El poder para convencer

Alejandro C Manjarrez
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Mire usted, amigo: los únicos seguros que yo conozco, son los que tenían las pistolas y los rifles que usé en la Revolución. Así que tome nota para que sus lectores se enteren de que hoy mismo, en cuanto su servidor reciba la Aseguradora, empezaré a matar a garrotazos —con los palos de la ley claro— a las ratas y ratones que ahí están medrando y robándose el dinero del pueblo. Es la orden que recibí del presidente Echeverría...

Honestidad: la mejor de todas las artes perdidas

Mark Twain

La música del poder llegó a los oídos de Nacho y Paquita: Luis Echeverría quería que el constituyente se integrara a su gobierno:

—Necesito que me ayude a moralizar el poder —dijo Echeverría por el teléfono al entonces presidente de la Asociación de Diputados Constituyentes—. Si acepta mi propuesta, envío por usted, conversamos y nos ponemos de acuerdo para que tome la protesta como director de Aseguradora Hidalgo. Póngale fecha por favor…

¿Ignacio Ramos Praslow, miembro del gabinete presidencial ampliado?, se preguntaron los testigos de su intensa lucha contra la corrupción e incluso contra el gobierno, actividad que lo llevó a la cárcel acusado de “disolución social”, delito, espacio y honor que compartió con David Alfaro Siqueiros, entre otros presos víctimas de la misma acción legaloide y represiva.

Unos, los que habían leído el borrador de su libro ¡Basta!, sabían que Echeverría, entonces secretario de Gobernación, le entregó a Gustavo Díaz Ordaz copia de aquel escrito.

Otros, sus más cercanos (amigos también de su esposa Francisca) no daban crédito a la noticia, pues conocían el contenido de la carta que el presidente Díaz Ordaz envió a Ramos Praslow, misiva en la cual don Gustavo le pidió aplazar la publicación del libro debido a que, escribió el mandatario, no era ése el momento oportuno para publicarlo.

“En cuanto Nacho llegue se armará el desmadre” —pronosticó el general Roberto Cruz, su amigo y confidente: sabía que la carta de Díaz Ordaz serviría de prólogo al libro de marras. Roberto, el hijo del general Cruz, me dijo que su padre y él estaban seguros de que el viejo zorro provocaría un conflicto político una vez que ingresara a la entraña del monstruo llamado gobierno.

Cuando concluyó el protocolo de toma de protesta, algún reportero preguntó irónico a Ramos Praslow, nuevo director de Aseguradora Hidalgo:

— ¡Licenciado, licenciado…! ¿Tiene usted experiencia en seguros?

Mostrando su traviesa y acostumbrada expresión sonriente, burlona, el viejo le reviró en un tono picaresco y festivo:

—Mire usted, amigo: los únicos seguros que yo conozco, son los que tenían las pistolas y los rifles que usé en la Revolución. Así que tome nota para que sus lectores se enteren de que hoy mismo, en cuanto su servidor reciba la Aseguradora, empezaré a matar a garrotazos —con los palos de la ley claro— a las ratas y ratones que ahí están medrando y robándose el dinero del pueblo. Es la orden que recibí del presidente Echeverría.

Y en efecto, tal como lo adelantó a la prensa, cuando Ramos Praslow entró a su oficina convirtió su metáfora en realidad e instruyó a sus colaboradores, uno de ellos el gerente general, también nombrado por Echeverría: “Auditen, denuncien y metan a la cárcel a quienes hayan delinquido, no importa que sea hermano del Presidente o cuñado de Arzobispo de México. Contra la ley no hay influencia que debamos acatar o tolerar”.

Llegamos a la Aseguradora y desaparecieron los registros contables. Las computadoras estaban vacías, sin huellas de las millonarias transas u operaciones financieras. Fue necesario crear un equipo especial para reordenar cientos de miles de expedientes a partir de su captura y registro contable.

Los anteriores directivos (“las ratas”) pusieron en práctica su estrategia de retiro diseñada para ganar el tiempo que requería el estatuto de prescripción.

Semanas después del intenso trabajo administrativo que incluyó las auditorías contables y administrativas, Ramos Praslow me dijo en un tono de preocupación:

—Compañero Manjarrez, como nos impusieron de gerente al licenciado Rentería, usted va a hacerse cargo de cuidarme para que no me hagan trampa. No me inspira confianza ese caballero. Creo que él y su gente están dispuestos a engañarme. Así que le doy instrucciones para que sea usted quien revise y me pase a firma toda la correspondencia. Ah, y no se me amilane; tenga presente que para hacer torrejas se necesita harina y huevos, muchos huevos. Así que a lidiar con esas chuchas cuereras. ¡Cuídese! ¡Que no lo convenzan!

