Y el presidente se hizo pendejo

Alejandro C Manjarrez
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—Vean ustedes lo que encontré sobre mi escritorio. Es dinero que dejó algún pendejo con la clara intención de comprometerme, de corromperme. Voy a investigar y cuando agarre al autor de este atentado, les prometo que lo llevaré a juicio. Y si puedo yo mismo fusilaré al cabrón. —Volteó a ver la foto del presidente en turno antes de justificar con energía castrense: —El jefe máximo no tendrá inconveniente.

Muchos de ellos, por complacer a tiranos,
por un puñado de monedas, o por cohecho o soborno
están traicionando y derramando la sangre de sus hermanos.
Emiliano Zapata

 

Llegó a su nuevo trabajo sin el uniforme verde olivo. Lo hizo pensando en las palabras del presidente, frases que retumbaban en su cabeza:

“Agárrelo usted con las manos en la masa; y que el tipo responda por sus trapacerías. ”

Órdenes contundentes e irrebatibles.

Deseos utópicos e ingenuos.

El general tres estrellas, que en esta historia se llamará Odilón Manríquez 1 entró al despacho del titular de la Dirección General de Tránsito del Distrito Federal. Sin mediar ninguna explicación uno le soltó al otro la mala nueva:

—Vengo a suplirlo y me acompañan los auditores que revisarán sus cuentas.

No había acabado de pronunciar la última palabra cuando entró el equipo que formalizaría el cambio de director.

El trámite fue breve y sencillo.

Y el ya ex director abandonó del despacho arrastrando la cobija.

“No es la forma, no es justo… Debieron avisarme…”, masculló mientras abandonaba la oficina y el cargo que lo había hecho rico.

Veinticuatro horas después Odilón Manríquez convocó a una rueda de prensa para informar a la sociedad los pasos que seguiría con el objeto de modernizar y moralizar a la dependencia.

La conferencia

Manríquez ingresó a la sala de prensa portando el uniforme de gala colgado de las medallas que reconocían sus servicios prestados a la patria.

Su entrada produjo un murmullo intenso.

De entre ese cuchicheo destacó la voz de Pedro, el decano de la fuente.

—Es demasiado uniforme para tan poco cargo oferta el periodista en voz baja.

—Señores periodistas —intervino el militar—: primero quiero que sepan que soy un general de división diplomado del Estado Mayor. Que he llegado a esta dirección con el firme propósito de enaltecer mi carrera y nunca deshonrar el uniforme que porto aunque, como acaba de decir alguno de ustedes —lo alcancé a escuchar— sea mucho para el cargo que me asignó la superioridad. No habrá concesiones para los corruptos; no permitiré el coyotaje ni la extorsión; acabaré con el cáncer que corroe las entrañas de esta dependencia. Si alguno de ustedes tiene informes sobre las faltas de ética o actos de corrupción a cargo del personal, háganmelo saber antes de que aparezcan en la prensa; yo mismo tomaré cartas en el asunto y daré los detalles correspondientes.

Los periodistas estaban en el proceso de asimilar las palabras del funcionario para preguntar cuando el general se retiró sin permitir preguntas.

—Nunca ningún director había sido tan claridoso —exclamó uno de ellos.

Los otros manifestaron su acuerdo con el compañero que había soltado el reclamo contra el entusiasmo moralizador mostrado por Manríquez.

Pedro se abstuvo. Sonreía.

Concluida la breve conferencia los reporteros salieron a redactar sus notas pensando en que la suya sería la principal noticia del día siguiente.

“Se acabó la corrupción en Tránsito”.

“Fin al cochupo en Tránsito”.

“Se militariza la Dirección de Tránsito”.

Varios periódicos incluyeron la reacción de los jefes de los mandos medios entrevistados, los que en apariencia concentraban y distribuían el dinero de las mordidas:

“Dicen que en Tránsito no hay corrupción”, ironizó uno de los diarios.

Sólo el rotativo de Pedro manejó los méritos militares del general.

Manríquez quedó más o menos complacido con lo publicado por la prensa. Estaba seguro de que el presidente de México lo llamaría para felicitarlo.

"Ahora que llegue a la oficina —supuso— seguramente tendré la llamada del jefe".

