El poder de la sotana (El flechazo)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 9

El flechazo

 

La música es el lenguaje que me

permite comunicarme con el más allá.

Robert Schumann

 

El pianista interpretaba la música de la canción Marchita el alma, cuando un parroquiano le pidió que tocara Estrellita: “Es del mismo autor, Manuel M. Ponce. Seguramente se la sabe”, gritó desde el fondo del restaurante aquel peticionario cuyo rostro parecía esconderse entre las sombras.

            —Claro que me la sé. Pero me gustaría que alguien la cantara... —retó levantando la voz a manera de invitación.

            Nadie habló. Se hizo un largo silencio. El pianista volvió a preguntar si en ese lugar había alguien que pudiera cantar Estrellita. De nuevo el silencio.

            — ¡Eso es un pretexto! —Dijo en tono de protesta quien había hecho la petición—. ¡Se necesita una voz privilegiada para interpretarla! Lo que yo le pedí es la melodía. Tóquela si se la sabe... Y si no se la sabe dígalo, sea Usted sincero.

            Molesto, el músico se levantó del banco. En el momento en que iba a retirarse del piano para ir a reclamar al individuo que lo había insultado, del fondo del salón salió la voz diáfana de una mujer: — ¡Yo la canto maestro! ¡Es un honor para mí que me acompañe su autor!

            Hubo cierta expectación mientras que la dama caminaba contoneándose con elegancia. Sus movimientos fueron seguidos por los ojos de los comensales, hombres y mujeres. Al llegar al piano, la espontánea ya había impregnado el aire con su aroma de primavera.

            — ¿Se la sabe, alguna vez la ha cantado? —preguntó el músico mostrando en su rostro la sorpresa y la preocupación entreveradas debido al impacto que le causó la belleza de la mujer.

            —Sí, Maestro —respondió ella, afirmación que escucharon todos los comensales—. Insisto: es un honor interpretarla acompañada por su autor.

            —El honor es para mí señorita. Me complace mucho que una mujer tan hermosa como usted conozca mi obra y además que la cante. Vamos pues que yo la acompaño...

            La mujer caminó alrededor del piano como si se tratara de un ejercicio escenográfico. Sus pasos firmes y delicados la mostraron como lo que era: una prueba de la “divina proporción”, un bello ejemplar de la naturaleza. La gente le aplaudió, más que por el arrojo de cantar sin ensayo previo la pieza musical que requería una “voz privilegiada”, con el deseo de hacer quedar mal al tipo que mañosamente había increpado al músico sabedor de que éste era el autor de Estrellita. En las pausas de su recorrido en torno al piano de cola, los ojos verdes de la muchacha encontraron las miradas de los parroquianos. Vio decenas de rostros apenas iluminados por la luz de las velas encerradas en un quinqué. No pudo escuchar lo que decían; sin embargo, por los gestos supo que la estaban animando.

            — ¿Cómo te llamas? —fue la primera frase que percibió con claridad.

            ­—Imelda Santiesteban, maestro.

            — ¿El tono?

            —El original, maestro, en fa.

            Manuel María Ponce besó la mano de Imelda y se sentó con la desconfianza que acompaña a lo imprevisto. Hizo la introducción en el piano agregándole algunas florituras y acordes que impactaron al público. La intención de Ponce fue romper las tensiones que produjo la petición primero y después el reclamo. En el compás correspondiente, la mujer empezó a cantar como si hubiese ensayado mil veces con el pianista y compositor. Entonces su bella y poderosa voz de soprano lírica invadió el espacio: la extensión y uniformidad de su color parecían no requerir el control de la respiración. Su perfecto fraseo mostró que por sus dotes interpretativas la cantante no era una aficionada. El público se quedó gratamente sorprendido e inmóvil escuchándola sin perder un momento del arte musical que le había tocado en suerte disfrutar. El pianista no ocultaba su asombro y satisfacción. Sonreía y su gesto mostraba las emociones que lo embargaron. En la frase final que Imelda cantó (“Porque yo ya no puedo sin tu amor vivir...”), las palmas de la gente se golpearon para aplaudir entusiastas el arte del compositor y la calidad vocal de la intérprete casual.

