El poder de la sotana (Espejismos)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 28

Espejismos

Las mujeres y la música nunca deben tener fecha

Oliver Goldsmith

 

La Plaza Guardiola fue el espacio citadino donde Pedro e Imelda se citaron. Como ella no quería entrar sola al restaurante puso como condición encontrarse en algún lugar cerca de la Casa de los Azulejos. Tenía interés en conocer el fresco pintado por José Clemente Orozco; el mural Omnisciencia.

Del Campo llegó media hora antes para cumplir la petición de Imelda (“Por favor adelántate porque me preocupa estar sola en la calle”): su talante de caballero le impedía hacer esperar a las mujeres.

Al cuarto para las doce sonó la campana del reloj de la Catedral. El tañer cimbró el ambiente calmo de aquella mañana medio nublada, sonido que recordó a Pedro la efigie del arzobispo Mora y del Río reclamándole el comportamiento de Calles: hizo un gesto de molestia al rememorar la actitud del clérigo cuya tozudez ya había ocasionado decenas de miles de muertos. “Algún día Dios tendrá que llamarlo a cuentas —se dijo—. Ojalá sea pronto para que lo cuelgue de los tompiates”.

Al salir el sol de entre las nubes grises volvió a escucharse el reloj: doce campanadas anunciaron el medio día. Pedro se quitó el saco dirigiéndose hacia la sombra del árbol más cercano. Detrás del grueso tronco descansaba una mujer vieja y andrajosa: la vio persignarse al ritmo de los últimos campanazos y los movimientos de su cabeza, cadencia que parecía acompañar a su no enfático, repetitivo, insistente. El tic de la mujer despertó la curiosidad médica de Pedro: “Señora, ¿acaso le pasa algo? ¿Alguien la lastimó o pretende hacerle daño?”, preguntó preocupado. La anciana se quedó callada. Con sus ojos acuosos recorrió cuerpo y vestimenta de lo que le pareció el avatar de algún viejo amor. Concluyó el recorrido visual en el rostro apiñonado de Pedro. Fijó la vista en los ojos de él como si quisiera demostrarle al mundo que todavía controlaba el movimiento de los suyos que aún conservaban la huella de la belleza y coquetería de su lejana juventud. Parecía querer evitar que esa su mirada soñadora se perdiera entre el constante movimiento de su cabeza. “No hijo. Estoy bien —respondió por fin con voz cansada, añosa—. Sólo que Dios me castigó porque nunca supe decir no”.

Sin dar oportunidad a una respuesta, la mujer levantó su morral. Después de un gran esfuerzo que acompañó con un pujido, abandonó la cobertura del árbol arrastrando sus pies con la parsimonia de las personas que les pesa la vida: aparentaba querer borrar sus propias huellas y perder a la sombra que la seguía.

“Espere señora —pidió Pedro—, el movimiento de su cabeza no es castigo de Dios —le dijo casi gritando—: es el reflejo de una enfermedad; se la llama de Parkinson”. La mujer levantó los hombros para dejar un “¡bah!” como estela y siguió su camino hacia el olvido que ella misma se había inventado. Pedro se quedó con las ganas de explicarle lo que sabía sobre el mal, lo leído en alguno de los libros de su padre, médico y especialista en enfermedades del cerebro. Bajó los párpados y como si repitiera la información guardada en su hipotálamo, pronunció el nombre de James Parkinson: “Essay on the Shaking Palsy se llama el libro. Pobre mujer: morirá creyendo que Dios la castigó. Lo paradójico es que ella imagina que lo merece por haber sido disoluta, tal vez demasiado feliz… o quizá una liberal en exceso… ¿Qué habrá hecho cuando joven?”, se preguntó justo cuando a lo lejos descubrió la hermosa figura de Imelda.

 

Avatares

—Está Usted muy hermosa, señorita Santiesteban. Desde que la vi su aroma invadió mis sentidos y atrajo a mi mente muchas imágenes extrañas. Cambió la intensidad de la luz. El viento y los ruidos cesaron. Lo único que alcancé a escuchar fue el eco del sonido de unas campanas celestiales; me llegó junto con su voz…

            —Exageras Pedro. O tu caballerosidad te indujo a omitir que las campanas son las de Catedral tocadas, supongo, por algún campanero travieso que las echó a vuelo; alguien que se escapó a la vigilancia de tus soldados. De cualquier manera, gracias por la flor.

            —No, no, espera: oí el tañer a que te refieres, o sea el de las campanas de Catedral. Te aseguro que ese sonido es distinto a las campanitas del corazón, armonía que se hizo acompañar con el sentido del olfato que suele traernos olores y fragancias gracias al poder del cerebro que todo lo almacena en quién sabe dónde.

