Capítulo 1
La rebelión del espíritu
La iglesia nos pide que al entrar en ella
nos quitemos el sombrero, no la cabeza.
Gilbert Keith Chesterton
México con olor cristero
Las vibraciones de doña María, la campana mayor, cimbraron el cuerpo del arzobispo que divagaba inmerso en su mundo lleno de confusión y supersticiones. “¿Quién la tocará? —Preguntó agitado por el susto—. Este no es el toque de ánima —dijo confundido por la magia que anidaba en su mente—. Son las doce de la noche y todos están dormidos”.
Miró al cielo con el deseo de encontrar alguna respuesta. Lo que vio fue la penumbra de la cúpula oculta entre la negrura de la noche y el oscurantismo que le rodeaba. Inquieto por el sonido tomó su quinqué. Se acercó a la escalera del campanario y musitó para que las ánimas del purgatorio no lo escucharan. “Está muy oscuro. Es mejor esperar a que la luz del sol aclare el misterio del travieso badajo... o del milagro... o de lo que sea”.
Todavía con el corazón retumbándole en los oídos, José Mora y del Río se dirigió a su habitación esperanzado en encontrar la respuesta lógica a lo fortuito del inesperado campanazo. Quería que fuera el mensaje de Dios a su inquebrantable fe. “Pero dirá el presbítero Miguel que los vientos del norte balancearon la campana —razonó—. Y puede ser que hasta invoque el pensamiento de San Agustín para esgrimir alguna de sus teorías. Dirá: ‘No su eminencia, fue el desgaste natural lo que movió el yugo de la María; eso produjo el bamboleó del badajo’ —imitó en tono burlón—. En fin —prosiguió con su soliloquio—, seguramente dirá cualquier cosa para no aceptar que éste fue el aviso del Señor. La respuesta a mis plegarias. El mandato para el más fiel de sus hijos cuya misión es defender a la Iglesia a costa de lo que sea, incluso el adoptar las estrategias que usa el hombre para combatir a sus semejantes”.
En sus momentos de duda, Mora y del Río acudía a la fe para sentirse protegido. Esos titubeos lo obligaban a equipararse con Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla en el siglo xvii. Estaba seguro que así se protegía del nocivo efecto que le causaban los destellos de escepticismo. Por ello se apropiaba de las palabras del obispo Fernández, frases que equivalían al auto flagelo moral que creía merecer:
“¿Quién soy yo para suponer que Dios piensa en mí? Sólo un costal de podredumbre, hediondo y abominable. Lo peor es que conociendo esto no tengo la humildad del apóstol. Estoy lleno de vanidad.”
Con ese razonamiento muy humano y nada celestial, José decidió retirarse a su aposento donde, como de costumbre, su neurosis encontraría algo de reposo. Ya dentro de esa su “cárcel nocturna”, como él la llamaba, fijó sus ojos negros en el dosel de la cama y se puso a rezar, actitud que le ayudaría a protegerse de sus fantasmas. Allí, en ese encierro personal, empezó a meditar sobre lo que diría a quienes, de acuerdo con su rutina, lo acompañarían durante el desayuno del día siguiente. Después se repitió las palabras de Fernández: “Soy un costal de podredumbre…”. En ese momento su mente recreó algún pasaje de la Biblia: cerró los ojos para entre rezo y oración conciliar el sueño.