Capítulo 8
El complot
Hay puñales en las sonrisas de los hombres;
cuanto más cercanos son, más sangrientos
William Shakespeare
Estaba confirmado: las compañías petroleras norteamericanas querían impedir que se reglamentara el artículo 27 de la Constitución mexicana. Para lograrlo pusieron en operación el plan denominado “Green”. La estrategia tenía años de haber sido diseñada basándose en la información y los datos de las compañías petroleras filiales de las empresas que llevaron a cabo el deslinde de las tierras nacionales, contrato por el cual Porfirio Díaz entregó a los extranjeros (estadunidenses e ingleses) grandes extensiones del territorio donde se encontraban los principales mantos del oro negro, “los veneros del petróleo que escrituró el diablo”.
La noticia
— ¡Álvarez! ¿¡Confirmó lo que le dije!? —retumbó la voz de Calles en el despacho presidencial.
—Sí señor Presidente —respondió el general mientras caminaba hacia Plutarco—. Lo he confirmado con todas mis fuentes. La información coincide con lo escuchado por Lupe, nuestra espía en la embajada de Estados Unidos…
Se hizo un largo silencio. El Presidente que vestía un traje elaborado con fino casimir inglés, observó el uniforme de Álvarez y Álvarez. Pasó sus gruesas manos por las solapas de su saco de civil; parecía disfrutar la tersura de la tela de lana peinada que le había cortado el mejor sastre de la época. Caminó hacia una de las ventanas del despacho presidencial. La abrió. Se quedó pensativo. Aspiró el aire limpio y oxigenado de la ciudad de México. Miró al general Álvarez y lo cuestionó:
— ¿Espía…? ¿Quién es esa espía?
—La mujer que se hizo pasar por sirvienta, Señor. Dejé la nota informativa sobre su escritorio. Se trata de la señora que escuchó al embajador Sheffield cuando éste instruía a uno de sus asistentes.
— ¿Y qué es lo que dice la tal Lupe que dijo el tal Embajador? —inquirió Calles con sus toscas manos metidas en los bolsillos del saco.
—Sheffield debe haber usado algunas claves verbales para instruir a su ayudante —respondió Álvarez seguro de la información que había recibido—. Le dijo que esté preparado porque podría llevarse a cabo una invasión, misma que, de acuerdo con los informes que obtuve de otras fuentes, deberá ocurrir en cuatro meses, a lo sumo…
—José, pero eso es el dicho de la tal Lupe —dudó el general —. Ya sabe usted cómo se las gastan los espías para encontrar la forma de justificar lo que se les paga. ¿Invasión? Cualquiera que lo diga tiene grandes posibilidades de acertar. Los gringos siempre piensan en aumentar su territorio y riqueza. Suponen que es su destino manifiesto dirigido por la mano invisible de Dios. Como bien le consta, Álvarez, contra esa amenaza nos hemos enfrentado. Es el cántaro que sube y baja en el pozo; la cantaleta de todos los días…
El jefe del Estado Mayor pensó en cómo responder al Presidente de la República sin alterar la buena relación que existía entre los dos. Clavó su mirada en los ojos de Calles y dijo:
—Tiene usted razón Presidente. Pero en este caso Lupe, nuestro contacto, ha sido muy responsable y seria. Sabe la importancia de su trabajo. Por ello se afanó y pudo ver cómo Sheffield mostraba los documentos donde están las instrucciones, más humanas que divinas —jugó Álvarez—. Lo supo porque el embajador comentó su contenido en voz alta sin percatarse de la presencia auditiva de Guadalupe; y si acaso se dio cuenta, pudo haber pensado en que los sirvientes mexicanos no entienden inglés, mucho menos las mujeres...
— ¿Entonces avala Usted los informes de Lupe?
—Sí señor Presidente… Avalo su trabajo, respondo por ella.
Calles se quedó callado. Miró el plafón del despacho. Se sentó un momento para enseguida levantarse. Repitió su ejercicio de aspiración de oxígeno y con el rostro enrojecido por el coraje lanzó un estrepitoso—: “¡Me lleva la chingada!” La expresión fue acompañada con el violento movimiento de su pierna que impulsó la silla coronada con el águila imperial. Parecía que después del golpe, el ave saldría volando para no caer al suelo junto con el sillón presidencial. Ave y serpiente se bambolearon asidas al sitial que se resistió a desplomarse. Calles refunfuñó. Caminó por el amplio despacho. Después de varias vueltas decidió salir a la terraza para que el viento húmedo de la tarde nublada le ayudara a pensar en alguna solución práctica. Vio ensimismado el trazo perfecto de la avenida Reforma. “Debería llamarse Paseo de la Soberanía”, masculló. Trascurrieron varios minutos hasta que hizo el ademán que esperaba su jefe del Estado Mayor, la seña de autorización. José Álvarez acudió al llamado pero, prudente como era, se mantuvo a tres metros de distancia.
— ¡Acérquese General! —Insistió don Plutarco pasándose los dedos de su enorme mano por el cabello entrecano, rudo—. Es hora de dar respuesta a todas las intrigas que empezaron cuando Álvaro era el presidente de México… Creo que ya encontré la forma de defendernos de estos cabrones; el cómo les vamos a voltear el chirrión por el palito. Pero primero tenemos que conseguir los documentos… los que vio la tal Lupe. Se me ocurre lo siguiente Pepe…
El hombre de confianza del presidente escuchó atento las instrucciones de su jefe. Tomó algunas notas mientras asentía. Formuló las observaciones y sugerencias que juzgó pertinentes. Enseguida propuso lo que sería la parte del plan a su cargo.