            —Que bella voz, Imelda. ¿Dónde estudiaste? —preguntó Ponce.

            —En el Liceo Rossini de Bolonia, Maestro.

            — ¡Con razón...! Es una de las mejores escuelas del mundo. Por ello tu técnica es perfecta. ¿Pero eres mexicana, verdad?

            —Sí maestro. Desde pequeña mi madre me llevó a Italia donde vivía mi abuela, que también era mexicana, aunque hija de una inglesa. Allá aprendí a cantar y también a querer a mi país, a mi patria, a México. Por cierto su nombre y su talento siguen presentes en las conversaciones de los académicos. En Bolonia dicen que Manuel M. Ponce ha sido de los mejores estudiantes extranjeros que ha tenido Italia.

            —Gracias; me alienta que me recuerden aunque exageran —dijo sin poder evitar el rubor que salió de sus mejillas—. ¿Vienes acompañada? —preguntó para cambiar el tema.

            —Sí, con mi mamá… es la señora que está mirándonos, ¿ya la vio? —respondió Imelda señalándola con un movimiento de la cara.

  • ¿Me permites que les invite un café, un vino… lo que deseen?

            —Será un honor, Maestro.

            Imelda y Manuel se dirigieron a la mesa donde estaba la madre de la cantante. En el trayecto fueron felicitados por los comensales. El “bravo”, los “que hermosa voz”, el “gracias por tan bella sorpresa” y la común petición de “cante otra por favor”, fueron algunos de los elogios que acompañaron a la pareja. La algarabía cesó cuando cantante y pianista llegaron al lugar donde se encontraba la otra Imelda, la madre. E inició el parloteo con tal confianza que cualquiera que los escuchara podría haber supuesto que se trataba de tres personas unidas por fuertes lazos de amistad. Pero no: la relación nació justo en ese momento como si se tratase de un renuevo generacional, de la reunión que tardó cien años en concretarse.

Flirteo y contrición

El melómano imprudente se mostró como si se hubiese atorado entre la maraña de su frustración y arrepentimiento, además de ridiculizado por su impropia y momentánea petulancia. No se movía para evitar llamar la atención y provocar algún ofensivo escarnio que le obligara a responder como hombre. Asimiló las consecuencias de su provocación. Decidió actuar y abandonó su mesa para dirigirse a donde estaban las Imelda que alegres departían con Ponce.

            —Perdón que les interrumpa —los sorprendió—. Sólo quiero disculparme: con usted Maestro por haberlo ofendido; con ustedes Señora, Señorita, que tuvieron la desventura de presenciar los arranques de un tipo que olvidó su compromiso genético y legado familiar. No sé si sirva pero debo confesarles que estoy alterado debido a los acontecimientos políticos que vive el País. Perdonen mis arrebatos. Espero tener la oportunidad de mostrar al hombre de bien, tanto por su origen como por sus principios y educación. Mis respetos Señoras. Maestro discúlpeme. Imelda, validó usted el arte que conmovió a los venecianos.

            Hizo una reverencia sin dejar de ver el rostro de la cantante. Y se retiró antes de cualquier respuesta. Las mujeres y el músico se quedaron pasmados. Iban a comentar algo pero lo impidió la presencia de otro hombre que por su postura y la forma de andar parecía oficial del ejército. Les entregó una tarjeta y comentó:

            —Es del caballero que acaba de retirarse. Mi Jefe. Aquí están sus datos. ¿Ustedes podrían obsequiarme los suyos?

            En un acto instintivo, sin meditarlo, Imelda sacó de su bolso un papel y en él apuntó su nombre y dirección. Manuel M. Ponce le pidió la hoja para hacer lo mismo. Así los dos entregaron al visitante lo que les había solicitado.

            “Gracias”, dijo el asistente del parroquiano que “olvidó su origen”. Los tres nuevos amigos se quedaron atónitos mirándose sorprendidos hasta que la dama mayor soltó un “cosas veredes…” La más joven de las mujeres leyó la tarjeta de quien poco antes se había disculpado; sin hacer comentarios la guardó en su bolso. “¿Pedro del Campo? —pensó—. Qué interesante encuentro.”

Alejandro C. Manjarrez