El presidente cachondo

Alejandro C Manjarrez
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En efecto, Adolfo López Mateos se había casado por la Iglesia con la hermosa hija de los Gutiérrez. Y aunque fue otra de sus muchas aventuras románticas, quizá la última, el matrimonio aquel hizo las veces de colofón a la pasión amorosa de este hombre enamorado de las mujeres jóvenes a quienes la naturaleza hizo bellas, bien proporcionadas y portadoras de la cadencia que incentiva la libido de los hombres...

En una de sus giras por la capital de la República, Adolfo López Mateos inauguró el nuevo acceso al Pedregal de San Ángel donde, a partir de la roca volcánica, los arquitectos de vanguardia sacaron provecho a la herencia pétrea del Planeta.

Por ahí se encontraba una hermosa mujer cuyos destellos parecían opacar la luz que iluminaba la transparente mañana.

Angelina se llamaba ella. E iba con su madre.

Ambas se habían empeñado en entregar al señor presidente la carta donde pedían su intervención para que el gobierno construyera en la zona un nuevo concepto de jardín de niños.

“¡Don Adolfo… Presidente!”, gritó la mamá de Angelina blandiendo el sobre blanco que contenía la misiva.

La vista, el oído, el olfato y su caballerosidad obligaron a López Mateos a ver a la señora que lo llamaba: la miró fugazmente y con el rabillo de sus ojos descubrió la figura de la bella señorita que la acompañaba. Repuesto del golpe al corazón que de momento le hizo olvidar a los disidentes sindicales “enemigos de la patria”, amable como solía serlo, Adolfo se acercó a doña Eugenia:

— ¿Para qué soy bueno, Señora?”, le preguntó con su peculiar galanura.

— ¡Ay, señor presidente...! Gracias y perdone nuestra impertinencia —dijo la sorprendida mujer…

— ¿Nuestra? —dudó don Adolfo con la imagen de la joven mujer pegada al rabillo de sus ojos.

—Sí. De mi hija y de su servidora —respondió ella al tiempo que dirigía su mirada al orgullo de la familia. Queremos que nos ayude. No hay kínderes por acá…

—Jardines de niños, mamá… —corrigió la hija con su voz tenue, profunda.

El presidente hizo como si no hubiese visto ni oído a quien ya lo había cautivado. Prácticamente le arrebató la carta a la doña y la previno simulando indiferencia hacia su hija:

—Me pondré en contacto con usted. ¿Cómo dice que se llama?

—Eugenia, para servirle —alcanzó a responder la señora.

López Mateos se dio la media vuelta sin atender el adiós de las mujeres, una muy bella y joven, la otra madura y todavía guapa.

Al día siguiente llegó a casa de los Gutiérrez un miembro del Estado Mayor Presidencial:

“Doña Eugenia —dijo el militar a la sorprendida dama—, el señor presidente le pide que mañana jueves vayan usted y su hija a Los Pinos. A las diez de la mañana vendrá un automóvil a recogerlas. ¿Está de acuerdo?”

La señora asintió sonriente, emocionada.

Los Pinos

Como lo prometió el militar, a la hora pactada llegó el automóvil que debía conducir a las Gutiérrez a la oficina del primer mandatario de México quien, sin dudarlo, al verlas cambió de talante para dejar la investidura de Jefe de Estado y colocarse la de Casanova.

—¡Lupe, toma nota, por favor; la madre de esta preciosa criatura te va a dictar! —espetó Adolfo a su secretaria después de los escarceos con sus invitadas, cabriolas verbales que incluyeron las habilidades culinarias de la madre que logró vencer el miedo al poder, el máximo de México.

Animada por la petición de su anfitrión, doña Eugenia se puso a dictar los ingredientes y pormenores de la receta del espagueti a los cuatro quesos, el platillo que a partir de ese día dio sabor a la vida republicana.

—Pero mejor háganlo ustedes en su casa —interrumpió mañoso don Adolfo—; e invitan al presidente para que disfrute esa pasta que ya estoy saboreando.

Seis meses después del sancochado encuentro que dio un giro violento a la vida de la familia presidencial, Josefina Rodríguez, operadora de larga distancia internacional de Teléfonos de México, platicó a sus amigos el “delito” que acababa de cometer: ¡había escuchado la conversación del jefe de las instituciones mexicanas con su novia Angelina! (en esa época no estaba digitalizada la comunicación telefónica).

