Capítulo 29
Mensajeros de Dios
Ahí donde Dios tiene un templo, el demonio levanta una capilla
Robert Burton
“La religión es como una neurastenia cultural —había dicho Álvarez a sus compañeros constituyentes—: los niños sufren la misma neurosis cuando les enseñan a reprimir sus instintos por su propio bien. Freud considera que los niños brillantes permanecerán inquisitivos e inteligentes y desarrollarán su ingenio como si fuesen adultos, en vez de imitar a los demás para ser igual que el grueso de los infantes estandarizados. Por eso hay que enseñarles el amor cívico y la razón científica, además de la historia de las religiones. De ahí la importancia de la educación que, aparte de laica, debería ser científica.”
Calles escuchaba al general Álvarez con afecto fraternal porque, además de aclarar algunas de sus dudas intelectuales, entre él y su subordinado había muchas coincidencias.
Álvarez tradujo para Calles lo que éste sentía pero que no podía expresar ni llevarlo a la práctica debido a sus medianos conocimientos científicos. Ello propició que entre los dos se diera la sinergia cultural que fortaleció las coincidencias ideológicas y la comprensión plena del trabajo que Freud plasmó en El porvenir de una ilusión. La forma de discutirlo fue leyéndose uno a otro los manuscritos del libro, textos que después analizaron línea por línea. Cada quien por su lado trascribía el párrafo a reflexionar y debatir después de buscar —como lo hizo el propio Freud en su ensayo—, las réplicas de su daimon crítico con el fin de responderlas apoyándose en argumentos distintos a los del autor. Era, pues, un ejercicio o práctica muy formativa, actividad inspirada en los talleres masónicos.
En varias ocasiones jefe y subordinado estuvieron de acuerdo en la interpretación del o los párrafos que discutían, lo cual les facilitó el encuentro intelectual. Uno de esos párrafos, el primero en las “casualidades”, el que contenía la frase toral “creo porque es absurdo”, decía lo siguiente:
Habremos de recordar ahora dos tentativas que dan la impresión de constituir un esfuerzo convulsivo por eludir el problema. Una de ellas, singularmente violenta, es muy antigua; la otra es sutil y moderna.
La primera es el credo quia absurdum de un padre de la Iglesia. Esto quiere decir que las doctrinas religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de ella. No necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Pero este “credo” sólo como una forzada confesión resulta interesante. Como mandamiento no puede obligar a nadie. ¿Habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por qué precisamente éste? No hay instancia alguna superior a la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿qué haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente? Podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón; lo que no es posible es instituir una obligación para todos sobre una base que sólo en muy pocos existe. Si uno de ellos ha conquistado la indestructible convicción de la verdad real de las doctrinas religiosas en un momento de profundo éxtasis emotivo, ¿qué puede significar eso para los demás?
Mensajero de Dios
La madre Concepción parecía poseída por Tezcatlipoca, el dios azteca de la negrura. Insistía en que el temible nagual vivía en el cuerpo de los sonorenses, en especial en el de Plutarco Elías Calles. “Sólo un león podrá contra ese animal malvado”, comentaba con voz trémula a cada uno de sus seis aliados, en los momentos en que todos juntos o por parejas se reunían para rezar y conspirar contra el gobierno. “Prepárense porque pronto Dios encontrará la forma de decirnos qué hacer para salvar a nuestra religión”. Éste y otros canturreos se repetían una y otra vez en medio de los Ave María, los Padre Nuestro y los Rosarios que musitaban todas las tardes, en ocasiones dentro del templo de La Conchita protegidos por la oscuridad y la discreción de los vecinos, o en la casa de alguno de ellos, la más alejada de las sospechosas miradas de la policía del gobierno. La oración final de las reuniones estaba dedicada a los “mártires del cristianismo mexicano”, como la monja Concepción llamaba a los cristeros muertos en las batallas contra las fuerzas del gobierno callista: “Que Dios los tenga a su lado”, pedía en sus rezos.
