La gente no conecta con lo que es falso

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Al final, lo falso solo convence a los que también lo son...

Nos hemos vuelto expertos en detectar lo falso. Lo sentimos en la piel, como una corriente que no calienta, como un abrazo sin cuerpo. Tal vez porque estamos cansados. Tal vez porque la vida ya nos ha dado demasiados golpes como para dejarnos engañar por una sonrisa entrenada o un discurso de plástico.

Los políticos lo olvidan. Se creen actores, pero sin alma. Ensayan sus gestos frente al espejo, entrenan la mirada empática, aprenden a mover las manos como si fueran palomas o puentes. Pero cuando hablan, no pasa nada. Porque no dicen. Simulan. No se les quiebra la voz, no dudan, no respiran hondo antes de responder. Y eso—aunque parezca detalle menor—nos aleja.

La gente no conecta con lo que es falso. Porque la mentira no vibra. No duele, no arde, no emociona. Solo flota, como un papel mojado que no llega a ningún puerto. Por eso, cuando un político improvisa mal, repite frases gastadas o simula cercanía desde la altura de una tarima, perdemos interés. No es que no entendamos el mensaje. Es que no creemos en él.

Y no se trata de oratoria, ni de escenografía. Se trata de verdad. De una que se nota en los ojos, en las manos, en el modo en que alguien se sienta a escuchar en vez de gritar. Porque las puestas en escena podrán llenar auditorios, pero no corazones. Y si el corazón no late con lo que se dice, la política sigue vacía.

Al final, lo falso solo convence a los que también lo son.

Tobías Cruz