La democracia es una creencia patética en la
sabiduría colectiva de la ignorancia individual.
Henry-Louis Mencken
Dado que en los partidos la corrupción ya forma parte de las “franquicias políticas”, me auto plagio y repito algunas de las opiniones de investigadores que abordan ese mal a partir de la ciencia (ontología) que profundiza sobre los procesos mentales[1]:
Para Yves Mény, la sofisticación de las actividades corruptas tiende a convertir la corrupción en una acción invisible y por tanto difícil de castigar. Michel Johnston, también especialista sobre el tema, dice que ese cáncer social puede y debe ser tratado como el mal endémico que padece la sociedad. Arnold J. Heidenheimer, topógrafo de semejante costumbre, asegura que la presencia de la corrupción en los países europeos ha provocado presiones de todo tipo, algunas destinadas a tratar de controlar los sobornos a funcionarios públicos.
Donatella della Porta, otro experto del fenómeno cuya antigüedad rivaliza con el origen del meretricio, comenta que la corrupción es una de las causas de los cambios en los gobiernos del mundo y, en particular, de la transformación de las características de sus clases políticas.
Susan Rose-Ackerman aborda la misma cuestión ubicándose en los “altos estamentos”: sus estudios establecen que la corrupción en esos niveles, se traduce en grandes cantidades de dinero e involucra a empresas multinacionales que son las que suelen pagar los sobornos y las comisiones ilegales más espectaculares: Walmart, el ejemplo más reciente, dato que Andrés Oppenheimer no incluyó en su libro Ojos vendados, donde el periodista argentino muestra cómo funciona la corrupción en el comercio transnacional.
Esta cascada de reflexiones sobre la trama más escabrosa de México y del mundo, obliga a rescatar de las redes sociales lo dicho por Pier Paolo Giglioni y Steven R. Reed para dar el tono de conclusión a estos párrafos, mensaje cuya contundencia debería hacernos meditar sobre lo ocurrido en Puebla: la corrupción política es el “síntoma de profundo deterioro de la vida pública que además amenaza los valores básicos de la democracia”.
Parto pues de este pensamiento para lanzar a los cuatro vientos las siguientes preguntas:
¿La corrupción se manifestó en la democracia de Puebla? ¿Hubo un acuerdo para que ocurriera la alternancia del poder? ¿Existió algún pacto de impunidad entre Rafael Moreno Valle Rosas y Mario Marín Torres? ¿Se estableció la designación de “chivos expiatorios” que pudieran atemperar las presiones de la sociedad que exige al gobierno castigo para los corruptos cuya opulencia es la prueba fehaciente de sus delitos?
La única explicación que medio justifica el soslayo oficial a las contundentes respuestas afirmativas que surgen de las preguntas enunciadas, la encontré en la esencia de lo que revela la conocida anécdota que repito:
Luis Cabrera Lobato increpó a un servidor público:
—Es usted un corrupto, un ratero —dijo el poblano en funciones de diputado federal.
— ¡Pruébelo! —respondió colérico el dizque ofendido funcionario.
— ¡Lo acuso de corrupto y de ratero, no de pendejo! —reviró el abogado.
Si partimos de que en nuestra época existen sofisticados controles y un bien organizado sistema de información que permite detectar los delitos en contra de la hacienda pública, así como diversas verificaciones operadas por varias dependencias (SAT, Función Pública, contralorías, órganos de fiscalización, etc.), no tendría porqué seguir funcionando la máxima virreinal del “acátese pero no se cumpla”. Tampoco la juarista que para los amigos proponía justicia y gracia mientras que a los enemigos aplicaba la ley a secas. Menos aun la corrupción en el gobierno. Mantener vigente esos criterios (la omisión legal y el moche combinados con la gracia y la impunidad) equivale a verle la cara de pendejos a los gobernados. Y eso sí que es un atentado muy peligroso contra la sociedad que, hoy más que nunca, reclama y exige el cumplimiento y la aplicación de la ley a secas para todos, amigos o no del poder.
No hay duda:
La corrupción existe, ahí está; se ve y se siente; brota como la mala yerba. Sin embargo, como ocurrió en Puebla, la han omitido para —así lo sugirió el gobierno cuando la sociedad exigía la denuncia y consignación de Mario Marín (“presunto culpable”)—, garantizar la gobernabilidad y por ende la paz social. Y también para fortalecer el ejercicio del poder.
De ahí que sea válido agregar los siguientes cuestionamientos a las preguntas enunciadas:
¿Gobernabilidad es igual a usar la ley para controlar a la oposición? ¿Gobernabilidad equivale a cooptación de partidos políticos? ¿Gobernabilidad significa poner bridas a los líderes de opinión? ¿Gobernabilidad incluye manipular el concepto de democracia? ¿Gobernabilidad encarna el ejercicio del poder para controlar a los otros poderes? ¿Gobernabilidad infiere el manejo de los organismos electorales?
Maquiavelo respondería que sí. Pero dadas las condiciones de la información inmediata que corre por las redes sociales, perdió eficacia la herencia del florentino porque la sociedad ya no tolera la costumbre de darse baños de pureza con la porquería de los demás, aunque Jesús Reyes Heroles haya sugerido la necesidad de aprender a salir limpios de los asuntos sucios y, si es preciso, decía, lavarse con agua sucia.
