Perdónalos Señor
Capítulo cinco
Un bullicio recorría los rincones de la Puebla de los Ángeles del siglo XVI. El ruido era tan intenso que todos los habitantes de la incipiente ciudad se enteraron de la fiesta organizada por un grupo de criollos cuya fama y dinero provenía de sus padres, soldados de Hernán Cortés.
La algarabía también llegó a los oídos de un escuálido ser marcado con las huellas que dejan las enfermedades que acaban con la vida, mal que le había afectado las facultades físicas, mismas que, sin embargo, parecía recuperar por una extraña fuerza interna. La sensación le hizo adquirir la confianza y seguridad perdidas entre los dolores y la desesperación. Y este nuevo vigor le animó a caminar hacia el encuentro del sarao.
Después de dos horas de esfuerzo físico, el extenuado hombre se encontró frente a la casa que albergaba a medio millar de invitados. Buscó apoyo en alguna de las columnas que sostenían el umbral de la puerta principal donde los haces de luz lunar caían para iluminar, multiplicar y transformar las sombras de la noche. El chorro de diminutos proyectiles de fotones lo alejaron del dolor físico animándolo a pedir la venia de alguien importante: deseaba unirse a la fiesta organizada con el pretexto de festejar a los triunfadores. Parecía, pues, que los destellos de aquella luz lunar funcionaban como tónico para su espíritu.
Sus ojos medio ocultos entre las cavidades del cráneo recorrieron los rostros de la gente que participaba en aquella mascarada. Sin poder explicarse el cómo y la causa conocía el motivo de la celebración. Y en su mente rondaba la orden que años antes alguien con jerarquía le había dado aunque no recordaba el lugar, la fecha y la razón: “Búscalos hasta que los encuentres o muere en el intento”, era la instrucción del subconsciente. Una vez recuperado el aliento caminó hacia los anfitriones confiando en que él también era un triunfador. Este sentimiento bastó para convencerlo de que por fin había encontrado a los hombres que durante años los había seguido impulsado por una fuerza extraña. Ahora sólo tenía que manifestarles sus coincidencias seguro de que lo comprenderían e incluso hasta podrían ayudarlo a emprender lo que él suponía el último viaje. “Como ellos, yo también soy un triunfador”, se dijo mientras sus inseguros pasos lo acercaban al grupo.
Alonso de Ávila fue el primero en descubrirlo. Le atrajo los efectos de la luz que lo envolvía. Curioso y sorprendido por aquella inesperada presencia, codeó a la mujer que le acompañaba. Ésta se quitó la máscara para atender mejor la indicación visual de Alonso. Cuando vio al hombre sobre el cual se cernía un aura plateada formada por las ondas luminosas tridimensionales, la sangre abandonó su rostro haciendo más visible el origen europeo que mostraba su tez y porte. Agitada por el susto, con voz temblorosa, preguntó a su acompañante:
–¿Y quién es ese hombre?
–No sé –respondió Alonso. Seguramente un loco enfermo escapado del hospital de Nuestra Señora de la Limpia Concepción o de alguna de las mazmorras de México. O tal vez se trate de otro de los parásitos expulsados de la metrópoli.
Convencido de su propia lógica, Alonso tomó del brazo a la mujer; la jaló con fuerza pero caballerosamente para conducirla hasta el lugar donde se encontraba el grupo de Gil González, encomendero y traficante de tierras. Irrumpió en la animada charla que éste tenía con Martín Cortés y su hermano también de nombre Gil, ambos acompañados de varias damas que embriagadas festejaban sus ocurrencias:
–¿Ya vieron a esa piltrafa humana? –dijo Alonso señalando al hombre. Mírenlo: les está sonriendo. ¿Alguien lo invitó?