Inicié mi periplo por los laberintos burocráticos observando cómo don Ignacio desconfiaba de los funcionarios que le nombraron. Lo hice tratando de adivinar qué podrían inventar algunos de ellos antes para que el director cayera en las trampas que todos los días preparaban. Un viejo de 85 años y un joven veinteañero parecían presas fáciles; la sabiduría de la vejez y el ímpetu de la juventud unidas para combatir a la hidra de la tradicional corrupción burocrática en manos de la nueva generación de profesionales.

Un día de tantos Rentería me dijo sin poder ocultar su molestia:

—Sé que el director te ha firmado varios oficios asignando cuentas a los agentes. Me dicen que lo estás sorprendiendo —soltó.

Con la confianza que Ramos Praslow me había otorgado, respondí molesto:

—Tocayo, don Nacho es una persona mayor pero no es ningún pendejo y menos aun ignorante. Así que no lo menosprecies. Si tienes alguna duda pregúntale o pídele que me releve de la responsabilidad de elaborar y revisar su correspondencia, incluidos los oficios que él mismo me instruye o incluso me dicta.

Rentería cambió de actitud y amigable concertó:

—Bueno, está bien. Entonces déjame revisar los documentos antes de que se los pases a firma. Es parte de mi trabajo —justificó.

—Insisto, consúltaselo —le reviré—. Si él me ordena que tú los revises y pongas tu antefirma, cuenta con que seguiré sus instrucciones.

Hasta ahí quedó la intención del gerente que se sentía relegado o, quizá, quería manejar la asignación de lo que se conocía como cuentas oficiales (Pemex, Ferrocarriles, Nafinsa, Banrural, etcétera), mismas que heredamos con agentes designados por la administración anterior, alguno de ellos yerno de un ex presidente de México.

Las trampas de la burocracia

Corrieron los meses sin mayores problemas hasta que un día la secretaria particular de don Nacho me llamó para con tono de preocupación decirme: “El jefe quiere verlo en este momento. Lo está esperando. Es urgente”. Suponiendo que algo grave había ocurrido, bajé al primer piso prácticamente corriendo; entre a la dirección general y me encontré con dos rostros adustos, el de Alejandro Rentería y el de Ramos Praslow. Sus expresiones presagiaban alguna desgracia burocrática:

—Manjarrez —espetó el constituyente—, el licenciado Rentería me acaba de dar esta tarjeta de Gobernación en la cual se dice que usted es una ficha, con antecedentes de rebeldía en las actividades estudiantiles; que está descalificado para trabajar en el gobierno…

Me quedé pasmado. La sorpresa debe haber cambiado el rictus de mi cara. El corazón me retumbaba como si quisiera salirse del cuerpo. Me asustó el pensar que el Estado mexicano conspiraba contra mí. Vi sorprendido la tarjeta que blandía Ramos Praslow. Seguramente mi rostro reflejaba el efecto que me habían causado sus palabras. Iba a responder pero el viejo se anticipó para enérgico decir:

—Bueno para qué perdemos el tiempo en chismes. Sé cómo funciona esto. Es obvio que Rentería no sabe que yo lo conozco a usted muy bien y que colabora conmigo desde hace muchos años. También ignora que estoy al tanto de los antecedentes de mi personal y de los defectos de los enemigos que simulan ser amigos. Vaya, todavía no se ha dado cuenta que he comprobado que él es uno de los más conspicuos corruptos del gobierno. Por eso armó toda esta patraña en su contra, desde luego asistido por su compadre el secretario Moya Palencia.

Ignoro qué cara puse, Supongo que fue la que produjo el mal rato causado por el susto y la indignación, reacciones entreveradas con el gusto que me produjo el espaldarazo. Lo que sí vi y recuerdo bien fue cómo el rostro de Rentería se transformó en una masa a punto de reventar debido a la presión de la sangre. Miré a don Nacho y me pareció que gozaba el momento. Se dirigió al gerente con su estilo enérgico y estridente que solía recordarme al poblano Germán List Arzubide:

— ¡Licenciado: o se va usted de esta Aseguradora o me voy yo. Yo no puedo convivir con rateros…!

—Pero Señor, serénese por favor… Como a usted, a mí también me nombró el Presidente —respondió Rentería.

— ¡Concha! —gritó Ramos Praslow a su secretaria— ¡Comuníqueme con el Presidente..! ¡Ahora mismo le informo a Echeverría la rata que encontré!

—No es necesario señor. En este momento me retiro —dijo Alejandro apesadumbrado, prudente y, obvio, preocupado porque el problema podría crecer. Salió del despacho sin voltear hacia los pasillos donde había muchos ojos que curiosos lo miraban.

Minutos después de escuchar el voto de confianza de Ramos Praslow, salí de la dirección y me topé con uno de los asistentes del gerente: “Dice el licenciado que por favor pases a verlo”. La curiosidad me indujo a aceptar aquella “invitación” que ofrecía la oportunidad del justo reclamo. Entré al privado de Rentería y lo encontré abatido, emocionalmente destrozado.

—Perdóname tocayo —se adelantó—. Todo esto es una confusión. Estoy en tus manos. Ayúdame. Dile al director que todos hemos sido víctimas de un infundio, de la confusión producto de esta pinche intriga.