            —Está bien; acepto la lisonja. Que sirva de marco a la imaginación y creatividad que, me han dicho, tiene el pintor José Clemente Orozco. Así que si estás de acuerdo —dijo sin hacer alguna pausa que pudiera aprovechar Pedro para persistir en sus requiebros— vayamos cuanto antes a donde se encuentra esa pintura: se llama Omnisciencia ¿verdad?

            Del Campo asintió con cierta congoja porque sus “flores” se habían marchitado en cuanto las tocó el aire. Sin perder la sonrisa, síntoma de su porfía de enamorado, tomó del brazo a Imelda para protegerla y cruzar el callejón de La Condesa. Antes de llegar al restaurante le indicó: “Espera. Déjame decirte algo de esa casa, la de los Azulejos, una mansión llena de recuerdos. Intuyo que tu estancia en Europa te alejó de las historias que se tejieron alrededor del edificio. ¿O no?

            —Así es: del edificio y de México, Pedro. Los océanos te mantienen ajeno, distante. Sin embargo, mi madre me transmitió algunas cosas. Ya sabes: romances, leyendas, hablillas, en fin, lo serio y lo lúdico que se vive y crea memoria en una ciudad como ésta. Recuerdo que antes del restaurante, la casa fue algo así como un club o una lencería…

            —Fue muchas cosas, incluso el lugar donde ocurrió un crimen pasional…

            —Sí, también me lo platicó mi madre. Creo que fue un caso parecido al de los Capuleto... ¿Estoy en lo cierto?

            —Pero con un final distinto al de los veroneses: Manuel Palacios, oficial de la Corona, entró a la casa y apuñaló al conde Suárez Peredo porque éste se opuso al amor de una de sus hijas. —Pedro calló sin aparente motivo y segundos después continuó—. Por cierto acabo de ver a una mujer que podría ser… No, olvídalo. Mejor sigo con la historia del asesino: el tipo fue ejecutado. Triste final para un enamorado… ¿No crees?

            —Pero justo para el homicida… Oye, me interesa lo de la mujer que acabas de ver. ¿Se trata de mi rival?

            Con una sonrisa de halago Pedro respondió: —Tú no tienes rivales. La mujer a que me refiero es una pobre vieja que pudo haber sido el amor de Manuel Palacios... Quizás de su fantasma… —Iba a verter la historia cuando interrumpió el recepcionista del restaurante para asignarles la mesa e invitarlos a pedir su aperitivo. —Yo quiero un oporto —dijo ella—. Y a mí deme vino —secundó él.

             —Omnisciencia, ¿dónde está el mural? —preguntó Imelda al mesero.

            —Al subir la escalera, madame.

            —Tomamos nuestras copas y después lo vemos, ¿te parece? —preguntó Pedro.

            —De acuerdo Capitán, usted manda —aceptó Imelda. Sin decir nada metió la mano a su bolso; sacó de él un sobre y le dijo a Pedro—: Toma esta carta, es de Leonora. Ayer me contactó alguien de su confianza para entregármela. Como verás la cubierta está rotulada con tu nombre.

            — ¿Me permites que lo abra?

            —Adelante Pedro. Yo también tengo curiosidad de saber lo que dice mi amiga, bueno si acaso se puede.

            Del Campo extrajo la carta y la leyó en silencio:

 

Pedro, Gleen, mi amor imposible:

Te extraño. Estoy un poco lejos de la ciudad de México. Lo que en seguida leerás lo supe desde hace varios meses; sin embargo, al principio no le di la importancia que creo tiene. Sheffield comentó frente a mí que una madre de nombre Conchita le pidió apoyo a uno de sus ayudantes, el que la recibió en audiencia. Dijo la señora que tenía un plan para acabar con los bolcheviques del gobierno. El embajador no consideró importante tratar con ella porque, comentó con razón, una monja carece del poder para impedir lo que, según la opinión de la religiosa, será el segundo ascenso de Álvaro Obregón a la presidencia.

                        Semanas después supe por otro de los militares de la Embajada, que la misma madre había organizado un grupo de fanáticos dispuestos a dar su vida por lograr la gloria eterna. Sé que esto puede ser intrascendente, pero algo me ha hecho pensar en ello e incluso tener varias pesadillas en las cuales escucho disparos y después piso, me resbalo y caigo sobre enormes cuajarones de sangre. A esas digamos que visiones, le sigue otra: la presencia fantasmal de Tom quien aparece atado en el fondo del mar suplicándome que lo escuche a pesar de que no lo oigo. Lo veo gritando palabras sin sentido ahogadas en burbujas.

