Capítulo 1
Antecedentes
¿Qué es una intervención?
En el derecho internacional se denomina intervención al acto por el cual el gobierno de un país, mediante la presión política o la fuerza, obliga o trata de obligar al de otro a conducirse en determinado sentido en sus actividades internas o externas. O bien es el hecho por parte de un Estado de inmiscuirse por su propia autoridad en los asuntos de otros, imponiéndoles incluso una determinada línea de conducta acerca de uno o varios problemas, o diversos tipos de soluciones para un número indeterminado de dificultades.
Tenemos que lo que caracteriza a la intervención es la acción positiva de un Estado lo suficientemente fuerte como para obligar a otro a que actúe contra su voluntad. De este modo quedan excluidas las actividades pasivas y los simples consejos dirigidos por un Estado a otro, con ánimo de moverlo a una determinada conducta pero sin intención de obligarlo a ella.
La práctica ha señalado diferentes tipos de intervención, que si bien tienen importancia desde el punto de vista teórico no ofrecen sin embargo diferencias básicas en lo que se refiere a su fundamentación y efectos. Se distingue generalmente entre intervención directa e indirecta; interna y externa; individual y colectiva; intervención por causa de humanidad; intervención por propaganda; intervención por democracia o no reconocimiento de gobiernos, etcétera.
Considerada como un medio más o menos lícito de la política internacional, la intervención ha sido intensamente practicada en el pasado, particularmente en el Continente Americano (sobran los ejemplos, antiguos y más o menos contemporáneos). Claro que pronto quisieron los juristas distinguir entre las intervenciones lícitas y las ilícitas, incluyendo en las primeras principalmente a aquellas intervenciones por causa de humanidad.1 y 2
La opinión del internacionalista mexicano Isidro Fabela sobre este punto es que no pueden justificarse las intervenciones que se basan en razones humanitarias o en el derecho de conservación cuando son decididas unilateralmente por la misma potencia que las ejecuta, porque en cada caso se está constituyendo en juez y parte.
Manuel J. Sierra, en su tratado de Derecho internacional público, dice que la intervención nunca se justifica ni aun en caso de que se reclame como un deber de humanidad, ya que a pesar de los principios humanitarios que inspiran las tesis que la legitiman, los peligros que encierra la apreciación de una situación de este tipo dan lugar a toda clase de atropellos a la soberanía de los Estados.3
Las doctrinas que sobre la intervención se han elaborado pueden agruparse en cuatro escuelas principales:
La primera, sostenida por unos pocos autores, define la intervención como un principio reconocido del derecho internacional, y por tanto su ejercicio como un acto legal.
La segunda es la formada por aquellos que han dado al principio de no intervención un carácter absoluto. Entre ellos está Kant, quien sostuvo que ningún Estado debe inmiscuirse en los asuntos de otro. Dentro de ésta se hallan principalmente los tratadistas de los países latinoamericanos, que sostienen el principio de no intervención en forma integral, sin modalidades que limiten su alcance o desvirtúen su espíritu.
La tercera es seguida por un gran número de escritores de países intervencionistas, quienes admiten el principio de no intervención, pero con tan numerosas excepciones que en realidad el principio que defienden es el de la intervención misma.
Por último, algunos ven en la intervención no un derecho absoluto o relativo, sino un hecho brutal engendrado por determinadas necesidades sociales o políticas.
La Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya, Holanda, estableció su criterio respecto del debatido derecho de intervención con la sentencia que dictó en el caso del Canal de Corfú, y que fue en el sentido de que el pretendido derecho de intervención no puede ser considerado mas que como manifestación de una política de fuerza, política que en el pasado ha dado lugar a los abusos más graves y que no podría, cualesquiera que sean las deficiencias presentes en la organización internacional, encontrar ningún lugar en el derecho internacional.4
EU y Latinoamérica: una larga cadena de intervenciones
La historia latinoamericana contiene numerosos ejemplos de intervenciones de Estados Unidos. Muchas de ellas no han sido intervenciones militares directas, sino que ellos se han valido de medios indirectos y ocultos para llevarlas a cabo. Algunos de los medios empleados para tal fin incluyen un amplio repertorio: sobornar a los dirigentes políticos de un país, ejercer grandes presiones políticas y económicas sobre el gobierno, organizar conspiraciones que después atribuyen a los militares descontentos con el régimen de su país y muchos otros parecidos. Los numerosos golpes de Estado que se han realizado en América Latina han sido, en la mayoría de los casos, auspiciados por el gobierno norteamericano, y en otros, organizados y dirigidos por sus embajadores.
Cuando los gobiernos de Latinoamérica no ofrecían suficientes garantías de seguridad a las inversiones, Estados Unidos promovía golpes de Estado para deponerlos y en su lugar colocar a gobernantes adictos y que entienden mejor la conveniencia de un equilibrio racional de fuerzas. Pero se reserva en apelación el recurso de la intervención armada o de la agresión económica.5
Desde fines del siglo XIX las expediciones que el filibustero Walker realizó en Centroamérica, fueron organizadas, equipadas y armadas en Estados Unidos con el permiso, la satisfacción o la tolerancia de las autoridades y con el invariable beneplácito de pueblo y gobierno norteamericanos, que en cada uno de sus retornos a la patria recibían a Walker como un héroe nacional.
El 10 de noviembre de 1885 el gobierno nicaragüense, sostenido y manejado por el ciudadano norteamericano Walker, fue reconocido oficialmente por el secretario de Estado Wheeler, con todas las solemnidades protocolarias concernientes al establecimiento de un nuevo jefe de Estado.
