Ese grito está creciendo, y cuando retumbe con toda su fuerza, no habrá criminal ni político que pueda callarlo...
Si Edvard Munch hubiera nacido en México, su famoso cuadro El grito no estaría colgado en un museo, sino impreso en volantes, en bardas y en la memoria colectiva. No mostraría solo una figura desesperada bajo un cielo encendido, sino un coro ensordecedor que emerge de la tierra removida, de las fosas clandestinas y de las miradas rotas de madres buscadoras.
El grito en Teuchitlán fue doble: el primero, el desgarrador lamento de las víctimas y sus familias, un sonido que atraviesa la piel y se clava en el pecho como espinas. Gritan por los hijos que no volvieron, por los hermanos que se esfumaron en una bruma de violencia que no distingue edades ni destinos. Es el grito de quienes excavan la tierra con uñas y palas porque la justicia dejó de hacerlo.
El segundo grito es más cobarde, más oscuro: el de quienes miran el horror y voltean la cara. Los que llevan trajes bien planchados y repiten discursos huecos para calmar a una sociedad que ya no cree en cuentos. “No fue tan grave”, “lo estamos investigando”, “hay que esperar”, dicen, como si esas frases pudieran silenciar el alarido que vibra en cada rincón del país. Es el grito del miedo burocrático, el que se esconde detrás de una mesa de conferencia o de un eufemismo mal ensayado.
Y luego está el tercer grito, el más ruin de todos: el de quienes intentan torcer la narrativa para salvar su pellejo. En su desesperación, el crimen organizado optó por el truco más viejo del manual: culpar a las víctimas. El supuesto video del Cártel Jalisco Nueva Generación, donde intentan criminalizar a las madres buscadoras, no solo es una maniobra desesperada, sino un insulto a la inteligencia colectiva. Porque culpar a quien busca a sus muertos es como acusar al viento de la sequía o al río de la inundación: una confesión de culpa disfrazada de amenaza.
Pero en ese intento torpe por manipular el relato, los supuestos criminales y sus cómplices despertaron algo más grande que ellos: el monstruo poderoso e invencible llamado sociedad. Porque si algo temen tanto gobiernos corruptos como cárteles sanguinarios es que esa voz se convierta en un estruendo. No hay pistola ni cargo político que pueda detener a una comunidad que se organiza, que aprende a gritar en sintonía, que transforma su dolor en fuerza colectiva.
El verdadero grito no es solo de terror ni de angustia. Es el que viene después, el que exige justicia, el que no se cansa ni se apaga. Ese grito está creciendo, y cuando retumbe con toda su fuerza, no habrá criminal ni político que pueda callarlo.