—Casi llora de amor —comentó Josefina con un dejo de remordimiento—. Su voz cortada por la emoción me cautivó. Escuché al presidente confesarle que la extrañaba y que no veía la hora de regresar de Europa. Habló del calor del cuerpo y de las humedades y de los temblores orgásmicos y de las sensaciones del tacto…

Josefina repitió su indiscreción hasta que un día el que esto escribe tuvo oportunidad de escucharla:

—¿Y cuál fue la reacción de ella? —Pregunté con el morbo de la juventud—. ¿Le respondió en el mismo tono?

—La misma que su novio —ironizó mi informante—: le dijo que pasaba las noches en vela y húmeda cuando pensaba en él, en sus caricias. Alcancé a escuchar cómo sollozaban. Bueno eso es lo que me pareció —acotó traviesa la tal Josefina.

Para entonces, junto a la casa de los Gutiérrez, ya funcionaba el jardín de niños mejor habilitado del país, quizá el más elegante de aquellos años y además ejemplo para los educadores del mundo, o cuando menos de nuestra sufrida América Latina.

8 milímetros

Otra vez la buena suerte del periodista me puso frente a esta historia de amor. Así me enteré de la frecuente exhibición de la película de la boda eclesiástica, escenas que sorprendían a quienes —invitados por la familia, claro— podía verlas y atender la explicación del licenciado Gutiérrez, el orgulloso “suegro” de López Mateos. “Esto parece política ficción”, pensé cuando me tocó escuchar la historia.

Se disiparon mis dudas sobre lo que parecía un cuento de alguno de los cronistas de Palacio. El anfitrión me platicó sus recuerdos sin mediar remordimientos ni pena (era director de Caminos y Puentes Federales de Ingreso y Servicios Conexos). Lo hizo sincronizando sus palabras con las imágenes del celuloide familiar:

“Mi hija casó con el presidente López Mateos…

“Lo que están viendo es la boda religiosa de Angelina…

“Éste es el único de los matrimonios que vale…”

En efecto, Adolfo López Mateos se había casado por la Iglesia con la hermosa hija de los Gutiérrez. Y aunque fue otra de sus muchas aventuras románticas, quizá la última, el matrimonio aquel hizo las veces de colofón a la pasión amorosa de este hombre enamorado de las mujeres jóvenes a quienes la naturaleza hizo bellas, bien proporcionadas y portadoras de la cadencia que incentiva la libido de los hombres.

Es obvio que los obispos de la época, influyentes representantes de Dios, no tuvieron empacho en inclinar la cerviz ante el hombre que ostentaba el poder del César.

Pasó el tiempo y el primer mandatario del país empezó a sufrir de jaquecas, antecedente del aneurisma cerebral, enfermedad que finalmente lo llevó a la tumba. Dicen que su único consuelo fue Angelina e hijos: estar junto a ella y a ellos pudo haber endulzado el final de su azarosa, romántica y complicada vida.

Durante los últimos meses de aquel régimen, el destino de México quedó en manos de Humberto Romero Pérez, su secretario privado.

“El señor está indispuesto. Así que te pido su comprensión. Por favor no lo molestes. Tengo instrucciones de…”, decía Humberto a secretarios de Estado y gobernadores. Y en efecto, las neuralgias impidieron a López Mateos gobernar. El intenso y permanente dolor le obligó a ceder el manejo del poder presidencial a Romero Pérez.

Empero, no obstante su terrible enfermedad, dicen que don Adolfo logró disfrutar sus últimos días en este mundo al lado de sus hijos. Momentos felices sin duda junto a los niños que empezaban a vivir.

López Mateos murió y se llevó el carisma y la energía que atrajo a la joven Angelina y a muchas otras mujeres. En su lugar sólo quedó el recuerdo del poder que hace a los hombres seductores, arbitrarios a veces, casi siempre dioses efímeros, de vez en cuando padres injustos, ocasionalmente amantes intensos, y con frecuencia esposos infieles.

Otra película. El performance de la vida romántica de quienes cumplen sus sueños de poder en la cama y en el foro público. El toque personal al espagueti recalentado de cada seis años, tal y como ocurrió con el segundo López del siglo, el Portillo…

Alejandro C. Manjarrez