El poder de la sotana (El eco de la campana María)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 20

El eco de la campana María

Detrás de la cruz está el diablo.

El Quijote

 

El cilicio ya había hecho estragos en las piernas de Monseñor. Algunas de sus heridas se infectaron pero ello no impidió que continuara con su auto flagelo. Parecía vivir atrapado entre las imágenes de las monjas cuya vestimenta fue insuficiente para encerrar sus olores y aromas. El recordarlas moviéndose con la natural armonía del cuerpo femenino, le indujo a pensar en la crisis que mató al padre Barcia, muerte que ocurrió después de que éste había presenciado cómo una mujer se desnudaba en plena misa mostrándole a él y a los feligreses lo “más abominable del mundo: el triángulo negro del sexo”.

Desde que leyó el reporte del sacerdote de la causa, el arzobispo quedó profundamente impresionado por la muerte de Barcia. “Nuestro hermano —decía el documento de marras— dejó la vida arrojando espuma por la boca y retorciéndose de dolor, conflictos que provocaron su ostensible locura”. Esa lectura fue la que provocó en José Mora y del Río la pesadez del mal presentimiento. Supuso que cuando la parca llegara por él, le sucedería lo mismo que al padre Barcia.

Los curas del arzobispado, sus colaboradores, que observaban preocupados el rostro del pastor, notaron su congoja y sufrimiento. Aunque hizo varios intentos valiéndose de la meditación y las oraciones, Mora nunca pudo despojarse del impacto psicológico que le produjo la cercanía de tantas mujeres. Parecía encontrarse en la última de sus etapas espirituales; sin embargo, gracias a la necesidad de cumplir con su misión evangelizadora, logró superar la enfermedad porque necesitaba resolver lo que él mismo había provocado, “inspirándose —se justificó— en la vida de Jesús de Nazaret”.

Ninguno de los sacerdotes pudo percibir que las congojas del arzobispo superaban al mal físico que durante cuarenta días lo mantuvo postrado en una de las habitaciones del convento. Pasaron por alto que su espíritu seguía atormentado por el recuerdo de las religiosas que lo ayudaron a sobrellevar las consecuencias de la enfermedad. Tampoco imaginaron el sufrimiento que le causó el haber estado cerca de las mujeres, contacto que exacerbó sus culpas y el sentimiento de pecador que acongoja a los hombres que se imponen el antinatural celibato.

Pasaron las semanas y el prelado siguió con las imágenes de las monjas fijas en su mente, rostros medio ocultos detrás de los velos y las cofias que en sus pesadillas veía caer hasta dejar desnudos los cuerpos que mostraban el “triángulo negro del pecado”. También le atormentaba el sonido de las voces del coro de oficios, igual que el recuerdo de los rosarios y el ruido de las cruces que chocaban con los cuellos almidonados. El haberse excitado por esas imágenes le hizo sentirse como el peor de los pecadores, desconsuelo que ni los cánticos religiosos lograban calmar.

Tal desvarío le indujo a creer que se encontraba en la Capilla Sixtina. La fiebre le provocó visiones que ya no pudo olvidar. Recordaba cómo los personajes pintados por Miguel Ángel se transformaron en las monjas que lo habían atendido. “Debe ser un mensaje de Dios”, decía en cuanto su cerebro replicaba aquel delirio. En cada repique, señal o toque de campanas invocaba el martirio de las dieciséis monjas carmelitas del monasterio de Compiègne, todas ellas decapitadas durante la revolución francesa. Incluso llegó a pensar en que la defensa del catolicismo debería ser el destino de las mujeres que se casan con el Señor, aunque por ello fuesen martirizadas. En sus frecuentes desvaríos se le apareció el San Bartolomé desollado cargando su piel, imagen que reprodujo en su mente la escultura del santo en la Catedral de Milán. Igual ocurrió con el fresco de la Capilla Sixtina, pintura que le indujo a conjeturar que el sacrificio no debe tener límites; que hay que morir y sufrir para que la fe perdure y se difunda como parte del espíritu de los hombres. Supuso asimismo que Dios le estaba enviando los signos sobre su destino.

Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, fue el único de los curas cercanos a Mora y del Río que entendió el origen de la desazón y sufrimiento del arzobispo:

“Por primera vez en su vida —pensó después de escucharlo hablar sobre el sacrificio y la fe de santos y beatas—, su Eminencia estuvo rodeado de mujeres, decenas de ellas, algunas tocándole piernas, espalda y los rincones de su cuerpo. Lo asearon y cambiaron de ropa. Pobre hermano: nunca imaginó que la debilidad de la carne derrotaría a la fuerza de sus convicciones exacerbadas por su fobia a las mujeres. ¿Será castigo o prueba del Señor? —dudó—. Lo que sea la experiencia con las hermanas le causó mucho daño”.

Alejandro C. Manjarrez