La corrupción institucional
Las primeras líneas de este segmento son, reitero, parte de libro La Puebla variopinta, conspiración del poder, reflexiones que me sirven para enmarcar los hechos electorales que el ejercicio del poder gubernamental poblano convirtió en el “síntoma de profundo deterioro de la vida pública que además amenaza los valores básicos de la democracia”.
Durante décadas la sociedad criticó a los priistas por su forma de hacer política para conservar el poder. Señaló los actos de corrupción electoral entonces basados en robar urnas, alterar votaciones, hacer votar a los muertos, modificar resultados, preparar y operar carruseles, tamaladas y otras artimañas diseñadas para propiciar la derrota de los adversarios. Durante años fue Acción Nacional el partido más enfático en presentar denuncias contra los fraudes cometidos por el PRI. Aquellas andanadas jurídico-mediáticas propiciaron la división interna del otrora partidazo. Nació así la Corriente Crítica que no sólo sacudiría la estructura gubernamental sino que de paso unió a las izquierdas diseminadas en las fracciones producto de los protagonismos “iluminados”. Fue cuando el sistema político mexicano parió al PRD, organización que agrupó a los, a la sazón, llamados tránsfugas del tricolor; Cuauhtémoc Cárdenas, el más connotado.
La elección del 2000 cambió el rostro de aquel México declarado sede mundial de la dictadura perfecta mitigada por la corrupción. Diez años antes había nacido el IFE acompañado con la esperanza de hacer del país una nación más democrática. Este organismo validó el proceso que convirtió en presidente a Felipe Calderón Hinojosa para avalar la intervención ilegal de la estructura electorera que en esos días manejaba la maestra Elba Esther Gordillo Morales. Un remedo exacerbado del grupo “Amigos de Fox” ya que en vez de dinero aportaron cientos de miles de votos a cambio de impunidad y algunos favores políticos, como fue el caso de la senaduría primero y después gubernatura de Rafael Moreno Valle, priista que a instancias de la Maestra se hizo panista, precisamente para ganar los cargos enunciados. Así nació un llamémosle liderazgo basado en el viejo dicho que reza: echa la ley, echa la trampa.
Durante el mandato de Rafael Moreno Valle se legislaron leyes tramposas articuladas con la intención de permitir el manejo autoritario de la administración pública: le dieron el control absoluto al mandatario. Lo mismo ocurrió con los procesos electorales que en la mayoría de los ayuntamientos ubicaron a personas afines al proyecto personal del gobernador, uno de ellos (José Antonio Gali Fayad) postulado después para dar continuidad al gobierno morenovallista. Se cambió la ley y se amplió el mandato de alcaldes y diputados (de tres años a cuatro años ocho meses) dizque con la intención de emparejar el proceso electoral poblano con las elecciones nacionales. La verdad es que con la estructura política basada en la participación de munícipes y legisladores afines, Moreno Valle pudo garantizar el blindaje que, de manera menos inteligente, también buscaron los gobernadores de Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo.
Puebla se convertía así en el ejemplo nacional de cómo deben alterarse los valores básicos de la democracia y qué tienen que hacer los gobernantes para corromper la política librándose de los efectos de la ley. Los dirigentes de los partidos de oposición se manejaron bajo la directriz del mandatario. El partido en el poder (el PAN) puso en acción lo que años antes había denunciado y señalado con dedo flamígero. La enorme deuda pública se disfrazó con el ropaje burocrático confeccionado por los empleados del gobernador Moreno Valle, personal comisionado y constituido en mayoría del poder Legislativo. Esta misma “fuerza popular” designó (a instancias del gobernante, claro) al Fiscal General del Estado, función que recayó en el procurador de justicia del gobierno de Rafael Moreno Valle. El proceso electoral de Puebla (2016) dejó en calidad de liliputienses a los políticos del PRI que en sus mejores tiempos los organizaron; me refiero a quienes inspiraron a Mario Vargas Llosa, promotor del concepto “dictadura perfecta“.
Estos ejemplos trazados a vuela pluma me permiten decir que en Puebla nació una nueva forma de corrupción. Esto gracias a que se combinaron la obsesión del mandatario, con la tecnología, el esquema financiero y las técnicas de empoderamiento que no reparan en la ética publica y menos aún en los propósitos expresados cuando el servidor público protesta cumplir con la Constitución y las leyes que de ella emanan. “Hecha la ley, hecha la trampa”, dijo el clásico. Con ello la entidad se afianzó como pionera, pues a base de golpes el poder forjó la historia, en este caso la historia de la vergüenza.
Lo trágico para México es que —como lo escribió el citado Yves Mény— la sofisticación de las actividades corruptas haya tendido a convertir la corrupción en una acción invisible y por tanto difícil de castigar. Pero por ventura, contra esa supuesta invisibilidad, observan y operan las redes sociales.
[1] Publicado en mi libro: La Puebla variopinta, conspiración del poder, Ed. Cruman, enero 2015