A San Antonio no tienes qué buscarlo —sentencia—. Él te encuentra. Y a ti ya te encontró.
La Toscana vertía sobre mis ojos su verdor decorado con la lluvia de millones de partículas del polen primaveral. De un lado, a lo lejos del autobús en que viajaba, se veían los viñedos cuyos trazos perfectos formaban un concierto de surcos en movimiento. Y del otro iban mostrándose los vestigios etruscos que sirvieron de marco a Siena, la ciudad construida sobre tres colinas como si sus arquitectos hubiesen querido ponerla más cerca del cielo.
Ahí, en esa parte de la Toscana, observé la piedra convertida en historia y la historia transformada en esperanza. Imaginé la algarabía de los romanos cuyo botín de guerra incluía a las bellas mujeres, acción que Giambologna eternizó en el Rapto de la Sabina, la triada humana que el escultor logró sacar del frío bloque de mármol para, como lo hacía Miguel Ángel, trasformar la piedra en una de las más impresionantes esculturas dinámicas.
Aquella visión corrió acompañada con la tradición que enlaza lo vetusto con la modernidad; que une a las expresiones espirituales con lo eterno y lo efímero; que fusiona el pensamiento mágico con el raciocinio.
En el asiento de atrás iba un joven matrimonio peruano que leía con avidez algunos versículos de la Biblia. La mujer comentaba un pasaje y su esposo abordaba el siguiente. Así, entre una y otra intervención, la pareja reflexionaba sobre los mensajes que acababan de leer en voz baja, pero no tanto porque pudo escucharlos el pasajero cercano, o sea el que esto rememora.
Antes, en el trayecto de Roma a Florencia y de Florencia a Venecia, los había escuchado musitar. Su léxico me hizo suponer que profesaban alguna religión cristiana, como la evangélica, la mormona o la de Testigos de Jehová.
En la parada técnica que siguió a nuestro paso por Siena, tuve oportunidad de compartir con ellos la mesa del restaurante. No pude resistir el deseo de abordar el tema y les dije en lo que fue mi primer intento de romper la barrera que separa a los desconocidos:
—Los he escuchado leer la Biblia… ¿Son cristianos? —pregunté con el ánimo de iniciar la conversación.
—No en el sentido luterano. Somos católicos lectores de la Biblia —respondió la mujer con cierta cortesía—. ¿Tú eres católico? —Reviró la pregunta con un tono que recordaba los interrogatorios de la Inquisición…
—Provengo de una familia católica. Pero no profeso ninguna religión —respondí con cierta cautela.
— ¿Eres o no eres? —inquirió el cónyuge con el mismo estilo adoptado por su esposa.
Iba a responder cuando se acercó otro de los compañeros de viaje (por cierto un mexicano defeño, de esos que al minuto de cruzar la frontera del país cantan: “Que lejos estoy del suelo…”). Dijo que le gustaba más la comida mexicana que la italiana. La abrupta, imprudente, absurda e incómoda interrupción me hizo meditar en el Medioevo cuyos vestigios acabábamos de visitar. Se retiró el imprudente y procedí a contestar la pregunta con otra pregunta, tal y como la hacen los psicoanalistas:
— ¿Acaso son buenos católicos los curas pederastas? —dije usando el mejor de mis tonos de reclamo. Sin dar oportunidad a la réplica agregué: —Yo no soy católico pero respeto a quienes profesan cualquier religión. Es lo mejor para que te respeten ¿o no?
En ese momento llegó a la mesa la guía, una señora española muy directa y poco amable:
— ¡Ya nos vamos, vale! ¡Cuídense de los ladrones de carteras! Son los gitanos que están allá afuera —alertó señalándolos con la misma mirada que cinco siglos antes pudo haber usado el conquistador para mirar a los indígenas de México.
Una vez en el camión volvió a repetirse la lectura de mis ya amigos. De repente ella la interrumpió para decirme mientras me ofrecía la Biblia abierta: —Lee esta parte, por favor. Verás qué profundo y hermoso es el mensaje. ¿No te incomoda? —me interrogó con un dejo de comprensión.
—Claro que no —respondí ya con el libro en mano dispuesto a leer, en silencio claro.
Debo confesar que ya no me acuerdo qué leí aunque en eso momento se me hizo familiar. Devolví el libro y el cansancio dominó el cuerpo de todos los turistas que viajábamos en el autobús. Se hizo el silencio pues.
Al otro día nos dirigimos a Padua y se repitió el arrullo provocado por las voces del matrimonio suizo-peruano. Era una de las escalas turístico-religiosas. En el trayecto, mis amigos demostraron ser buenos lectores de la Biblia. Interrumpían su diálogo para hacer o escuchar acotaciones de tipo cultural: que la ubicación geográfica de las ciudades enclavadas en la Toscana; que el dominio de los Medici; que la primera guerra bacteriológica consistente en usar catapultas para aventar dentro de la ciudad amurallada cadáveres de animales en estado de putrefacción (Siena sufrió una peste por ello y, en consecuencia, la derrota y entrega de la ciudad); que la cultura enológica; en fin, que todos los caminos llevan a Roma.
Cuando llegamos a Padua, la ciudad nos recibió con una lluvia de polen. Una de esas pequeñas partículas se introdujo en mi garganta ocasionándome el molesto ataque de tos, reflejo que llamó la atención del resto del grupo. Parecía el prolegómeno de un mal mayor. Sin embargo, por ventura cesó el reflejo en el momento de ingresar a la Iglesia donde se exhiben los restos de San Antonio de Padua, entre ellos sus cuerdas vocales incorruptas.