Las risotadas despertaron la curiosidad de los asistentes a la fiesta: intrigados dirigieron la vista hacia el intruso; miraron impresionados su rostro cubierto de granos supurantes y costras amarillentas que mostraban al visitante como si fuese una de las víctimas de los últimos brotes de la epidemia de viruela y sarampión que cuatro años antes había causado miles de muertes en la Angelópolis. E igual que le ocurrió a la mujer de Alonso de Ávila, la presencia de aquel ser también produjo en los demás el frío interno que aparece con los fenómenos sobrenaturales. De Ávila hizo una vigorosa seña al visitante ordenándole acercarse al grupo. El hombre entendió y con paso inseguro se dirigió hacia ellos sin darse por enterado de la reacción de la gente que al verlo se apartaba de él cubriéndose la boca como si estuviesen siendo rechazados por una malévola energía. La música había cesado y en su lugar se escuchaba el intenso murmullo de los comentarios en voz baja.
–Igual que ustedes –dijo el invitado–, yo también soy un triunfador. Gracias por su hospitalidad.
–¿Y qué es lo que usted ha ganado –le preguntó irónico Martín Cortés, el hijo legítimo del conquistador.
–El derecho a encontrarme con mí amada...
–¿Acaso está en esta celebración?
–No. Su espíritu viene conmigo; sin embargo, estoy cierto que la veré hasta que yo abandone este mundo que espero y pido a Dios nuestro Señor sea muy pronto
–¡Ah!, ya entiendo –terció Alonso. Ella está muerta y usted a punto de morir...
–Así es, ilustre caballero. Como ustedes, yo también seré un triunfador pero cuando me reúna para siempre con la mujer que añoro.
La seguridad con la que se expresaba el andrajoso sorprendió a sus improvisados anfitriones. Su figura deteriorada por alguna enfermedad les causaba repulsión. No comprendían lo que acababan de escuchar; palabras e ideas sin relación aparente con la personalidad del hombre que se llamaba Juan Hidalgo. Gil González supuso que estaba loco y quiso aprovechar el momento para impresionar a Martín: le susurró al oído las palabras que un día antes había memorizado al escucharlas de un canónigo lector asiduo de la obra de Erasmo de Rotterdam: “No hay infortunio mayor que la locura, Martín, porque enloquecer no es otra cosa que sufrir el extravío de la razón”.
–Loco o cuerdo al tipo se lo está chupando la bruja –contestó festivo Martín. Lo admirable –agregó en un tono más serio– es que haya encontrado en el amor la resignación que ayuda a los ancianos a enfrentar su destino final. Y a propósito, habría que pedir al intruso que nos diga por qué supone que somos triunfadores.
–Con gusto, señor Martín –respondió el extraño visitante que atendía las conversaciones de su entorno. Así como sé que me llamo Juan Hidalgo también sé que no estoy loco y que usted ha sido propuesto para reinar en México. Es un rumor que se escucha por todos lados. Incluso se dice que hay conjurados dispuestos a formar un ejército para enfrentar a los soldados de la Corona. Y como hijo de Hernán Cortés tiene usted el legítimo derecho para gobernar la Nueva España, rodeándose de los criollos que ya lo llaman “su alteza”. Por eso, por sus antecedentes y prosapia, es y seguirá siendo un triunfador...
Las palabras de aquel hombre causaron sorpresa y desazón entre los descendientes de los españoles que habían conquistado y doblegado a la raza de bronce mediante presiones espirituales y el poder de la pólvora. Estaba visto que su secreto había dejado de serlo porque si el andrajoso sabía algo era debido a que los oidores y suplentes del virrey habían promovido el rumor para que éste llegara hasta España y la Corona les ofreciera su apoyo militar y político. Además de acabar con la insurrección, tenían la esperanza de que en alguno de ellos fuera nombrado virrey.