— ¿Qué me puedes decir de la monja que se llama Concepción, la que se reúne en La Conchita de Coyoacán con un grupo de amigos? —preguntó Pedro al sacerdote Miguel Torres—. No la hemos molestado porque nuestro interés se centra en la actividad de tu arzobispo —agregó en el tono complaciente que suele ocultar la información comprometedora.
—Ignoro a quién te refieres, pero te prometo investigar —respondió el sacerdote con la contundencia que proviene de la sinceridad—. Me has despertado la curiosidad porque, que yo sepa, no hay monja o sacerdote que haya sido autorizado para usar los templos como centro de reunión. ¿Sabes su apellido?
—No —mintió Pedro—. Sólo sé que es del convento de San Jerónimo.
—Con eso basta. Entiendo tu discreción…
—Gracias Miguel. Carece de importancia la madre y lo que haga ella y sus seguidores mientras sean unos cuantos. Es un pequeño grupo que no representa mayor riesgo; por mis informantes me enteré que su actividad es religiosa, nada más. Tal vez rayana en los sueños, en las utopías y en las pesadillas. De cualquier manera siguen siendo investigados y vigilados. En estos tiempos sería una irresponsabilidad dejar cabos sueltos. Y ella lo es debido a que rompió la disciplina dictada por Mora y del Río, algo que lleva implícita la sospecha; es decir, podría obedecer las instrucciones de otro jerarca o de algún grupo extremista...
—Pedro —interrumpió Miguel para cambiar de tema que le pareció rayano en el fanatismo burocrático—, han aumentado las víctimas de esta absurda y estúpida guerra. ¿Acaso nunca concluirá? ¿El presidente continuará enfrentándose a los curas? ¿No le importa que el pueblo mexicano sea católico?
El militar levantó las cejas extrañado por las inesperadas preguntas y el abrupto giro de la conversación. Evitó contestar a bote pronto e hizo una seña indicándole al sacerdote que se callara. Éste entendió y supuso que escucharía algo importante. Entonces Pedro cerró momentáneamente los ojos y al abrirlos miró a Miguel con un dejo de benevolencia: vio en su rostro una secuencia de imágenes y frases relacionadas con la madre Concepción. Quiso reclamarle pero se contuvo por el afecto que le tenía. Caminó unos pasos levantando la cabeza como si quisiera reconocer las bóvedas y las columnas de piedra de la casona convertida en restaurante. Tomó aire. Volvió a sentarse y dijo con voz pausada, casi parroquial:
—Hace varias semanas, hermano, estuve aquí en este mismo lugar acompañado por Imelda, la cantante que tú ya conoces por mis confidencias fraternales. Fue un día especial, extraño y además emotivo. Especial porque por fin rompí el influjo de la otra mujer que acaparó mi pensamiento, la que representaba el amor prohibido; la aventura, la obligación y el peligro mezclados con el deseo del cuerpo y la mente. Extraño debido a la magia que esparció mi acompañante, sortilegio con efectos demoledores para mi endurecido corazón, que a partir de ese día se hizo como un turrón de Alicante: blando y dulce. La emoción que viví por lo que te acabo de decir, tuvo que fusionarse con la furia que me produjo el recordar la lectura del mensaje que me había enviado una de nuestras espías, revelación que —se lo digo al amigo— me permitió confirmar lo que sospechaba: que tu arzobispo Mora y del Río es un enemigo de México. Miguel, mi querido Miguel: Mora se vendió a los norteamericanos, mejor dicho ofreció su influencia espiritual para ayudarlos a derrocar al presidente Calles. Lo peor es que abarató ese predominio, que él define como “voluntad divina”, al prometer obsecuencia y oro negro y dorado a cambio de armas que ayudarían a los cristeros empeñados en matar a quienes, para él, son la reencarnación de los musulmanes que hace nueve siglos combatió Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
—Pero es que… —balbuceó Miguel.
