Puebla, el rostro olvidado (Golpe al cacicazgo)

Réplica y Contrarréplica
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Puebla, el rostro olvidado 

Golpe al cacicazgo

Quinta parte

 

Después de la presencia avilacamachista representada por cuatro gobernadores –Maximino Ávila Camacho, Gonzalo Bautista Castillo, Carlos I. Betancourt y Rafael Ávila Camacho–, el sistema se sacudió de ese lastre caciquil. La decisión le correspondió al presidente Adolfo Ruiz Cortines, quien antes de tomarla, no imaginó la rebeldía, soberbia y prepotencia del gobernador Rafael Camacho (1951-1957).

    Como ya dije, don Rafa picó la cresta de don Adolfo al madrugarle el destape e imponerle candidato, engañándolo con el cuento de que los sectores del PRI se habían pronunciado por Fausto M. Ortega.

    A Ruiz Cortines le molestó la indisciplina y sobre todo la tomada de pelo. De ahí que Fausto Ortega (1957-1963) tuviera que darle la espalda a su padrino para ganarse el apoyo del presidente. A don Rafael Ávila Camacho no le quedó más que rumiar su frustración y perder el tiempo recriminando la “deslealtad” de su pupilo. De esta manera el avilacamachismo y sus recuerdos, persecuciones, amenazas, violencia, crímenes y componendas, pasaron a formar parte de las estadísticas y las referencias caciquiles. Ortega inició una nueva etapa política en Puebla, lejos de los pleitos, intrigas, chismes y las presiones que todavía conducían el comportamiento de quienes se sentían herederos políticos de Maximino. La respuesta presidencial ayudó al gobernador a paliar las presiones y desvirtuar las amenazas provenientes de su padrino en decadencia. Pero el sector patronal siguió montado en su macho porque nunca entendió la jugada presidencial.

    Sin que Ruiz Cortines lo supiera, su decisión permitió a los patrones liberarse de las presiones ocasionadas por los años de andar cuidando a sus mujeres, su dinero y su pellejo. Les permitió disfrutar la tranquilidad del calor hogareño y transmitir a su descendencia las mil y una peripecias que tuvieron que sortear para no amuinar al poderoso don Maximino. Y con lo aprendido les enseñó a sus hijos las técnicas para luchar contra el conformismo, dialogar con los líderes sindicales, “asociarse” con el fisco y doblarle las manos al gobierno.

    Al mandato de transición siguió el mandato efímero de Antonio Nava Castillo. Como muchos políticos que arriban al poder, el general ignoraba la historia de su estado, circunstancia que le hizo cometer errores que le costaron el cargo. El peor, la puntilla pues, fue que trató de comercializar para su provecho la leche producida en el territorio poblano. Quiso hacer el gran negocio ordeñando la economía de los productores del lácteo. Y lo único que ganó fue que el pueblo y los empresarios se unieran para obligarlo a renunciar.

    La vacante fue ocupada por Aarón Merino Fernández (1964-1968), ingeniero que llegó al gobierno después de tener un cargo similar en Quintana Roo (en el México moderno es uno de los escasos ejemplos de reelección). Su amigable trato con los empresarios le permitió desfacer los entuertos y, por ende, impulsar la industrialización de Puebla. Empresas como la Volkswagen, Hylsa y Norton llegaron a la entidad gracias a la confianza que generaba su gobierno.

    Al ingeniero lo sucedió el general Rafael Moreno Valle (1 de febrero de 1969 al 30 de enero de 1972), quien parecía una réplica de su correligionario militar. Y el suyo fue un gobierno breve gracias a la mala influencia de sus ayudantes, colaboradores y corifeos que se aprovecharon de su escaso trato con los poblanos para embaucarlo y sorprenderlo. Cayó como Nava Castillo dejando a su relevo un lastre muy pesado.

 Alejandro C. Manjarrez