rostro de Imelda. Escuchó su voz y disfrutó con el recuerdo de su cadencia. La imaginó caminando alrededor del piano preparándose para cantar. “¡Qué mujer!”, dijo arrobado…
— ¡Pedro, trae los documentos! —lo requirió Álvarez a sabiendas que iba a sorprender a su subordinado.
—Aquí están jefe —alcanzó a responder asustado como si un chorro de agua fría le hubiese caído en la cara despertándolo del mejor de sus sueños.
—Te agarré descuidado ¿verdad? —Jugó Álvarez—. Así tendrás tu conciencia. Veamos pues la daga que habrá de partir en dos el corazón de los conspiradores. Muéstrame lo que tienes del embajador.
Al concluir la revisión de los escritos, Álvarez se dirigió hacia uno de los estantes donde acostumbraba colocar sus “papeles importantes”. Hurgó hasta que sus manos tomaron el expediente que buscaba. Lo sacudió y le dijo a Pedro:
—Toma Capitán. Lea esto y entérate de la historia que contiene. Aunque romántica, encierra datos que te orientarán y puede ser que hasta ablanden tu corazón. Me lo hizo llegar alguien interesado en los extranjeros que influyeron en el México del siglo pasado, los que para bien o para mal cambiaron la ruta de la historia.
Pedro tomó los papeles debidamente encuadernados sin darles mayor importancia, actitud sorprendió a Álvarez.
—No menosprecies su contenido —dijo el general en tono de reclamo— Algo me dice que algún día te será útil para entender la vida de México… y puede ser que hasta la tuya.
Del Campo observó una extraña y para él novedosa mueca en su jefe, expresión en la que percibió un dejo magia y de misterio. Golpeó los tacones de sus botas para despedirse del general. Y enseguida se retiró llevándose el documento con la curiosidad de leerlo y enterarse del contenido que —le había anticipado Álvarez— podría mostrarle algo histórico que él ignoraba. Apuró el paso rumbo a su despacho. Había decidido a conocer de inmediato lo que parecía un misterio. Antes de encerrarse instruyó al ujier para que durante media hora no se le interrumpiera. Aventó la puerta y se dispuso a leer el legajo de papeles escritos a mano.