—Espera, no interrumpas por favor. Ahora contestaré tus preguntas: el gobierno de México respeta las creencias del pueblo, la libertad de culto consagrada en la Constitución que tu Arzobispo desconoció después de haberla llamado un listado de pestilentes errores. El presidente Calles no está empeñado en combatir a los curas, como sugieres. Sólo cumple con su deber. ¿Y cuál es ese deber…? Que se respeten las leyes, mismas que, se sabe desde siempre, nada tienen de celestiales porque fueron hechas por hombres, en este caso por los representantes del pueblo mexicano que son o fueron tan católicos como tú y, obvio, mucho más que yo…
Miguel se quedó sin habla y con cara de arrepentimiento por haber provocado el enojo de su amigo. Para evitar que Pedro continuara con su perorata, se disculpó diciéndole que iría al baño. En el trayecto sintió como si los parroquianos lo miraran enojados y solidarios con la mohína de su amigo. A todos les vio pinta de agentes del gobierno. Cuando llegó al baño y se miró en el espejo y descubrió la razón de las miradas inquisidoras: “Que pendejo soy; se me olvidó quitarme el alzacuello —dijo moviendo la cabeza—. Ahora tendré que seguir usándolo, ni modo”. La sorpresa que le produjo su distracción le ayudó a recuperar el valor que había perdido en los segundos anteriores, el tiempo que duró su trayecto. “Soy sacerdote y eso es motivo de orgullo espiritual. Como se lo dije a Pedro, represento el sentir de los mexicanos católicos, lo cual es un privilegio. Pero también debo ser comprensivo con aquellos que no comulgan con mis ideas, como es el caso de Pedro. Fui escogido por el Señor para perdonar las ofensas y los pecados, no para vengar a mi credo o tomar represalias espirituales. Que Dios perdone a quienes todavía ignoran su papel de pastores de almas; y a mí que me absuelva por no haber impedido la estúpida guerra santa que ha empezado a polarizar la vida de sus hijos”. Se mojó el rostro con el agua de la palangana colocada al lado del lavamanos. Lo secó valiéndose de la manta enrollada en una bobina de ejes de madera. Ya insuflada su fe, atenuado el brillo de la piel del rostro y recuperada su frescura, regresó a la mesa donde lo esperaba Pedro.
—Tienes razón, mi querido amigo —espetó el sacerdote antes de sentarse—: el señor Arzobispo se ha equivocado y por ello me disculpo, o mejor dicho comparto la culpa de los dislates cometidos por Mora y del Río. Estoy obligado a somatizar ese pesar porque él es mi pastor y yo no soy nadie para criticarlo o ponerlo en la picota de la sociedad agnóstica. Sin embargo, como siempre lo he hecho, si consideras que hay algo en lo que pueda ayudar, dímelo y pongo manos a la obra sin condiciones siempre y cuando, claro, no traicione a mi religión o a mí arzobispo.
—Nada Miguel —dijo complaciente el militar —. Bueno sí puedes hacer algo: que no te involucres con los enemigos del gobierno; es decir, que no transgredas la ley. Me ocasionarías un conflicto existencial grave ya que, igual que tú, yo también le debo lealtad a mi jefe, el presidente Calles. Mira amigo: se me ocurre que si alguno de los dos se entera de algo que pueda lesionar a nuestros propios jefes, debemos compartirlo para encontrar la adecuada solución. Te pongo un ejemplo: suponiendo que esa madre Conchita hiciera algo que perjudicara a la Iglesia o al gobierno, ninguno de nosotros debe permitirlo y menos soslayarlo. O si tú o yo, insisto, supiésemos algo que ponga en peligro la estabilidad del gobierno o de tu religión, tendríamos que compartir esa información para tratar de evitarlo. Me refiero a hechos ajenos a tu labor en el confesionario y a mi trabajo en el gobierno. Preciso con otro ejemplo: si cualquiera de los dos se entera de que en la embajada de Estados Unidos se conspira contra la Iglesia o contra el gobierno mexicano, debemos compartir los antecedentes. ¿Por qué? Por dos simples razones: allá predomina otra religión —la llamada cristiana— y porque son distintos los intereses de los dos gobiernos.
El religioso percibió que su interlocutor le ocultaba algo: “Está extraño mi amigo Pedro. Hay algún mensaje en sus palabras que no alcanzo a comprender. Esperaré a que él me lo diga: Tendrá que hacerlo si es importante”.