Con esa ilusión dándole vueltas en la cabeza decidió entrar al edificio por la puerta principal que entonces daba a la Plaza Tlaxcoaque. Pudo ver así a los coyotes trabajando y a los empleados mirándolo con cierta desazón. El general percibió la inquietud y buscó entre los mirones a su secretario particular. No estaba. Pero en su búsqueda distinguió a varios de los periodistas que estaban participando en la conferencia de prensa del día anterior.

Uno de ellos, Pedro, dejó el grupo con el propósito de acercarse al militar para con un tono dulzón decirle:

—Aquí estamos, mi general, para lo que se le ofrezca.

—Gracias —respondió seco el funcionario.

El nuevo director entró a su despacho y miró el paquete que alguien había puesto sobre la cubierta del escritorio H. Steel color gris rata.

“¿Qué será?”, Se preguntó mientras rompía la envoltura custodiado por la fotografía oficial del presidente de México, retrato colocado en la pared.

Al descubrir el contenido del paquete, su voz fuerte, estentórea y destemplada retumbó en las polvosas paredes de la oficina pública:

- ¡Secretario! ¡Venga usted de inmediato!

El ayudante entró asustado pensando que había ocurrido un accidente.

—A sus órdenes jefe—dijo cuadrándose en una mala y cantinflesca imitación militar:

—¡Tráigame a los periodistas! ¡Pero ya!

Antes de que el ujier abandonara la oficina, Manríquez agregó:

—Acabo de verlos en la entrada. Dígales que voy a hacer una declaración importante.

Cinco minutos más tarde los reporteros de la fuente ya estaban plantados frente al general que parecía haber crecido de repente. Manríquez los vio, aspiró profundo y dijo señalando el paquete:

—Vean ustedes lo que encontré sobre mi escritorio. Es dinero que dejó algún pendejo con la clara intención de comprometerme, de corromperme. Voy a investigar y cuando agarre al autor de este atentado, les prometo que lo llevaré a juicio. Y si puedo yo mismo fusilaré al cabrón. —Volteó a ver la foto del presidente en turno antes de justificar con energía castrense: —El jefe máximo no tendrá inconveniente.

—¿Y cuánto dinero es? —Preguntó Pedro rompiendo el barullo ocasionado por la noticia. Era el mismo periodista que minutos antes se había puesto a las órdenes del general.

Manríquez no pudo contestar porque no había contado el dinero.

—A ver cuéntelo usted delante de todos —ordenó a quien había hecho la pregunta. Y en seguida bromeó—: Pero que no se pierda ni un peso, eh…

El reportero se puso a contar el dinero con la habilidad de un cajero de banco.

- ¡Doscientos mil pesos, señor! —Informó el reportero.

El general, visiblemente molesto, ordenó a su secretario:

—Empaqueta bien los billetes —dijo—. Y ustedes señores periodistas por favor firmen la envoltura. Aquí mismo se guardará el dinero hasta que encuentre al cabrón que lo dejó en mi escritorio.

Ya no hubo preguntas.

Los reporteros se retiraron sintiéndose parte de lo que parecía una batalla contra la corrupción.

Al siguiente día, Odilón Manríquez llegó a su despacho para encontrar en el mismo lugar del escritorio otro paquete de dinero. Y volvió a convocar a la prensa para repetir el ritual del día anterior. Igual, eran doscientos mil pesos. Con la sospecha pegada en su cara, el general dijo que el autor del plan podría ser alguno de los funcionarios interesados ​​en corromperlo.

—Quien haya sido yo mismo lo llevaré de los güevos al paredón —espetó con la cara descompuesta por la ira.

Los periódicos restaron importancia al hecho. Si acaso dos de ellos lo refirieron como si se tratase de una anécdota sin importancia o de una de tantas corruptelas, las mismas de siempre. “En Tránsito sigue la mata dando”, garabateó uno de los columnistas del género policiaco.

Durante el fin de semana el fantasma del paquete tomó su asueto. Pero al martes siguiente ahí, en el lugar de costumbre, el general volvió a encontrar la misma cantidad de dinero envuelto impecablemente en papel manila.

