Neuralink: el precio oculto de jugar con la mente humana II

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Piénselo. Antes de que sea demasiado tarde...

En un rincón brillante del futuro, Elon Musk promete lo impensable: conectar el cerebro humano a una computadora, restaurar funciones perdidas, curar enfermedades degenerativas, ampliar la memoria, fusionar biología y máquina. Neuralink se presenta como una revolución médica, una llave maestra hacia la superación de nuestras limitaciones. Pero toda revolución tiene un precio, y la pregunta incómoda es: ¿quién lo pagará?

¿Quién será el primer ser humano en ofrecer su mente como campo de experimentación? ¿Quién cederá su cerebro —su identidad, su memoria, su historia— al bisturí de la innovación? No será, por supuesto, un millonario de Silicon Valley ni un directivo de Neuralink. Será alguien vulnerable: un enfermo de Alzheimer, un tetrapléjico desesperado, un alma rota en busca de esperanza o, quizás, alguien que simplemente no puede rechazar la promesa del dinero fácil a cambio de su cuerpo.

Nos venden la narrativa heroica del pionero: ese ser valiente que arriesga todo por el bien de la humanidad. Pero la historia, si se mira sin romanticismos, está repleta de mártires involuntarios, de conejillos de indias convencidos de que firmaban un pasaje a la salvación, no a la tragedia.

El cerebro no es una máquina averiada que pueda repararse con un chip. Es un ecosistema delicadísimo, donde pensamientos, emociones y recuerdos se entrelazan de forma irrepetible. ¿Qué pasa si el experimento falla? ¿Qué ocurre si el primer voluntario despierta con lagunas de memoria, cambios de personalidad, pensamientos intrusivos o delirios que nadie puede corregir? ¿Se le ofrecerán disculpas? ¿Una indemnización? ¿Un olvido cómodo en la nota al pie de un informe técnico?

La ética en este campo no puede ser una nota de prensa ni un contrato firmado bajo presión. No basta con que el voluntario acepte los riesgos. Hay riesgos que no se comprenden hasta que se viven. ¿Cómo explicar que una persona puede aceptar cambiar su vida para siempre sin saber realmente qué vida le espera después?

Y aun si todo sale bien, si el dispositivo de Neuralink ofrece movilidad a quien la perdió o restaura recuerdos borrados por el Alzheimer, surgirán dilemas aún más profundos: ¿Qué pasará con la privacidad mental? ¿Quién garantizará que los datos de pensamientos, impulsos, recuerdos y emociones no serán utilizados, vendidos o manipulados? ¿Acaso creemos que la codicia humana se detendrá en el umbral del cráneo?

La desesperación de los enfermos, la ambición de las corporaciones y el culto ciego a la tecnología forman una mezcla explosiva. Y en medio de ese cóctel, la dignidad humana corre el riesgo de ser una víctima más, invisible y descartable.

Algunos defenderán el avance diciendo que alguien tiene que ser primero, que todo progreso exige sacrificios. Es cierto. Pero también es cierto que hay formas de avanzar y formas de atropellar. El primer paso hacia un futuro verdaderamente humano no es la prisa por instalar cables en cerebros ajenos, sino el respeto absoluto a quienes, en su vulnerabilidad, son convertidos en “candidatos ideales” para experimentar.

La ciencia y la medicina deben soñar, claro. Pero los sueños que olvidan la fragilidad humana terminan convertidos en pesadillas.

No se trata de rechazar el avance tecnológico. Se trata de preguntarnos: ¿quién corre los riesgos y quién se lleva las ganancias? ¿Quién enfrenta un futuro incierto, quizá peor, y quién se embolsa las acciones que cotizan en bolsa?

Neuralink plantea posibilidades fascinantes, sí. Pero también expone una vez más esa vieja tentación humana de ver en los más vulnerables no personas, sino plataformas de prueba. Y en ese espejo incómodo, más nos vale mirarnos antes de aplaudir cualquier nuevo hito tecnológico.

Porque el futuro no solo depende de lo que podamos hacer. Depende, sobre todo, de lo que estemos dispuestos a permitir.

Piénselo. Antes de que sea demasiado tarde.

Miguel C. Manjarrez