—Acepto la propuesta con una excepción, Pedro —cedió Miguel—: omitiría de nuestro trato lo que dijiste sobre la supuesta connivencia entre don José y el Embajador. No sé nada y si acaso me llegara a enterar de algo relacionado con ese tipo de convenios, tampoco sabré nada a menos que el propio Arzobispo me dijese algo. Entonces lo pensaré partiendo de que soy uno más de los mexicanos dispuestos a proteger la soberanía de la nación.
—Esa voz me agrada, Miguel. Por eso somos como hermanos.
—Bien, aclaradas nuestras posturas ahora platícame sobre Imelda, la mujer que, como dicen en mi pueblo, te quita el resuello...
La oportunidad de cambiar de tema aminoró a Pedro el peso de tener que revelar parte de la información sobre la monja Conchita porque, meditó, “este no es el momento para hacerlo”. Pudo explayarse confiándole los pormenores de su anterior visita a la Casa de los Azulejos, incluyendo la historia de la mansión cuyos gruesos muros permitían imaginar los dolores y las risas de las familias que durante trescientos años la habitaron: que los condes del Valle de Orizaba, que los hermanos Ávila, que los Martínez de la Torre, que los Yturbe Idaroff, que los Sanborns, que el mural de José Clemente Orozco. También habló de lo narrado por Antonio del Valle Arizpe sobre los hidalgos cuyos carruajes se encontraron en el callejón de La Condesa, un par de tipos tan necios que ninguno quiso retroceder para que el otro pudiera pasar.
—Tres días se pasaron ahí, Miguel, uno frente al otro, hasta que el virrey les ordenó tajante que se fueran al mismo tiempo —dijo festivo Pedro—. Al final los dos tuvieron que retroceder con sus carruajes, uno tomando la calle de Plateros y otro por la de Tacuba. Espero que nunca nos encontremos en esa posición que caracteriza a los rocines, señor Ministro, o lo que es lo mismo: que no se nos meta a la cabeza el deseo de fanatizar nuestras vocaciones con una actitud patológica.
—Dios nos libre de adoptar el talante pandémico que mencionas. El Señor no creó la religión para regodeo de los enfermos de la mente que en vez del fuego que incendia el alma, tendrían que buscar en ella el consuelo para sus males. No. Su poder propicia y fomenta el bien cuando alguien nos lo dice o por nuestra cuenta, en un proceso de meditación profunda, descubrimos que Él está dentro de nosotros.
—Amigo —interrumpió Pedro sorprendido por la mirada y el cambio del semblante de Miguel que parecía poseído—, aún no es la hora del sermón.
—Perdona mi entusiasmo —se disculpó el cura—, pero tus conceptos suelen detonar las bombas espirituales que cargo en mi corazón. Sí, sí, lo sé —se adelantó al reclamo de su amigo—, tú eres invulnerable a esas explosiones. Así que sólo debo aclarar que por ventura de Dios ya no hay virreyes ni criollos tan porfiados como los pollinos…
— ¿Ya no los hay? —preguntó Pedro en una entonación llena de ironía.
La carcajada de los amigos retumbó en el restaurante convocando las sorpresivas miradas de los devotos a la ya bien cimentada tradición del café. Les extrañó que un cura departiera con un militar. “Deben ser hermanos”, supuso alguno de los comensales.
Ya de salida de la Casa de los Azulejos, Pedro no quiso quedarse con el comentario que le vino a la mente después de escuchar las últimas palabras de Miguel. A medio callejón de La Condesa le espetó:
—Hablando de pollinos, de fanáticos y de porfía: tengo que decirte que en Mora y del Río coinciden esos, llamémosle, atributos del diablo.
—Qué imaginativo eres, hermano.
Los amigos soltaron su enésima carcajada y trabados en un abrazo fraternal caminaron sin rumbo fijo hacia donde podría estar la armonía perdida entre el huracán de pasiones que produjo el encuentro violento de la tozudez política contra el fanatismo religioso, o al revés.