El poder de la sotana (La mujer de la zapatilla roja)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 35

La mujer de la zapatilla roja

 

Un sutil pensamiento erróneo puede dar lugar a una

indagación fructífera que revela verdades de gran valor.

Isaac Asimov

 

Pedro conducía su Ford T Roadster. El color amarillo del vehículo daba el toque alegre a la gama de grises difundida por los edificios y la neblina matutina. Había cerrado la ventila del parabrisas y también las ventanas laterales. Supuso que el calor del motor le ayudaría a tolerar el frío que se colaba a la cabina del auto por algunas hendiduras del toldo de tela. Estaba cansado. Había manejado durante más de cinco horas continuas forzando la vista en la oscuridad de la noche sin luna. Justo cuando entró a la avenida 20 de Noviembre, salieron los primeros rayos de sol. Vio cómo esos leves haces de luz casi horizontales cruzaban en su camino para romper la bruma y marcar la trayectoria de la calle transversal. El emblema del automóvil que sobresalía del cofre, semejaba la mira de un arma apuntando hacia la Catedral, la “casa de Dios”. Llegó a la Plaza de la Constitución; rodeó sus jardines y tomó la antigua calle de Plateros. En el trayecto rumbo a su casa se le cruzó uno de los lecheros rezagados cuya carreta era jalada por dos famélicos pencos. “No toco las bocinas —pensó complaciente—; asustaría a las bestias y quién sabe dónde paren los botes de leche… Además es domingo y despertaría a los dormilones”. Esperó tranquilo a que el cochero doblara en una de las calles. En esa breve demora observó atento a tres mujeres vestidas de negro que salían de una casona colonial. “Son monjas disfrazadas de esposas beatas”, dijo para sí cuando se cruzaron por la mira de su auto. Al quedar vacía la calle Pedro siguió su camino: aceleró y diez minutos después ya estaba frente a su casa. Extrajo de la reducida cajuela su voluminosa maleta. Con ella colgando de la mano se dirigió al pórtico de la casa. “Ay —se quejó—, cómo me hace falta una mujer que me espere. Podría ser Imelda o incluso Leonora —musitó con cierta añoranza —. ¿Las dos? Es mucho pedir a la suerte. En fin. ¿Qué hará mi linda gringuita?”, dijo e imaginó la cadencia de sus caderas y su mórbido busto. Recordó el calor de su cuerpo y en seguida sintió un escalofrío. “No cabe duda que Leonora dejó en mi hipotálamo el aroma de su perfume revuelto con el olor de su cuerpo, una esencia que bien pudo haber inventado Afrodita. Extraño sus caricias, el calor de sus manos tersas y juguetonas, los apretones de sus firmes muslos, la candente humedad de su vagina, el aliento de sus jadeos…”

            —Buenos días, sénior —le dijo alguien que pasó frente a él quitándole la concentración.

            —Buenos días —respondió Pedro extrañado por el acento de aquel individuo que parecía tener prisa. Volteó a verlo y le llamó la atención las botas que sobresalían del largo abrigo de astracán. “El tipo es un militar”, se dijo y siguió su camino hasta ubicarse en la puerta de su casa. La abrió y al entrar vio en el suelo una mancha de sangre. Nervioso recorrió con la vista el interior ya con la pistola en la mano sacada de la funda oculta bajo su chamarra de piel. En uno de los rincones descubrió los pies de una mujer tirada sobre el piso, uno descalzo y el otro con la zapatilla roja a punto de caer del pie: era lo único que sobresalía del cuerpo medio oculto detrás el sillón de la sala. Caminó hacia el bulto con la precaución de un militar acostumbrado a enfrentar el peligro que acecha en cualquier parte. Antes de llegar al sitio donde se encontraba el cadáver, revisó la casa dispuesto a disparar a lo que se moviera. Nada. El tiempo parecía haberse detenido. Una vez que confirmó que no había riesgo fue hasta donde se hallaba el cuerpo. Al verlo sintió que el mundo daba vueltas. Se acercó a él sacudiéndolo en un intento de darle vida. La cabeza estaba suelta como si hubiese sido separada del tronco. El cabello cubría las hermosas facciones femeninas. Posó las palmas de sus manos en el pecho de la mujer y, olvidándose de la sensación que empezó a añorar desde que ella se fue del país llevándose su energía, lo oprimió con el ritmo que aconsejaban los médicos. No hubo ninguna señal de vida. Fue entonces cuando pronunció el nombre de Leonora y se puso a llorar para adentro, como lo hacen los niños que quieren ocultar su llanto para que nadie se entere o los vea. “El que te haya hecho esto las va a pagar con su vida”, dijo sollozando. En ese momento recordó la figura, el abrigo y las botas del tipo que se atravesó en su camino. “¡Fue él, es un soldado gringo”!, concluyó con el deseo de venganza reflejado en sus ojos inyectados de odio. La frase “buenos días, sénior” le rebotaba en la cabeza. Sintió correr la sangre por sus venas al ritmo del desorden cardiaco que le provocó la adrenalina. Las pulsaciones parecían reventarlo repitiéndose el mareo que avisa la pérdida de sentido. Se golpeó la cara con las manos abiertas y aspiró profundo. “Ya cálmate”, dijo molesto. Fue hacia el mueble donde guardaba las bebidas y sin fijarse en la etiqueta de la primera botella que encontró, le quitó la tapa y bebió varios tragos. “Es coñac”, confirmó aspirando el buqué. Volvió a beber dos tragos más. Carraspeó. Se tomó del cabello. Lo pensó y levantó el teléfono. Movió varias veces la manivela hasta que por el auricular surgió la voz de uno de sus subordinados. —Manda a mi casa un vehículo grande —le dijo—. Aquí lo espero. Hazlo con discreción. Tú vienes con el chofer y entran por la puerta de servicio. Procuren que nadie los vea y si acaso se encuentran con algún vecino muestren confianza y seguridad. Como si fuesen parte del vecindario.