Otra rueda de prensa. Y de nuevo el protocolo informativo, incluida la amenaza del general:

—El pinche corruptor, sea quien sea, cada día está más cerca del paredón.

La oficina se vació. Salieron todos, excepto Pedro.

—Oiga mi General oferta ceremonioso el reportero—, ¿y qué pasará si se esfuma el dinero que tiene guardado? Nadie le va a creer que se lo robaron —previno—. Antes de escuchar la respuesta volvió a ponerse a las órdenes del general—. Dígame usted cómo lo ayudo, jefe.

El funcionario endulzó su expresión.

—Tiene usted razón, amigo —consintió amable—. Mañana mismo aplicamos ese dinero a la compra de equipo.

- ¿Puedo comentar algo de ello en mi periódico? —Preguntó el periodista.

- ¡Ándele, llévese la primicia y adelántese a lo que diré a sus compañeros! —Lo animó el general

La inversión

Casi dos millones de pesos costaron las motocicletas nuevas que adquirió la dependencia. Parte de la compra se pagó con el dinero recaudado, el que apareció sobre el escritorio gracias a la constancia de aquella estrategia de corrupción.

Los agentes motorizados agradecieron al general su “acertada decisión”.

Ese fin de semana se llevó a cabo la fiesta organizada por la hermandad de motociclistas. El líder de los uniformados le dijo a Pedro, el periodista amigo de todos ellos:

—Lo del agua al agua, Pedrito…

El lunes siguiente el general madrugó para llegar a la oficina antes que sus colaboradores. Entró contento y con el sabor del triunfo que había obtenido tres días antes.

“¿Lo sabrá el Presidente?”, Se preguntó emocionado durante el fin de semana. Su duda se perdió en el limbo debido a que volvió a encontrar otro paquete sobre el escritorio color gris rata. Ya no gritó al secretario (quizás porque aún no llegaba) pero mandó llamar a Pedro, el reportero que se había hecho su amigo y asesor involuntario.

- ¿Qué hago, Pedrito? Seguramente seguirán llegando los pinches paquetes de dinero — dijo apesadumbrado pero dispuesto a conocer y valorar la respuesta de su improvisado asesor.

—Guárdelo mi General. Deje que pase el tiempo. No diga nada. Después usted verá qué aplicación le da a ese dinero. A lo mejor identificamos al remitente desconocido y, como lo ha prometido, lo arrastra de los güevos hasta el paredón…

El general miró con recelo la cara sonriente de su interlocutor. Levantó la ceja y cuando iba a hablar, Pedro continuó:

—Con todo respeto, jefe, le recomiendo olvidar el asunto hasta que se calmen las aguas. Los compañeros van a creer que se trata de un plan para ocultar algo muy grande. Mejor tómese su tiempo.

—No cabe duda de que Dios te puso en mi camino, hermanito— dijo Manríquez. Haré lo que aconsejas y ya veremos de qué cuero salen más correas…

Fue la última noticia sobre los regulares y misteriosos envíos. Nunca más se supo del “fantasma del dinero” hasta que…

Después de muchos años escuché la historia que acaba usted de leer. Le pregunté a Pedro, relator de la misma, entonces reportero de la fuente y después dueño de su propio diario:

- ¿Y qué fue lo que pasó don Pedro?

- ¿No lo adivinas, verdad?

—No —mentí.

—Pues yo era el que recaudaba el dinero para posteriormente ponerlo en el escritorio… Mis colegas y los jefes me escogieron para corromper al general antes de que acabara con la mina de oro que era la Dirección de Tránsito…

—Es obvio que lo convencieron —dije tratando de ocultar mi enfado.

—No sólo eso —aclaró—: el tipo se convirtió en el más corrupto director que haya tenido la dependencia. Él fue el mecenas de mi periódico —confesó orondo poco antes de que el coñac lo noqueara…

Hasta aquí esta triste historia de la supuesta lucha contra la corrupción, cuyos paladines casi siempre salen derrotados… o millonarios.

Es obvio que el presidente de México se hizo pendejo. Y que el general le vivió eternamente agradecido.

 

Alejandro C. Manjarrez 

 

[1] Usé un nombre ficticio para no manchar la memoria de los protagonistas, las familias viven del dinero y la gloria de aquellos tiempos