¿Quién vela por esos jóvenes que paradójicamente tienen por techo las estrellas y por vecinos a las ratas? ¿Acaso Dios? Tal vez
Seres olvidados. Niños de la calle. Qué tema tan complicado. Ahí están. Existen, sobreviven, son ignorados y a veces “ayudados” por los automovilistas a quienes les sobra el peso que les permiten quitarse un peso de encima, el moral.
¿Qué hacer? Está difícil saberlo porque a nadie parece importarle que esos niños existan casi de milagro o que sufran o que pidan ayuda en la calle. ¿Y los programas gubernamentales? A veces tienen la misma utilidad del bache en la calle: son de bajo impacto no sólo por su sentido o su presupuesto sino también por la forma en que se operarán. A ello hay que agregar que a nadie le importa que abusen de los menores huérfanos: no hay supervisores que vigilen los derechos humanos de los niños y de los jóvenes que ingresan a las instituciones de apoyo. Es uno de los trámites que pasan desapercibidos, igual que muchas otras cosas que maneja el gobierno.
Preguntamos: ¿Quién vela por esos jóvenes que paradójicamente tienen por techo las estrellas y por vecinos a las ratas? ¿Acaso Dios? Tal vez. Puede ser incluso que la divinidad tenga algo para ellos, pero no en la tierra sino allá en el cielo. ¿Y acá, quién debe ser el responsable? Si quitamos a Dios de esta interminable y humana discusión nos queda el gobierno que no ha podido con éste y con otros problemas como, por ejemplo, el cáncer de la corrupción.
Ahora bien, si partimos de que el gobierno debe responsabilizarse de los niños de la calle, deberíamos entonces que pensar en la posibilidad de crear un programa de educación formativa para el servidor público: que le enseñen a entender el problema y a trabajar para resolverlo.
¿Locura? ¿Solución? Parece un tema de película, clones al servicio del Estado. Sí, en efecto, el Estado rector de las vidas de ésos y otros humanos en desgracia, los que están condenados a sufrir y a vivir en condiciones adversas. ¿Y los orfanatos? Aparte de que en muchos casos es negocio para quienes los administran, no existe en las personas encargadas la vocación o filosofía moral que permiten rescatar e impulsar a los hijos de la nada. Se trata de un equipo humano cuya labor les permite disfrazarse de trabajadores sociales. Claro que hay excepciones que confirman la regla, casi todas aplastadas por el montón de ineficacia burocrática.
Réplica entrevistó a Miguel Díaz, un exchavo banda (lo de ex no es por lo banda sino por lo chavo), quien desde hace tiempo ha querido fomentar el arte y otras disciplinas para beneficio de este grupo social pero se ha topado con la falta de interés. Y lo poco que logró fue a fuerza de tocar puertas y hacer acopio de paciencia. Uno de cada cien le abrió su corazón. Le preguntaron o sugirieron: ¿Votan esos jóvenes? ¿Aportan algo a la democracia? No hubo respuestas a preguntas peregrinas, tontas. Sólo aclaraciones: son ciudadanos como nosotros, iguales que cualquier rico; comparten el entorno y viven tal y como lo hacen los pirrurris. Que a veces se portan mal, no es su culpa. Forman parte de un sector deprimido, olvidado e incluso hasta explotado de diversas formas, incluida la política.
Estamos pues obligados a investigar qué se puede hacer para ayudar a los niños de la calle, cuáles son las agrupaciones serias que pueden hacerlo y cómo hacer para que el gobierno acepte su existencia y haga algo por ellos.
Hasta la Próxima.