Sentí el peso de su dolor pero pudo más la irritación que me produjo la malévola estrategia diseñada para quitarme del camino: una tarjeta informativa redactada con la peor de las malas leches.

—No puedo ayudarte —le respondí con la congoja y el coraje aparejados—. Cualquier cosa que diga a tu favor se me revertirá porque Ramos Praslow pensará que son ciertos los chismes que tú le llevaste. Así que es tu bronca…

A petición expresa de Moya Palencia —en esa época habilitado como émulo del que fue el primer inquisidor de México, por cierto del mismo apellido (Pedro Moya de Contreras)— se hizo el cambio de gerente general después de que Rentería renunciara ante la junta del Consejo presidida por Miguel de la Madrid, a la sazón secretario de Programación y Presupuesto. El lugar fue ocupado por el compadre de De la Madrid, un abogado y doctor en derecho de nombre Tomás Contreras, y…

Y la historia se repitió

El “candado” seguía estorbando pero ahora al nuevo gerente general. La presión ya no fue una tarjeta informativa de Gobernación, sino la manipulación del ego de Paquita, la esposa de don Nacho: buena ropa, buenas amigas, artículos de lujo, tratamientos de belleza, cortesías de todo tipo, en fin, las satisfacciones y los “detalles” que suelen convencer a cualquier mujer entrada en años. Todo ello concebido por Tomás y su diligente y guapa esposa.

Una de las mañanas laborales don Nacho me dijo:

—Compañero: como usted sabe dependo de Paquita para vivir. En la madrugada necesito ir a orinar y ella me acompaña al baño; su brazo es mi bastón. Vigila mi ducha y después escoge el traje y la corbata que debo usar. Cuida mi dieta, que a esta edad es muy especial. Ya lo ha visto usted: diario viene por mí y siempre está pendiente de lo que necesito. ¿Y sabe qué?: ya no la aguanto… ¡Quiere que lo corra!

Después de asimilar esta otra sorpresa, don Nacho y yo acordamos que me iba a “correr” por tres meses, lapso que a él le serviría para complacer a doña Paquita, su prótesis moral.

—Regresará compañero. Y usted mismo escogerá el cargo que quiera. Le doy mi palabra.

Mi retorno fue como se planeó; escogí un puesto equivalente a una gerencia regional. La intención: alejarme de Tomás y del grupo que ya había empezado a operar en contra del director.

Meses más tarde supe que Tomás, el gerente general, estaba en la cárcel. El propio Ignacio Ramos Praslow lo denunció por peculado: según la indagatoria, un millonario cheque para pagar impuestos terminó en la cuenta personal del denunciado.

El antecedente del problema apareció desde que Tomás convenció a Paquita, y por ende a don Nacho, de la necesidad de comprar el nuevo edificio para la Aseguradora. Así lo percibí porque al “candado” (o sea a mí) le tocó investigar los intríngulis de la operación, datos que sirvieron al director para bajar el precio de la compra en varios millones de aquellos pesos, cantidad que supuestamente hubiera sido la utilidad del intermediario.

Como ya no volví a conversar con Ramos Praslow me quedé con la idea de que mi retiro del ámbito de operación del director formó parte de su estrategia personal diseñada desde que descubrió las intenciones del gerente. Quizá quiso salvarme del desgaste burocrático. Y lo hizo, creo, respondiendo a los afectos que suelen heredar los antepasados, en este caso Froylán C. Manjarrez, su compañero constituyente y aliado en las luchas contra la injusticia y los latrocinios con el sello del poder.

La sabiduría del Hombre aquel, amigo y consejero jurídico de Álvaro Obregón, le permitió darse cuenta del plan con maña que diseñaron los malos de la política. En una de sus acostumbradas reflexiones dijo al que esto escribe:

—Estos pendejos piensan que Ramos Praslow, el enemigo de la corrupción, resultó corrompido con un cargo público para el que no estaba preparado. Pero les voy a demostrar que tengo la experiencia para acabar con las ratas y los ratones de la Aseguradora. ¡Se lo aseguro, Manjarrez! Me moriré en la raya.

Y se murió en esa raya después de poner orden en la empresa del gobierno que en dos sexenios había servido de guarida a las ratas de dos patas cuyas fortunas les dotaron de la impunidad que tanto daño ha causado a la sociedad…

El absurdo

Años después, cuando la Aseguradora Hidalgo se había convertido en uno de los principales negocios del gobierno de la República, el entonces presidente Vicente Fox Quesada, hizo la transacción de su vida: la vendió a la iniciativa privada. Hoy se llama Metlife.

De vivir, Ignacio Ramos Praslow seguramente me habría dicho:

“Ya ve compañero: nadie sabe para quién trabaja. La Revolución reculó, la impunidad prevalece y los culeros han vuelto a ganar…” 

 Alejandro C. Manjarrez