El poder de la sotana (La sombra de Poinsett)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 32

La sombra de Poinsett

 

Una vida grande nace del encuentro de

un gran carácter y una gran casualidad.

André Maurois

 

         Leonora vivía añorando la ciudad de México y sus siempre vivificantes ofertas de amor. Estaba metida de lleno en la investigación histórica. Poinsett se había convertido en uno de sus objetivos. Encontró antecedentes de él en los archivos de su embajada en Buenos Aires. Era un trabajo que la distraía y le ayudaba a paliar la tristeza montada sobre sus hombros como si fuese un pesado fardo, sensación que apareció horas después de haberse alejado de sus dos amores: Pedro del Campo e Imelda Santiesteban.

         Del primero rememoraba la pasión que le despertó en cada uno de sus encuentros sexuales. Acordarse de él alteraba su libido e incluso le hacía sentirse rara e intensa. Si esos recurrentes momentos de soledad se prolongaban, su mente revivía el placer que le hizo perder la noción del tiempo. Entonces toda ella se humedecía y su vagina se dilataba provocándole el tipo de insomnio que sólo cede con los orgasmos.

         De Imelda tenía grabado su rostro y su voz, imágenes y sonidos que le avivaban otro tipo de emociones: el hueco de la añoranza clavándosele en el estómago, percepción acompañada con el suspiro que antecede al estremecimiento y la frustración de no haber sentido en la piel el cuerpo desnudo y la caricia de los labios de su amiga.

          Estar ligada a esos pensamientos la deprimía. No le interesaban los hombres que se le acercaron atraídos por su belleza física. Los veía falsos, petulantes e insulsos. Así que tomó la decisión de librarse del efecto de las evocaciones que la entristecían e incluso la molestaban. ¿Pero cómo hacerlo?, se preguntó una y otra vez hasta que un día encontró la respuesta en la vida del personaje en el cual, sin haberlo imaginado, confluían sus dos pasiones: el espionaje relacionado con el sexo y los amores físico y platónico, éste último bordeando la frontera del placer que le produjo el primero.

            Lo que pudo haber sido ocio improductivo, Leonora lo transformó en un provechoso y alentador trabajo intelectual, actividad que le permitió descubrir a Joel Roberts Poinsett, diplomático, político, médico  cirujano. Supo que Joel había estado en Canadá y después en Rusia, país donde conoció al zar Alejandro i; que de ahí se trasladó a París, ciudad de la que salió en 1809. También se enteró de que al año de haber regresado a Estados Unidos, el presidente Madison lo envió como agente especial a América del Sur, con la misión de investigar los avances de las revoluciones en Buenos Aires, Perú y Chile. Le entusiasmó el hecho de que en este último lugar Poinsett hubiera instado a los ciudadanos a declarase independientes, éxito que le ganó el repudio de las autoridades y por ende su inmediata expulsión.

            Las aventuras del personaje le ayudaron a salir del hoyo negro de la depresión. Fue tanto su interés por el “gringo”, que decidió hacer suyos los triunfos diplomáticos y políticos de Poinsett. Disfrutó sus éxitos y sufrió sus fracasos. Se involucró con su trabajo como diputado a la legislatura de Carolina y al Congreso Federal. Redujo el siglo de distancia a su ayer. Exacerbó las cualidades y minimizó los defectos del para ella paradigmático amigo histórico. Somatizó la bien ganada fama de hombre recto, eficaz y eficiente. Se sintió orgullosa de que hubiera sido designado “agente especial” (espía) de Estados Unidos, para obtener datos sobre la orientación política del imperio de Iturbide. De ahí que cuando platicaba su vida pusiera tanto énfasis en el hecho de que, parte del trabajo del estadunidense, trabajara apoyándose en la influencia del general Santa Anna, el hombre que ocupó once veces la Presidencia de México. “La eficacia de Poinsett —discurrió Leonora—, le ganó el nombramiento como primer embajador del México independiente. Con esa calidad se le hizo fácil dividir a los masones. Sólo tuvo que promover el rito yorquino contraponiéndolo al escocés, entonces eje de la política mexicana”.

            Leonora contagió con su entusiasmo de investigadora a quienes por casualidad o intereses personales e históricos fueron sus interlocutores.