Cortés y Ávila dieron por hecho que el inesperado visitante era emisario de alguien con poder, preocupación que así como acabó con la mascarada también alteró el proyecto del grupo. Ninguno de los anfitriones creyó en las buenas intenciones de quien deseaba morir para poder encontrarse con su amada. Esto porque Alonso de Ávila percibió el peligro y la posibilidad de ser perseguido por los oidores que ambicionaban el poder. Pensaba en la vajilla de barro que había ordenado fabricar allá en Cuautitlán: “Las inscripciones y símbolos que la adornan y conmemoran el advenimiento del nuevo monarca –se repetía preocupado–, podrían servir de prueba para que mi cabeza adorne una de las esquinas del palacio del virrey”. Entendió que era necesario y urgente borrar esas y otras huellas que pudieran relacionarlo con la rebelión concebida poco después del fracaso de Diego de Córdoba en la corte española, a donde los hidalgos ricos lo enviaron para que en su nombre reclamara el derecho de los criollos y denunciara las ineptitudes de oidores y regidores llegados de España. Todo falló, incluida la estrategia destinada a corromper a los políticos más influyentes.
Así acabó la fiesta y el espacio de Puebla quedó en silencio.
La luna se ocultó detrás de la negrura.
La fría ventisca golpeó puertas y ventanas de la entonces joven ciudad.
Parecía que Tezcatlipoca, el dios de la negrura, llegaba acompañado con el viento del norte, decidido a imponer su desventura.
Meses después volvieron a reunirse los Ávila y los hijos de Cortés. Eran otras las condiciones y otro el escenario. Estaban cerca sí pero separados por el poder de la Corona. El habría de ser su verdugo, el nuevo oidor Muñoz Carrillo, se hizo acompañar por varios soldados para detenerlos. “Sean presos por su Majestad”, les dijo. Y los mandó a la mazmorra de la que salieron para, conforme a su sentencia, dejar el mundo de los vivos.
La aprehensión y sus posteriores consecuencias alborotó al pueblo que salió a las calles de la ciudad de México para enterarse de las últimas noticias que lindaban en el chisme. Unos esperaban ansiosos la ejecución de los insurrectos, en especial de los hermanos Ávila. Y otros confiaban en el Sagrado Corazón para que se produjera un milagro y los emancipadores salvaran el pellejo.
Transcurrieron los días y no ocurrió el milagro.
La fecha de la ejecución atrajo a los simpatizantes del movimiento. Cientos de ellos se acercaron en silencio a la plaza pública. El mutismo coincidente permitió que se escucharan los comentarios del verdugo que instruía en voz baja a los sentenciados por el delito de sedición. Pasaron diez minutos para que el acero afilado y la fuerza del ejecutor acabaran con la vida de Gil primero y más tarde con la de Alonso. En cada una de las ejecuciones se formó un coro multitudinario cuyas expresiones casi guturales hicieron las veces de preámbulo a los rezos de la gente piadosa. Al final del acto extremo que equipara al hombre con las bestias, de entre ese sordo musitar, surgió la voz apagada de Juan Hidalgo, que habló como si sus palabras fuesen dirigidas al Cristo del altar improvisado en la plaza pública:
“No hay infortunio mayor que la locura, Señor, y a ella es muy parecida la estulticia declarada, o, hablando con mayor exactitud, es la locura misma, porque enloquecer no es otra cosa que sufrir el extravío de la razón. No cabe duda mi Dios: todos ellos fueron unos tontos de capirote que se sintieron triunfadores igual que sus verdugos. Y heme aquí despidiendo a los ejecutados porque a partir de hoy pasan a formar parte de la nada y están a punto de sufrir la furia que se engendra en el infierno.”
El “perdónalos Señor” atemperó el incipiente remordimiento de Juan Hidalgo, que en algún momento se había sentido parte del primer movimiento independentista de la Nueva España.
–Vamos, Juan, que te espera mi señor –le ordenó el capitán enviado por el oidor Muñoz Carrillo–; este arroz ya se coció.
El andrajoso y el militar abandonaron el tumulto formado por centenas de curiosos –hombres, mujeres y niños–, todos unidos por el estupor que sentían al mirar separados el cuerpo y la cabeza de los triunfadores que murieron en el intento.