Capítulo 21
Visita a la madriguera
Mala cosa es tener un lobo cogido por las orejas,
pues no sabes cómo soltarlo ni cómo continuar aguantándolo.
Publio Terencio Afer
—Hagamos el intento Pedro —recomendó Álvarez a su subordinado después de plantear la posibilidad de un arreglo entre Iglesia y Estado—. Pídele a tu amigo Miguel Torres que gestione el día y la hora de tu entrevista con el arzobispo. Tendrás que platicar con él para que la Iglesia compruebe la buena voluntad del gobierno.
—Lo haré Jefe. Pero… ¿usted cree que el esfuerzo sirva de algo después de que hemos constatado que Monseñor no ve más allá de su nariz?
—Sé que la voluntad del Prelado obedece a la necedad oscurantista e incluso fanática. No obstante habremos puesto nuestro empeño y esto tranquiliza la conciencia. Pedro: tú sabes que están de por medio muchas vidas más, la sangre de inocentes y la herencia histórica que dejaremos a nuestras familias. Por ello habrá que agotar ese trámite aunque sepamos que nuestro esfuerzo será infructuoso.
Pedro del Campo entendió las instrucciones del jefe del Estado Mayor de Calles. Ambos coincidían en que el intento fallaría. De ahí su seguridad sobre la reunión que habría de verificarse el día en que Mora estuviera acompañado de su séquito.
—En este caso los testigos son muy importantes —dijo Álvarez.
—Sí, Jefe, pero practican el mutismo, costumbre contra la cual no podemos hacer nada —acotó Pedro.
—Sin embargo, de algo servirá tratar al enemigo en su casa, conversar con la fiera en su guarida, Capitán —reviró Álvarez.
Después del acuerdo con su jefe, Pedro buscó a Miguel para plantearle la posibilidad del encuentro y hablar sobre las dificultades que ello representaba. Coincidieron y se fijó día y hora para llevarlo a cabo y, de ser posible, ante la presencia de testigos.
Acto de fe
Los sacerdotes cercanos a José Mora y del Río llegaron a la sede de la Curia convocados por el secretario. El deán de la Catedral había dispuesto para la reunión el espacio menos agresivo, tal y como lo exigía la quebrantada salud del arzobispo. Sin embargo, la habitación escogida aún conservaba el olor causado por dos semanas de intensas lluvias, cielo nublado y la ausencia del gratificante calor de los rayos del sol. Ahí estaba la humedad atrapada en los gruesos muros de piedra y cal: las rosetas de caliche “adornaban” la parte baja de las paredes formando una cenefa que tenía similitud con el expresionismo de Vincent van Gogh, estilo plasmado en su “Noche estrellada”.
José María entró a la habitación cargando el peso de las consecuencias de su enfermedad. Su color cetrino y las enormes ojeras —apariencia que alarmó a varios de los sacerdotes que no lo habían visto en semanas— mostraban los efectos del mal que lo redujo a la condición de moribundo. Impresionado, uno de los curas dijo a su vecino de asiento en voz baja, casi sin mover los labios:
“Ya viste hermano cómo la luz tenue de las velas se refleja en la casulla dorada dándole un aspecto tétrico…” Un poco menos serio el interlocutor apostilló simulando pronunciar alguna oración: “Pobrecito. Ya se murió y todavía no se ha dado cuenta…” Cuando los sacerdotes iban a continuar con su conversación furtiva y traviesa, el “shhh” de Miguel los calló.
