Capítulo 2
Venecia
(29 de febrero de 1924)
Sin música la vida sería un error.
Friedrich Nietzsche
Los dorados que decoraban el gran teatro La Fenice, parecían haber sacado su color de la cabellera rubia de Imelda Santisteban, la soprano cuya ductilidad y amplitud en el registro de voz le permitió interpretar con excelsitud a la Rosina de la ópera El barbero de Sevilla. Contagiados por el final alegre de la representación, el público brindó una larga y consistente ovación a la belleza, canto y calidad histriónica de la soprano mexicana. Nunca olvidarían el manejo de su coloratura en el aria Una voce poco fa. Mientras las palmas se golpeaban mostrándole el entusiasmo de la gente, Imelda sonreía con las manos cruzadas en el pecho y la cabeza inclinada en señal de respeto a los exigentes melómanos. Subieron de tono los aplausos cuando la cantante desplazó los brazos para sugerir que con ellos envolvía al público. Durante varios minutos la gente festejó la bella voz cuya tesitura había adoptado el color mezzosoprano. Todos estaban de pie, entre ellos el mexicano Pedro del Campo que con su voz robusta gritó: “¡Divina!”. El resto del público siguió el ejemplo y repitió la palabra hasta formar un conjunto de mil voces que coreaban entusiastas: “¡Divina! ¡Divina! ¡Divina…!” El telón se corrió pero las exclamaciones continuaron. Detrás de los lienzos de terciopelo bordado con motivos musicales estilo rococó, solistas y demás participantes en la ópera danzaban de gusto abrazándose unos con otros. Ottorino Respighi, el director, observaba el movimiento festivo: se aproximó a Imelda y le susurró al oído:
—Rossini está feliz, igual que este público que festeja su arte, Señora mía. ¡Qué mejor regalo de cumpleaños para el compositor que su bella interpretación de Rosina! En la dimensión donde se encuentre este gran músico de Pesaro, debe sentirse muy complacido con su interpretación.
—Gracias Maestro —reviró Imelda—. Sin Usted y el maravilloso elenco esto nunca habría sido posible. Gracias por haber aceptado dirigir la orquesta y festejar con nosotros el aniversario del nacimiento del autor de nuestro Barbero de Sevilla…
—Le debo mucho a ese gran maestro, a su escuela, a su alegría —agregó Respighi—. Y qué mejor que festejarlo en este teatro donde hace más de un siglo debutó con La cambiale di matrimonio… Pero por favor salga al escenario y calme al público que la aclama…
—Con usted Maestro. Acompáñeme por favor.
—Vamos todos —arengó el director al grupo elevando la voz—: ¡tenor, barítono, bajo, contralto, coro, todos a escena! ¡Que corra el telón!
La cortina volvió a abrirse para que los mil asistentes pudieran ver a los cantantes y les aplaudieran con más fuerza. Imelda tomó de la mano a sus compañeros e hicieron la tradicional cadena para enseguida saludar con una reverencia sincronizada, elegante.
—Es tu día, Imelda —dijo el tenor aprovechando la genuflexión.
—Y mi despedida de Italia, Antonino —respondió ella entre dientes—. En unos días me embarco hacia Estados Unidos donde iniciaré una intensa gira…
—Te extrañaremos, mujer —se lamentó Antonino sin poder despegar la vista del agresivo escote de la cantante, espacio que mostraba el despeñadero que suele atrapar a los enamorados—. Me sentiré perdido en el abismo de la soledad, Imelda.
—Yo también Antonino —respondió Imelda con la mirada fija en los inquietos y reveladores ojos azules de aquel su compañero de escena que nunca dejó de asediarla con sus atrevidos y sugerentes requiebros.
El elenco dio la media vuelta para retornar al foro. Cesó la algarabía y el teatro La Fenice empezó a recobrar el silencio que induce a admirar la belleza de su arquitectura llena de destellos dorados. Cuando los melómanos se disponían a retirarse seguros de que era el final de la velada, Respighi, que había quedado fuera de las bambalinas, frente al público, tomó la batuta y dijo a sus músicos con un tono de voz audible en toda la sala gracias a la perfecta acústica:
— ¡A la obertura, señores! ¡Será nuestro presente para Imelda, la bella diva mexicana que a partir de hoy es nuestra hermana, la que se lleva al nuevo mundo el corazón de Italia!
Empezó a sonar la música alegre, emotiva, graciosa. Parecía que el espíritu de Rossini estaba presente. Cantantes y público escucharon la obertura de pie y moviendo alguna parte de sus cuerpos según el ritmo de los efectos sonoros de la música. Casi al final de la obertura los ojos de Imelda descubrieron entre la penumbra, al lado de las piernas laterales del foro, la figura de un hombre cuya vestimenta color gris perla destacaba su origen oriental. Ambos se miraron confirmándose con los ojos el compromiso prestablecido. Se saludaron con un leve movimiento de cara y coincidieron haciéndose la misma seña: el “te espero” y el “espérame” en el lenguaje facial.
—Imelda: en tu camerino están las florerías de toda Venecia —alertó Ángelo, el director de escena—. Te costará trabajo entrar.
La soprano sonrió y tomándole la mano le dijo con voz suave, tersa:
—Trataré de llegar para cambiarme de ropa. Gracias por todo. Discúlpame con el director y los compañeros. No quiero despedirme; lloraría como la Norma de Bellini.
—Serían lágrimas del cielo —lisonjeó el exquisito y sensible artista.
Imelda lo besó en la mejilla y salió presurosa del foro. Ya en su camerino tomó la maleta que había preparado. Hizo su despedida visual con un recorrido por la florida decoración. Cuando sus ojos llegaron a la puerta descubrió a Justiniano Rizal, el cocinero que le ayudaba en sus ratos libres: La cantante mostró su alegría al verlo feliz rodeado de ramos de flores. Ambos sonrieron.
—Vámonos Jus. Tenemos que viajar hasta Cádiz y de ahí a América querida —le dijo entusiasta.
Imelda y acompañante, el filipino conocido en Venecia como el Chinito, emprendieron su camino por los oscuros y fríos callejones de la ciudad, rumbo al Puente de Rialto, donde los esperaba el transporte que habría de llevarlos a su primer destino, Roma.