El poder de la sotana (Poderes y miserias del hombre)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 5

Poderes y miserias del hombre

 

Dios es día y noche, invierno y verano,

guerra y paz, abundancia y hambre.

Heráclito de Éfeso

 

Otoño de 1926

—Hemos entrado a una crisis que ocasionará muchos muertos —reconoció el presbítero Miguel cuya preocupación se escuchaba en su voz y se veía en sus ojeras—. Se ha perdido el control y no hay forma de impedir que cunda la rebelión. Me da pena Capitán pero ni tú ni yo tenemos el poder para frenar lo que será una guerra fanática, sangrienta, absurda.

            —Percibo lo mismo que tú —respondió Pedro del Campo mimetizándose con el aspecto sombrío del sacerdote—. Sin embargo, la cruzada de tu arzobispo permitirá al gobierno de Calles conocer y deslindarse de los traidores, los que en la mañana se dicen liberales y en la noche rezan el rosario ocultos en las catacumbas de su mente...

            — ¡Cuidado con tus palabras, Capitán! En una de esas me pongo el saco —bromeó Miguel con el deseo de botar el fardo de la desazón.

            —No puedes ponerte ningún saco porque usas sotana —advirtió el militar replicando el tono de chanza pero sin perder la adustez que reflejó su rostro—. Estás bien definido Miguel. Y además eres un buen católico empeñado en rescatar el mensaje intelectual que Dios dejó al mundo: lo del César al César y...

            —Lo de Dios a Dios —se adelantó Miguel—, el Dios que llama a una vida más santa no a una guerra santa… Estarás de acuerdo conmigo en que es indigno someterse y guardar silencio ante las órdenes del jefe de la Iglesia. Sobre todo cuando sabes que en nombre de Dios se cometen errores criminales como el de suponer que ha llegado el momento de derramar nuestra sangre para proteger la fe. —La última palabra hizo que Miguel bajara la cabeza para citar al arzobispo—: “El cielo será vuestra recompensa”, dice monseñor para justificarse.

            — ¡Es un fanático irracional, tozudo e ignorante! —Espetó Pedro encolerizado—. Debes tener paciencia, Padre. Algún día sucederá algo que compruebe aquello de que no hay mal que dure cien años...

            —Ni pendejo que los aguante, Hijo —atemperó Miguel.

            — ¡Padre! ¡Qué palabrejas son esas! ¿Dónde quedó el buen decir y la cordura sacerdotales? Mira hasta esta fronda se cimbró —dijo Pedro señalando el follaje de los árboles que servían de marco a la discreta reunión entre el sacerdote y el militar.

            —Es el viento que refresca la mente, Pedro, lo que mueve el ramaje de los laureles y juega con sus hojas y la brisa que tiene adherida. Quizás quiere que ese rocío nos acaricie el rostro —corrigió el sacerdote entrecerrando los ojos—. Y el léxico a que te refieres ahí está guardadito bajo la sotana para cuando sea necesario. Igual que otras palabras altisonantes (un día de estos tendré que usarlas). Como eres inteligente y culto te puedo confiar que este vocabulario también lo inventó el Señor; lo hizo para evitar que sus hijos traguen la bilis que envenena el cuerpo. Como bien lo sabes, los males del hígado quitan al espíritu la energía que requiere la mente para poder acercarse a Dios en pleno estado de conciencia y no sólo a pedir perdón. Es algo parecido a la selección natural que definió Darwin, pero adaptada a la Iglesia: la evolución del alma, amigo, la mente un poco más ligera porque no se le pega el lastre que traen las enfermedades de la carne, del organismo. Por ello mis expresiones fuera de lo común hermano; me quitan la molestia que produce daños al hígado, al cuerpo y, en consecuencia, al alma.

            Mientras Pedro escuchaba atento a su amigo, se acercó a las enormes raíces de uno de los laureles de aquel bosque citadino. Con la vista invitó a su interlocutor a sentarse. Se había dado tiempo para aprovechar la habilidad retórica de Miguel que parecía empeñado en encontrar justificaciones al error humano. Ya más tranquilo Pedro cuestionó:

—A ver Miguel: según don José Mora, tu arzobispo, el sufrimiento acerca al cielo, a Dios; es algo parecido a estas enormes raíces que sostienen inhiesto el árbol y que a la vez le permiten crecer hacia arriba como si su destino fuera las nubes.

            —Es bonito tu simbolismo, Capitán —se adelantó el cura—; tiene algo de ciencia si partimos de que la naturaleza cuenta con sus códigos. Quienes usan tu argumento lo hacen para dar ánimo a los enfermos, a los desgraciados. Pero lo que más nos aproxima a Dios no son las acciones conducidas por el temor al castigo divino, sino la felicidad, la misericordia, el equilibrio emocional, la salud del cuerpo y del alma, condiciones que te mantienen lejos del odio y muy cerca del amor.

            — ¡Carajo! —Exclamó el militar— Deberías ser Papa, el primer Vicarius Cristi mexicano para que dictaras una encíclica que convocase al mundo católico a ser feliz a pesar de la infelicidad y los contrastes sociales que existen en la tierra y, para ser más preciso, en México.

            —Primero tendría que ser obispo, después cardenal y contar con el voto del Cónclave de la Capilla Sixtina, trayecto que está tan complicado como la situación del país y del mundo —se defendió el sacerdote sin perder su expresión bondadosa.

— ¿Está cabrón, Miguel? —provocó Pedro.

—Vaya que lo está porque lograr esas posiciones equivale a hacer real el escenario que acabas de apuntar. Es un estatus que, como dices, está cabrón…

            —En chino Miguel, mejor en chino —jugó Pedro para distraer al sacerdote y evitar que le reclamara la ironía que se le había escapado—. A propósito de chinos, quiero pedirte un favor —agregó con un gesto de súplica amistosa, expresión que suavizó la rudeza natural que expresaba su cara de militar endurecido por la férrea disciplina de las armas.