La fila era larga y, de acuerdo con las instrucciones de los guías, nuestro grupo hizo el recorrido de manera pausada. Admiramos el arte religioso. Y también vimos los restos del santo. Después el sacerdote guía nos ofreció un folleto sobre la vida de San Antonio. “Están escritos en diferentes idiomas. Ustedes pueden escoger el suyo y si así lo desean dejar su óvolo…” “La cantidad no importa”, anticipó otro de los curas, el que parecía encargado de la recaudación diaria.
Me dirigí hacia la mesa donde estaban folletos e imágenes pensando en que, de vivir, mi madre hubiera sido feliz al estar en ese lugar. Hice lo que recomendó el custodio de la iglesia. De repente me encontré ante un sacerdote con una barba abundante pero bien recortada. Por el instinto adquirido durante la infancia extendí el folleto y junto con él la estampa con la imagen de San Antonio de Padua. El cura roció mi cara y parte de mi cuerpo con “agua bendita”. (¡No hubo chirridos!). Según mi cálculo pasó un minuto, empero, cuando me di vuelta para reincorporarme a la fila del centenar de personas que iban atrás, éstas ya no estaban. Los busqué preocupado y vi a lo lejos a mis amigos lectores de la Biblia esperándome en el umbral de la puerta que conduce al convento. Apuré el paso para alcanzarlos e integrarme al tour. Minutos después partimos rumbo a Venecia.
Ya en el camión sentí la mirada penetrante de los vecinos de asiento, es decir, del matrimonio suizo-peruano.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó ella.
—Muy bien —le respondí—. ¿Por qué?
– ¿Te diste cuenta de lo que pasó allá en Padua? —indagó.
—No. ¿A qué te refieres?
—A San Antonio no tienes qué buscarlo —sentenció—. Él te encuentra. Y a ti ya te encontró.
Sus palabras llenas de la energía que provee la fe me enchinaron la piel. Me llevé la mano a la bolsa de mi camisa donde había guardado la imagen del santo. Quise comprobar si aún estaba donde lo había puesto, cerca del corazón.
Al mes de aquel recorrido llegué a México con el entusiasmo del viajero que descubre parte del mundo. Atosigué a mis amigos y familiares platicándoles las experiencias del viaje, incluida la mágica, la de Padua. Me descontrolaron las expresiones faciales porque no sabía si eran de sorpresa o de incredulidad o de burla. Fue entonces cuando decidí guardar para mis allegados el encuentro fortuito con el recuerdo de un hombre que tuvo el don de convencer a quienes escucharon su voz, sus conceptos, sus mensajes. Cuentan que Antonio rompió su regla de no hablar debido a que el superior tenía la garganta cerrada. “Hermano —le dijo el superior con su voz apenas audible—, tendrás que encargarte del sermón a los nuevos sacerdotes”. El hoy santo no pudo negarse y tuvo que olvidar su voto de silencio.
Según la historia, a partir de ese día ocurrieron cosas extrañas en la vida de Padua y poblaciones cercanas, como Rímini. Los milagros se sucedieron uno tras otro. El religioso antes silente y discreto en exceso, se convirtió en la esperanza de quienes sufrían del cuerpo y del corazón. Su fama creció gracias a su impresionante poder de persuasión.
Herencia genética
La estampa que había guardado en la bolsa de mi camisa fue debidamente enmarcada. Después la puse en un mueble frente al escritorio de mi oficina. Siempre la miraba hasta que cierto día, por un extraño impulso, la tomé para llevármela a mi casa, un espacio sin imágenes religiosas pero lleno de amor familiar.
El pequeño cuadro con la figura de San Antonio de Padua, es ahora algo parecido a un altar laico ubicado en uno de los rincones del hogar cuyos miembros siguen siendo libres pensadores, agnósticos pero a la vez convencidos de la energía espiritual que conduce a los hombres, voluntad que suele ser el pie de cría de las religiones actuales.
Han pasado varios años y sigo llevándome la mano al corazón con el deseo de comprobar lo que aquella vez me dijo mi vecina de viaje: “A San Antonio no tienes qué buscarlo. Él te encuentra. Y a ti ya te encontró”.
Puede ser que se haya dado esa venturosa coincidencia si parto de que a los pocos meses emprendí una llamémosle obra literaria donde la religión es el hilo conductor de la trama: El poder de la sotana y El laberinto del poder, son dos libros (novelas con cierta carga histórica) que muestran cómo el clero político influye y ha alterado la vida pública de México.
Lo que me queda claro es que después de conocer la vida ejemplar y la vocación religiosa de San Antonio de Padua, se exacerbó en mí la necesidad de criticar a los curas pederastas y de paso a los jerarcas de la Iglesia católica que los protegen y encubren. Trataba de explicarme el por qué de esos “renglones torcidos de Dios”. Paré la oreja con la intención de escuchar la palabra de los sacerdotes que conozco o que me encontré por ahí en actos sociales (bodas, bautizos, confirmaciones, primeras comuniones, etcétera). Busqué en esas voces algunos de los tonos profundos que influyeron para la santidad de Antonio, modulaciones que —relatan los historiadores religiosos— movían la fuerza interna de quienes lo escuchaban. No los había descubierto. Tampoco sentido alguna energía extraordinaria. Sin embargo, seguía en mi mente el recuerdo de aquel encuentro acompañado con la energía de Padua, experiencia que me indujo a estar dispuesto y perceptivo para descubrir algún hecho confirmatorio de mi presencia en el Cosmos; algo que me diera la certidumbre de ser receptor de la energía generada por los cientos de miles de millones de neuronas dispersas en los miles de millones de los seres vivos que habitan la Tierra.