Los claroscuros del espacio daban al lugar una atmósfera mística que parecía surgida del pincel de Rembrandt: sombras que se movían conforme los brillos titilaban; contrastes negros y dorados; flamas de velas que temblaban con las leves ráfagas del viento provocado por las sotanas en movimiento. De repente, la tranquilidad de aquel seductor entorno religioso fue alterada por la voz pastosa y calma del arzobispo:
—Heme aquí, hermanos, en este viernes 13, recuperándome de los males que produjo la debilidad del cuerpo, el traje que Dios nos ha puesto para cubrir el alma inmortal. Os he convocado para deciros que en la oscuridad que viene junto con la enfermedad vi la luz de la fe, brillo que me iluminó para dar claridad a mi raciocinio. Después de estos venturosos destellos estoy convencido de que debemos combatir a los enemigos de la Iglesia. Hay que hacerlo ya. Dios es nuestra principal fuerza. Y si no hay alternativa, hermanos, usaremos las armas para defender la fe en Cristo. Que el Señor vierta sus bendiciones sobre nosotros. —El clérigo hizo una pausa para aspirar oxígeno preparándose a dramatizar sus siguientes palabras: —Padres, nos han obligado a cambiar las prácticas espirituales por las maniobras de guerra. El enemigo, nuestro enemigo es el musulmán Calles. Tenemos que acabar con él para que el Espíritu Santo esté contento con nosotros, con nuestra misión en la tierra…
Miguel escuchaba azorado las palabras del arzobispo. Pensó en Los Templarios, en la cruzada emprendida por Jacques de Molay para recuperar Jerusalén. Creyó encontrar un parecido con el arzobispo de México, pensamiento que le puso la piel de gallina y le hizo recapacitar en las consecuencias que traería la guerra religiosa propuesta por el prelado.
—Lo siento ajeno a la conversación padre Torres —dijo Mora y del Río a Miguel quien parecía ausente debido a sus disquisiciones íntimas—. No se altere hermano; los tiempos cambian y las experiencias inducen a mejorar lo que en el pasado falló. La Orden del Temple —agregó como si le hubiese leído la mente— existió en la época en que la información era limitada. Hoy contamos con emisarios en todo México; feligreses y sacerdotes dispuestos a dar su vida por nuestra religión; gente que sabe que el enemigo es el gobierno, nadie más. Se acabaron los tiempos en que la hostilidad no trascendía de nuestro ámbito. ¿Está de acuerdo Miguel?
—Sí, Su Eminencia, claro que sí —respondió sorprendido Torres de Santa Cruz y Asbaje. Entendía que debía mostrarse seguro y confiado para mantener en secreto su inconformidad y rechazo a la violencia propuesta por el Jefe de la Iglesia—. No hay enemigo que pueda alterar o destruir la palabra de Dios, nuestro Señor. Como a Usted le consta, padre, por ser uno de sus representantes en este mundo, la bondad y el perdón son sus mejores armas contra la falta de fe y el exceso de odio. —En las frases de Pedro predominaba el recuerdo de la muerte de Jacques de Molay, líder de los Templarios, el mismo que un viernes 13, poco antes de morir calcinado, lanzó la terrible maldición que meses después se cumplió en el Papa Clemente V y en Felipe el Hermoso.
— ¿Entonces estás en contra de que defendamos con las armas la fe en Cristo y en nuestra virgencita de Guadalupe? —retó el arzobispo.
—Yo sólo soy su humilde siervo, Padre —respondió Pedro aguantándose el deseo de disentir—. Poco importa mi oposición o mi aquiescencia cuando la sabiduría de Dios está de su parte, de nuestra parte, Señor Arzobispo. Nada más le pido que proteja usted a las ovejas del Señor; que no se pierdan en los valles donde acecha la incomprensión, la violencia, el odio, los rencores y el dolor.
— ¿Dolor? ¿Incomprensión? ¿Violencia…? De ello sólo quedan las experiencias del desollado San Bartolomé y de las decapitadas monjas del monasterio de Compiègne. ¡Ése sí que fue dolor, incomprensión y violencia, hermano...!
Pedro ya no dijo nada. Sólo cerró los ojos y repitió algo que parecía una oración. Pensaba en que los perros de Dios podrían aparecer en cualquier parte del territorio mexicano. “Monseñor quiere que nos convirtamos en los domine cannes que castiguen a herejes, conversos y agnósticos; en un ejército dispuesto a matar en el nombre del Señor”, masculló apesadumbrado.