            — ¿Querrás acercarte a los jesuitas, al Ejército de Dios? —Matizó el religioso.

            — ¿Y qué tienen que ver los chinos con los jesuitas, Miguel?

            —Nada y mucho Pedro. Con ellos mis hermanos aprendieron a manejar otras estrategias para realizar su labor de conversión religiosa: entonces, me refiero al siglo xvi, había que convertir a los mandarines. El resto del trabajo espiritual sería fácil. Es lo que creyeron pero...

            —No. No es tan complicado —detuvo Pedro saliéndose de la red que le había lanzado Miguel—. Se trata de ayudar a un filipino muy católico y además amigo de la dama que descubrí en Venecia; muy bella por cierto. Pero también es un buen candidato para la cocina del Castillo de Chapultepec, la del presidente Calles.

            —Lo que quieras siempre y cuando ello represente ganar ovejas para el rebaño del Señor, sobre todo las amorosas —jugó el sacerdote.

            El militar percibió de nuevo la intención evangelizadora de su amigo. Mostró una leve sonrisa sardónica y le reviró con tono amigable:

—Que no seré yo, Padre, pues estoy curado de espanto...

            —No digas de esta agua no beberé, Hijo.

            —Ya lo hice, la bebí y por poco me ahogo, Miguel —se defendió Pedro—. Pero no por ello dejaré de apoyar tu trabajo —condescendió sonriente—. Es más yo me encargo de que tu misión se vea enriquecida con el reclutamiento de nuevos prosélitos. Es la tarea más fácil porque su éxito depende de la ignorancia del pueblo, que por cierto está muy mal nutrido...

            —Como siempre Pedro, tu ironía me reta. Pero insisto en rechazar el desafío. Sólo quiero que aceptes la idea de que la luz de la mente aclara muchas de las oscuridades. Yo, mi querido amigo, prefiero un hombre sencillo, o como tú dices, ignorante, a un ser culto empeñado en vivir de los demás y con el objetivo de aprovechar la falta de información del pueblo así como su buena fe. Gracias a la buena fe o ignorancia es mucho más fácil que a estos seres les llegue la luz del cielo... que escuchen la palabra de Dios.

            — ¡Mira quién habla de ironía! —Protestó Pedro—. Para llevar la fiesta en paz yo también declino la polémica, mi querido sacerdote; renuncio a entrar en este tipo de discusiones que te absorben la vida. Diecinueve siglos es mucho trecho para recorrerlo en los treinta o cuarenta años que nos queden de existencia. Es mejor aprovechar el tiempo e inventar cómo diablos podemos rescatar aquel precepto bíblico: lo del César a César y lo de Dios a Dios.

            —Estoy de acuerdo contigo excepto en lo de diablos...

El militar y el sacerdote soltaron la carcajada dándose la mano con el vigor y la confianza de los hombres que se forjaron en las luchas del “idealismo trasnochado”, decían ellos burlándose de sí mismos. Después emprendieron su acostumbrada caminata debajo de los laureles cuyo follaje podría ser su único escudo contra las insidias y la estupidez de los exaltados extremistas de la religión y la milicia. Sus siluetas parecían haberse anudado para formar el símbolo de la fraternidad universal. Se alejaron hasta perderse en el fondo del camino custodiado por los centenarios árboles cuyas ramas y el tiempo habían hecho el túnel que podría conducirlos al lugar utópico concebido por Tomás Moro, a la ciudad pura habitada por una sociedad perfecta.

—Oye Miguel: respecto a ese pueblo muy mal nutrido —dijo Pedro colocándose la gravedad en la cara como si quisiera presagiar alguna mala noticia—: ¿sabes lo que es la paradoja de la naturaleza que ha hecho prolíficos a los pobres?

—No. ¿Cuál es?

—Que el día que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo.*

— ¡Esa no es una paradoja, Pedro, es un chiste cruel y puede ser que hasta malvado, escatológico!

La risa de los amigos volvió a cimbrar el ambiente perdiéndose entre la fronda, custodia del camino trazado en alguna de las lomas boscosas que rodeaban la ciudad.

— ¿Y qué quieres que haga con el chino? —preguntó Miguel.

—Que lo entrevistes para ver hasta dónde es confiable.

—Cocinero en el Castillo de Chapultepec… —meditó en voz alta—. Me extraña que Calles cambie la cocina mexicana por la oriental.

—Se trata de tener variedad culinaria, señor Sacerdote —mintió Pedro—. A veces hay que apapachar e incluso cuidar a los diplomáticos que temen a la venganza de Moctezuma —agregó con una inflexión de voz que mostraba su inseguridad en la justificación.

— ¿No querrás acaso que yo forme parte de tu élite de espionaje? —dudó el cura poniéndole a sus palabras una dosis de sarcasmo.

Pedro sonrió complacido por la suspicacia de su amigo: —Tal vez. Sería un gran triunfo profesional tener a mi servicio a uno de los enviados de Dios en la Tierra… —retó Pedro.

—O que Dios por mi conducto te transforme en el vehículo para redimir a las ovejas descarriadas —reviró Miguel en el mismo tono.

Las risotadas de los dos amigos rubricaron la reunión que, dijo Pedro, había sido muy productiva e ilustrativa. El abrazo fraternal palmeándose la espalda con el vigor de la juventud fue la despedida. Cada uno partió rumbo a su redil, el religioso y el castrense, ambos refugios en apariencia ubicados en las antípodas. 

*Frase de Gabriel García Márquez

 Alejandro C. Manjarrez