            Entre los papeles que contenían declaraciones y correspondencia personal y oficial, la estadunidense encontró datos que establecían lo que consideró el mejor de sus descubrimientos: algunas referencias a Imelda Aguayo. Al profundizar en esa etapa se percató de que la mujer mencionada por Poinsett podía haber sido tatarabuela de Imelda Santiesteban. El parentesco se confirmó gracias a las referencias que hizo Joel en sus manuscritos, parte del archivo recuperado por alguno de los diplomáticos estadunidenses. Éstos, igual que Leonora, admiraron el patriotismo de su paisano y gozaron las historias-leyendas tejidas en torno al trabajo de quien pudo haber sido el primer espía oficial del Tío Sam. Los documentos referían lo que para Leonora fue un grato descubrimiento puesto que nunca pensó encontrar el nombre Imelda relacionado con la vida íntima de Poinsett. Sucedió cuando leyó:

 

Imelda fue como un fantasma, como una alucinación que sigo viendo en los días lluviosos. Sólo mi amigo Santa Anna trató de atemperar los terribles efectos de mi dolor… Me sentí derrotado por el destino cuando supe que huyó a Inglaterra. Pero su recuerdo trascenderá a nuestro tiempo porque tengo la sensación de que parte de mi vida quedó en su esencia. Espero y pido al Gran Arquitecto del Universo, que me permita verla otra vez aunque se trate de una fantasía propia de los momentos en que el hombre se ubica en el umbral de la muerte al vivir el último de sus alientos.

 

         Entre el legajo de originales Leonora encontró un amarillento sobre rotulado con la palabra Gossip. Dentro estaba un anónimo que revelaba la supuesta relación entre Imelda y Santa Anna: “Ella existe y el General la usó para trastornarlo a usted. Bien conoce Santa Anna el deseo que despierta en su señoría las mujeres dotadas por la naturaleza para, al mismo tiempo, ser bellas, seductoras y misteriosas”.

        Toda esa información motivó a la auto-exiliada a tomar la decisión de regresar a la ciudad de México. Sólo esperaba que el tiempo borrara las huellas que dejó Thomas. Ese deseo la obligó a escribir varias cartas a sus “dos pasiones”; sin embargo, nunca se atrevió a depositarlas en el correo. Temía que alguien ajeno pudiera leerlas y encontrar el vínculo o la prueba que descubriera su participación en el espionaje que desenmascaró al embajador y cómplices.

         Volver a México seguía siendo uno de sus propósitos, el más intenso. Escribió en su diario que cuidaba como si se tratase de la revelación sobre el lugar donde se encontraba la piedra filosofal: “Espero que el tiempo no cambie mis expectativas; que respete la frescura y el vigor de mis amigos; que no altere el destino que parece haberme marcado como una mujer que necesita cerrar cada ciclo de su vida. Mi hija tiene que conocer a su padre. Y Pedro debe saber que nuestro amor dejó un hermoso fruto”.

         La añoranza de la mujer se hizo más profunda el día en que conoció a Alfonso Reyes, embajador de México en Argentina. Sin haber sido su amiga, tuvo oportunidad de escuchar sus disertaciones. E igual que el literato y diplomático mexicano, ella también sintió que Buenos Aires era la escuela del sufrimiento combinado con la paciencia, tristeza, aburrimiento y penurias de todo tipo. Estaba cerca del embajador porque no se perdía los artículos publicados por él en varias de las revistas argentinas e incluso en el periódico La Nación. En alguna de las tertulias literarias escuchó al “inteligente y prometedor” joven llamado Jorge Luis Borges, ponderar la sensibilidad, capacidad, cultura e inteligencia de “su maestro mexicano”.

        (Tres décadas después escribiría Borges: “… la memoria de Alfonso Reyes… era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado y leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo”)

         Además de todas esas referencias que incluyeron los elogios al libro Visión de Anáhuac, Leonora leyó los ensayos de Reyes, lo cual le indujo a arrepentirse aún más por haber huido de México, de sus paisajes y de sus amores. “Tengo que regresar a la Ciudad de los Palacios”, decía cada mañana al percibir los primeros rayos del sol y contemplar el rostro de su pequeña hija.

Alejandro C. Manjarrez