Pedro del Campo y Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje se habían reunido para concertar el plan diseñado con la intención de que Mora y del Río prescindiera del proyecto que empezó a conocerse como Guerra Cristera. “Algo malo puede ocurrir cuando Mora se recupere del mal que lo aqueja”, había anticipado Miguel. El acuerdo consistía en que el sacerdote mantendría informado al militar porque, dijo, notaba con preocupación que el arzobispo parecía decidido a usar sus “malos entendidos con el gobierno para declarar la guerra al Estado Mexicano”. También se comprometió a hacer hasta lo imposible para evitar que se derramara “la sangre de inocentes que escuchan a sus párrocos como si éstos fueran los emisarios del dios guerrero que imaginan algunos curas”.
En el nombre de Dios
Del Campo tomó las alas del ángel forjado en hierro y dio tres golpes al medallón de metal que protegía la madera. De inmediato se abrió una pequeña puerta y apareció un joven sacerdote franciscano en cuyo rostro se reflejaban las amarguras del celibato o del obligado sexo sacerdotal. “¿Lo esperan”?, preguntó éste. “Sí, soy el capitán Pedro del Campo y traigo un mensaje del presidente Calles”, respondió escueto el militar. Con un gesto de sorpresa y admiración por el porte del visitante, el cura le indicó que lo siguiera. Pedro todavía no imaginaba que para la jerarquía católica su visita sería considerada como otra de las amenazas del gobierno. Visitante y ujier caminaron por el largo pasillo que conducía a la habitación donde estaban reunidos los hombres del arzobispo. Veinte metros antes de llegar se les atravesó otro sacerdote, el encargado de cuidar a Mora: “¿Quién es?”, preguntó casi en secreto a su compañero. “El capitán Pedro del Campo”, dijo el franciscano con voz apenas audible. Al escuchar el nombre, el ayudante del jerarca dijo impositivo y levantando la voz: “¡Espere aquí!” Dio media vuelta y corrió hacia donde se encontraban el arzobispo y sus compañeros. Preocupado por la posibilidad de que no se le permitiera acercarse al grupo, Pedro dudó: “¿Miguel habrá convencido al Arzobispo?”
— ¡Monseñor! —Interrumpió con estruendo el sacerdote que ingresó al salón con el rostro deformado por la preocupación—. ¡Está aquí el capitán Pedro del Campo! ¡Dice que es mensajero del presidente Calles!
Mora y del Río miró a Miguel y éste hizo un movimiento confirmándole lo que dos días antes le había comentado para que aceptara la visita del capitán Del Campo: —Viene en son de paz, su Eminencia —dijo Miguel.
El arzobispo entrecerró los ojos y con voz de resignación dijo: —Que pase el capitán Del Campo.
Pedro ingresó al recinto arzobispal custodiado por dos sacerdotes que parecían verdugos del Señor. Mora lo vio con una expresión que reflejaba desconfianza. Del Campo correspondió la actitud mirándolo como si fuese el general comandante del ejército enemigo, al cual tendría que combatir en el campo de batalla. Se hizo un pesado silencio hasta que Miguel Torres de Santa Cruz dijo a sus compañeros:
—Hay que dejar solos a su Eminencia y al visitante.
— ¡No, no, quédense todos! —Intervino el arzobispo con un gesto facial que lo mostraba entre amenazante y enfermo—. ¡En la casa de Dios no hay ni habrá secretos! Claro, excepto los de confesión. ¿Viene usted a confesarse Capitán? —dijo serio el prelado que por sus inflexiones de voz parecía bromear.
—No me hace falta Monseñor, porque no peco ni siquiera de modesto. Además estoy de acuerdo con Usted, señor Arzobispo —dijo el militar valiéndose del mejor de sus tonos amistosos—. Lo que vengo a solicitarle es algo que conoce la sociedad, que saben bien los feligreses inteligentes, que han escuchado y entendido las personas de buena voluntad y que debería avispar a su rebaño de dirigentes espirituales: el presidente Calles le pide a Usted, que es el representante del credo de Nicea, un hombre inteligente y sensible al clamor popular —ironizó—, que se conduzca de acuerdo con las leyes de este país, que son las leyes que rigen al pueblo, católico o no.