Pedro: espero que todo ello sólo sea producto de mi imaginación, espejismos o fantasías oníricas que las hermanas Fox recomendaron interpretar de acuerdo con sus experiencias paranormales. Preguntarás ¿y quiénes son las hermanas Fox? Fueron dos mujeres originarias de Hydesville, un pueblo en el estado de Nueva York, donde la que esto escribe nació. Lo curioso es que en mi pesadilla aparece la fecha 31 de marzo, creo que de 1848. Ese día ocurrió el fenómeno que convulsionó a la gente de mi país. La fecha forma parte de las historias de los muertos que vuelven para darnos sus mensajes. Si sumas los números del día y el mes encontrarás que el resultado es siete. Es un dígito que se repite en mi sueño predominando en las hojas del calendario que pasan veloces como si tus dedos estuvieran jugando con las páginas de un libro.

                        Amor: me costó mucho trabajo decidirme a comentar lo que acabas de leer. Quizá sólo sea producto de la imaginación de una mujer acongojada por la distancia que nos separa, espacio que nunca podré acortar. Pero más me acongojaría quedarme callada con esos que pueden ser avisos del más allá. Así que perdóname el haberte dicho lo que parece un desvarío, mismo que tú sabrás cómo interpretar y si es o no importante.

                        Te quiero y seguiré siendo tuya a pesar de la distancia y del tiempo eterno.

            Leonora.

 

PD: el número siete de mis sueños siempre precede a la cruz donde murió Jesucristo. ¿Será un mensaje?

 

Al concluir la lectura, Pedro se quedó ensimismado pensando en Leonora; en la faceta que nunca le descubrió y que, por primera vez, le hacía olvidar el calor, el aroma y los destellos de luces, sensaciones que percibió en sus apasionados encuentros sexuales. Dobló la carta con cuidado y la metió al sobre que después se llevó a la bolsa interior de su saco.

            — ¿Se puede saber lo que dice Leonora? —preguntó curiosa Imelda.

            —Dame tiempo. Tengo que asimilarlo y un día de estos lo comparto contigo. ¿Te molesta mi discreción?

            —Claro que no. Me parece un acto propio de un caballero como tú. Ahora, si te parece, vamos a ver la pintura...

             —Está bien, vayamos a verla. De regreso ordenamos nuestro almuerzo al fin que tenemos todo el día…

 

La sinergia

Como otros países de América y de Europa, el México intelectual también estaba influido por el trabajo de Sigmund Freud. Para Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, “la endemoniada inteligencia del alemán impactó en el comportamiento de los hombres del César”. El sacerdote achacaba a esa “novedad científica” la alteración de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, trato que había logrado cierta estabilidad después del cisma que produjo las leyes dictadas por Benito Juárez. Decía el clérigo que el problema detonó en cuanto apareció en México una copia manuscrita del libro El porvenir de una ilusión.

—Pero antes de ese documento —objetó Pedro cuando habló del tema con Miguel— el general José Álvarez y Álvarez de la Cadena ya había leído algunas de las obras y ensayos del psiquiatra y ensayista. De ahí que la tesis de Freud haya influido en la relación entre el clero y el gobierno callista, específicamente el estudio que refiere los daños que ocasiona la abstinencia sexual. En uno de sus ensayos, Sigmund dijo que parte del éxito de los científicos se debía a su capacidad para vivir sin relaciones sexuales. Semejante costumbre —escribió en los albores del siglo xx— les ayuda en sus estudios, pero les resta la originalidad y creatividad que se manifiesta en los artistas. Asimismo, estimó que muchos de los graves daños emocionales se debían a la costumbre o tradiciones del sacerdocio católico, entre ellas el celibato.

Miguel, que lo había escuchado con la atención del alumno que admiraba al maestro, apostilló:

—Leonardo Da Vinci, otro de los personajes que formó parte de los estudios de Freud, fue la excepción a la regla, pues el científico y artista florentino, reveló el psiquiatra, tenía tendencias homosexuales y su brillo creativo se manifestó hasta los cincuenta años de edad, época en que encontró la fuerza de la inspiración. Usó a la “Gioconda” para sustentar su dicho: al pintarla, argumentó Freud, tu amigo, la expresión de su madre adoptiva quedó reflejada en el cuadro. Con esta y otras pistas el médico estableció que la represión, fijación y sublimación configuraron las aportaciones de la pulsión sexual a la vida anímica de Leonardo, un hombre cuyo interés científico sofocaba a su concepción artística.

Alejandro C. Manjarrez