            La mente de Pedro del Campo empezó a procesar la información que había captado: el lugar donde estaba el cadáver, la forma en que lo encontró, el tipo que se le atravesó en la calle poco antes de llegar a su casa, la falta de una de las zapatillas de su amiga y la hora del crimen que, dedujo por la temperatura del cuerpo y la consistencia de la sangre, ocurrió cuando él estacionaba su automóvil. “¿A qué vino Leonora? ¿Qué traía entre manos? ¿Por qué no me avisó? ¿Quién mandó matarla?” Se preguntaba una y otra vez. Hubo varias respuestas pero no tuvo tiempo de razonarlas debido a que en ese momento se acordó que ambos habían convenido dejarse mensajes debajo del cajón del escritorio. “Cuando no me encuentres coloca una prenda o un recado en este lugar”, le dijo alguna vez. Fue hacia el mueble, sacó el cajón y en el fondo de hueco encontró el sobre que junto con una liga azul había depositado Leonora antes de que la mataran. Iba a abrirlo cuando repiqueteó el teléfono.

—Soy el teniente López, jefe. Ya fue para su casa el vehículo que le ordenó al sargento. Le llamo para informarle que Lupe, nuestro contacto en la embajada, me pidió localizarlo para que le diga que Leonora corre peligro. Algo escuchó pero no me lo dijo porque quiere que usted sea el primero en saberlo. Ya ve como es de misteriosa la señora.

El teniente hizo un silencio largo esperando el comentario o alguna orden de su superior. Sin decir nada Pedro colgó el aparato y regresó por el sobre con la intención de abrirlo y enterarse del mensaje de Leonora. Todavía conservaba el olor afrodisiaco del perfume que usaba la mujer. “Lo abriré después de hablar con el general”, se dijo y tomó el teléfono. Movió la clavija para enviar la señal al aparato de su jefe. Le dio varias vueltas a la manivela y esperó algunos segundos:

            —Mi general —dijo en tono marcial en cuanto escuchó la voz de su jefe—, tengo datos cuya contundencia me obliga a solicitarle ordene que se aplace la reunión con el embajador Téllez y las personas que, de acuerdo con su instrucción, fueron citadas para mañana. Uno de mis contactos —agregó antes de que Álvarez pidiera las razones de la petición— ha sido asesinado, pero hay algunas pistas que podrían dar más contundencia a nuestro plan, a la estrategia. Sólo solicito una o dos semanas Jefe…

            Pedro esperó la respuesta del general con la paciencia de Job. Conocía el cuidado que Álvarez ponía a las palabras cuando tenía que establecer un compromiso importante.

—Está bien —dijo Álvarez—. Espero que me sorprendas con algo importante —amenazó.

            —Confíe usted que así será.

            — ¿Para qué pediste un camión? —cuestionó el general.

            —Debo limpiar las huellas que me sembró alguno de nuestros enemigos...

            — ¿Hay sangre?

            —Sí señor.

            —Espero el informe.

            No hubo más diálogo. Jefe y subordinado colgaron el teléfono. Como si se hubiesen puesto de acuerdo los dos miraron el calendario y consultaron su reloj de bolsillo. Álvarez pensó en los días que faltaban para sorprender a Coolidge. Y Del Campo meditó en qué hacer para encontrar al asesino de Leonora.

            Cuando el silencio se había apoderado del departamento, Pedro escuchó un ruido en su recámara. En su mente volvieron a pasar las escenas del militar saludándolo y el cuerpo de Leonora. Tomó su arma seguro de que tendría que matar a quien estuviera en su habitación. Se acercó a la puerta con el sigilo de los felinos que buscan a su presa. Vio que estaba entreabierta y decidió empujarla con fuerza apuntándole a lo que habría de encontrar. Del otro lado del cañón de su pistola estaba una niña de un año y meses. Alguien la había acomodado rodeada de almohadas. Sus grandes ojos miraron con ternura a Pedro. Éste se quedó pasmado sin articular palabras. No sabía qué hacer. Bajó su arma después de escudriñar la recámara. Volvió la vista a la pequeña en el momento en que ésta dijo: ¿Mommy…?

 Alejandro C. Manjarrez