El arzobispo arqueó las cejas como si con ese movimiento fuera a fulminar al incómodo visitante. No esperaba la reacción asertiva del capitán. Aspiró profundo y respondió sin poder ocultar su molestia:
—La única ley que reconozco, Señor, es la de Dios. Sobre Él no hay nada inventado por los hombres que yo deba respetar en perjuicio de mi fe, menos aún si ese algo o ese alguien atenta contra la religión católica.
—Lo sabemos, Señor —ripostó Del Campo en un intento por corregir su abrupta introducción—; sin embargo, no está por demás que Usted sepa que soy portavoz de la preocupación del Presidente que, en su calidad de primer jefe del país, está obligado a hacer hasta lo imposible para que los ministros de cualquier culto, incluido el suyo, respeten la Constitución. Está inquieto por las actitudes de los obispos de Michoacán y Tabasco. Me refiero a Leopoldo Lara y Torres y a Pascual Díaz Barreto, los dos religiosos cuyo proceder los puso ya del lado de los enemigos del gobierno.
—Sé cómo piensa su jefe y la verdad no me interesa. Tanto Lara y Torres como Díaz Barreto cuentan con mi apoyo y todos los días rezo por ellos. Ya lo dije en mi carta pastoral y no lo voy a repetir. Pero como Usted ya está aquí en la Casa de Dios, aprovecho su presencia para pedirle sea usted portador del siguiente mensaje a Calles: los católicos de México y del mundo defenderemos nuestra religión, con la vida si es necesario. ¿Por qué? Porque el amor al Señor implica sacrificarse por Él; derramar la sangre para que nuestra fe sobreviva a sus enemigos.
Pedro se llevó las manos a la cabeza como si quisiera impedir que brotaran las maldiciones que se le ocurrieron. Cerró los ojos, guardó silencio y con la calma que le recomendaba la prudencia y le había aconsejado Miguel, reviró a su incómodo anfitrión:
—No hay de qué preocuparse, señor Arzobispo: el Estado respeta y protege a los mexicanos sean cuales fueren sus creencias o ideas políticas. Y aclaro con el énfasis y la seriedad que obliga éste que debe ser un recinto de amor a Dios: a pesar de estar en el limbo civil, Usted ha sido y seguirá siendo uno de esos ciudadanos que queremos proteger. Nuestro interés es que no haya víctimas a causa de la estupidez que propicia el fanatismo…
— ¿Debo tomar sus palabras como un insulto, Capitán? —interrumpió molesto José María.
—De ninguna manera, Señor; sólo quiero prevenirlo contra esa estupidez —enfatizó—, la actitud que tanto daña el prestigio de Dios, un ser o un espíritu o una esencia, diría Pascal, cuya tarea, lo sabemos bien, es proteger a sus hijos de las tonterías que fomentan ésos que diciéndose católicos se han propuesto asesinar a quienes no lo son o que no están de acuerdo con la estulta actitud de sus pastores.
El prelado palideció e hizo un movimiento como si fuera a caerse. Dos de los sacerdotes que estaban cerca quisieron ayudarlo suponiendo que se desvanecería, pero él lo impidió con una seña de su mano. Miguel se valió de los ojos para enviarle a Pedro el mensaje silencioso: “Ya basta, debes retirarte”. El militar lo entendió y antes de acatar la recomendación de su amigo dijo:
—De cualquier manera gracias por su atención, señor Arzobispo. Espero haber sido claro y que comprenda Usted la importancia que para todos tiene su misión evangelizadora y necesariamente amorosa.
Pedro hizo una reverencia a todos los presentes y se despidió diciéndoles:
—Dios los ilumine para que no caigan en la trampa que algún ser demoniaco les ha tendido. Dio la media vuelta para no ver las reacciones de sus obligados anfitriones. Antes de salir del salón se paró y sin voltear espetó: —Dios y ustedes son testigos de esta visita de buena voluntad. —Esta última frase fue rubricada con el portazo que produjo la fuerza física de Pedro.