Sin cambiar los rasgos adustos de su cara, el presidente Calles autorizó la propuesta. Álvarez hizo el saludo militar y se retiró urgido por el tiempo que, le había dicho Plutarco Elías, tenía que rendirle al triple.
Conforme el jefe del Estado Mayor recorría los pasillos del alcázar de Chapultepec, entonces residencia oficial del presidente de México, pensaba en las tácticas previamente diseñadas por él y su personal de confianza. “Sólo hay una forma de acabar con el proyecto de invasión: la inteligencia que suple a las armas. Pero para ganar esta partida, tenemos que usar la fuerza del enemigo”, —se dijo convencido de que esa era la mejor estrategia para responder a quienes pretendían derrocar a su jefe Calles.
Palacio Nacional
—Pedro, tienes que hacer contacto con Portes Gil, gobernador de Tamaulipas. Dile al comandante de la zona que esté a la mano, localizable para cuando el Presidente lo requiera. A usted, Mario, le toca acercarse a las oficinas de Morones. E igual que Pedro deberá permanecer atento a las órdenes del Jefe. Tomen debida nota: a partir de este momento quedamos en estado de alerta. No sé cuándo pero pronto los convocaré a una reunión urgente, discreta y confidencial. Pedro redactará el memorándum con toda la información disponible. —Álvarez centró su mirada en Del Campo y agregó—: Capitán, detalla en el documento lo que haremos durante las próximas semanas, sin omitir ningún antecedente. Habrá que mantenernos en comunicación. No podemos fallarle al Jefe. Nada puede quedar al margen ni sujeto a la valoración ajena. Aunque ya lo sabes no sobra repetirlo: yo decido qué sirve y qué se desecha. ¿De acuerdo Capitán?
—De acuerdo General. Tendré que incluir mis cuitas amorosas —bromeó Pedro con la intención de justificar sus amoríos que formaban parte de las pesquisas.
Con la sonrisa en el rostro que lo mostró como un hombre con facultades perceptivas, Álvarez respondió:
— ¿Y tú crees que las ignoro?
El jefe del Estado Mayor Presidencial despidió a los convocados diciéndoles que el tiempo apremiaba. Ya sólo, con la vista fija en la Catedral, Álvarez hizo un recuento mental sobre la información que disponía. Se asomó por el balcón que daba al zócalo para observar una escena común: varias personas caminaban como si estuviesen cargando el fardo de la preocupación que acompaña al hambre. Era una de las tantas familias que transitaban por las calles aledañas al Palacio Presidencial: el hombre, su mujer y tres niñas, todos vestidos con ropa de manta percudida. “No cabe duda que les hace falta la religión —musitó—. Sólo ahí encuentran la esperanza que perdieron poco después de nacer. Pobre gente —lamentó acordándose de Leon Bloy—: su destino es pasar del útero a la tumba sin tener más objetivos que el esperar a que Dios o la Guadalupana hagan el milagro que sueñan. Lo peor es que no saben cuál es, ni qué quieren, ni para qué podría servirles”.
Los protagonistas de aquel cuadro costumbrista eran, como siempre, los indígenas de alguna las etnias que acudían al centro de la capital a vender sus productos perecederos. La estampa recordó al general Álvarez que gracias a la vestimenta común en el medio rural, él había podido disfrazarse con la indumentaria purépecha que le permitió escapar de alguna persecución ordenada por uno de los tantos capitanes que combatían a los levantados en armas contra la tiranía porfiriana. Decidió alejarse de la ventana con la intención de pensar en la misión que le había delegado su jefe, el presidente. Revisó algunos documentos y concluyó que debería mostrárselos a Calles para comentarlos y decidir qué hacer. “Tendré que convencerlo —razonó— del por qué debemos usar la inteligencia en lugar de la fuerza. Él lo sabe pero no está por demás abundar en las consecuencias que habría si respondiésemos con las armas. Nos arriesgamos a ceder otra parte de nuestro territorio —admitió—. Insistiré en que es mejor valernos del derecho internacional en vez de entrar a una guerra que perderíamos antes de iniciarla. Él sabe que Coolidge necesita el reconocimiento del mundo tanto para su país como para su doctrina. Todo indica que el gringo hará todo lo que esté a su alcance con tal de que México no exhiba a su gobierno por operar de manera clandestina y sucia. Ésa es nuestra ventaja. Está de por medio el proyecto comercial expansionista de Estados Unidos. Por ello el mejor camino será la diplomacia basada en el sentido común. No hay de otra. Tenemos que propiciar nuestro propio milagro, el mismo o algo parecido al que unos piden y otros aguardan sentados en el templo arrodillados frente a cualquier altar, incluso el de la Patria. La historia no ha enseñado que los gobiernos tienen la obligación de forjarse su propio destino para, vaya paradoja, crear otra magia, la que nuestro pueblo espera desde que sus antepasados voltearon hacia el sol creyendo que era Dios.”