En 1898, el gobierno norteamericano a cargo de Mackinley se apoderó de Puerto Rico y estableció un protectorado en la isla de Cuba por medio de varias leyes y tratados pero principalmente por la atentatoria Enmienda Platt, que colocó a este país en la categoría de Estado semi soberano estableciendo en el artículo 3o que Estados Unidos podría intervenir en Cuba si fuera necesario proteger las vidas y los intereses de sus nacionales. Con base en este artículo, en 1906 el Tío Sam intervino en Cuba. Es obvio que en la actualidad desearían seguir contando con esa autorización. El 26 de julio de 1959 triunfó la Revolución de Fidel Castro. Y el 3 de febrero de 1962 el gobierno de Estados Unidos inició una intervención económica estableciendo un embargo que hasta la fecha subsiste. En la Asamblea de las Naciones Unidas del 30 de octubre de 2007, se tomó una resolución con 179 votos a favor y tres en contra (Estados Unidos, Israel e Islas Marshall) y dos abstenciones, en el sentido de que debe levantarse el embargo.
Por lo que se refiere a Puerto Rico, España lo había obtenido con base en el “derecho de conquista”, o sea utilizando la ley del más fuerte. De ahí que por la presión de Estados Unidos para quedarse con Cuba a cualquier precio, el gobierno español concedió a esas dos naciones caribeñas la Carta Autonómica de 1897, estatuto que les otorgaba importantes facultades para su desenvolvimiento internacional. Sin embargo, por una guerra a la que fue ajeno, por el rigor de una derrota a la que no contribuyó, por disposición de un Tratado de Paz en cuyas negociaciones no tuvo ni voz ni voto, se subyugó su personalidad de pueblo, de Estado autónomo y pasó como botín de guerra a ser colonia de una extraña y poderosa nación con la cual no tenía ninguna deuda pendiente.
La cesión hecha en el Tratado de París celebrado entre España y Estados Unidos, ha sido la base alegada por estos últimos para explicar su presencia en Puerto Rico. Después de varios intentos destinados a lograr una evolución jurídica y política de la isla, en 1950 las autoridades de Puerto Rico propusieron al Congreso el establecimiento de un gobierno constitucional en asociación con Estados Unidos. Fue aprobado el 3 de junio de ese año, conociéndosele como Ley 600 o Ley de Relaciones Federales con Puerto Rico. La Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico fue proclamada por el gobernador Muñoz Marín el 25 de julio de 1952. En este acto se izó por vez primera como emblema oficial la bandera de la estrella solitaria en un triángulo azul con tres franjas rojas y dos blancas.
El estatus de dominio o Commonwealth que se aplica a Puerto Rico es a todas luces improcedente, ya que no corresponde a la estructura política de Estados Unidos. Aun cuando se ha discutido en la Organización de las Naciones Unidas la ilegal situación de Puerto Rico como un Estado colonizado por una potencia que se dice paladín de la democracia, el veto de ese país ha impedido que nuestro hermano latinoamericano logre su independencia absoluta.6
Algunos autores sostienen que en caso de que existan tratados entre dos Estados que autoricen la intervención de un país en el otro, ésta se encuentra perfectamente justificada. América Latina rechaza este punto de vista y considera que la actitud de Estados Unidos asumida en 1906 con relación a Cuba, constituyó un caso indiscutible de intervención.
Un ejemplo más de la política intervencionista adoptada por los gobiernos de Estados Unidos en sus relaciones con los países latinoamericanos lo constituye la creación de la República de Panamá.
El 13 de agosto de 1903 Colombia rechazó el tratado Herrán-Hay por considerarlo violatorio de su soberanía, debido a que en él se establecían cláusulas como las siguientes: la concesión duraría cien años, prorrogables con la sola y absoluta voluntad de Estados Unidos, el control sobre las obras sería de los norteamericanos y duraría una centuria, también prorrogable a voluntad de los beneficiarios, Estados Unidos podría ocupar, si lo creía conveniente, las islas Perico, Naos, Culebra y Flamenco de la bahía de Panamá, la policía del Canal sería norteamericana, los tribunales, mixtos o simplemente norteamericanos, la defensa del Canal incumbiría a Colombia, pero en caso de circunstancias muy graves, Estados Unidos quedaría autorizado para obrar por su propia iniciativa (artículos 2o. 3o. 130 y 230).
Bunneau Varilla fue el instrumento de que se valió Estados Unidos para lograr lo que Colombia había rechazado para defender su soberanía. Así, después de que aquél le aconsejó al secretario de Estado que la mejor forma para lograrlo era provocar una revolución, el 15 de octubre de ese año celebraron una segunda conferencia. Hay afirmó durante esta entrevista que si el movimiento revolucionario que se esperaba estallaba en Panamá, el gobierno de Estados Unidos no sería tomado por sorpresa, ya que había girado órdenes a los navíos americanos del Pacífico para que se aproximaran al Istmo.
Uno de los representantes del grupo partió a Panamá con la misión de “hacer estallar el movimiento” a más tardar el 3 de noviembre. Al mismo tiempo, el gobierno de Estados Unidos daba la orden al crucero Dixie de dirigirse a Colón. Se supo en Washington que las tropas colombianas habían sido embarcadas en Barranquilla con ese rumbo. Estas tropas iban a llegar antes de que la revolución “estallase” y antes de que el Dixie arribara a Colón para impedir su desembarco. Así que ordenaron al Nashville, a la sazón anclado en Jamaica, que se dirigiera a Colombia con la misión de no dejar desembarcar a las tropas colombianas. Hasta ese momento no había ningún movimiento revolucionario, y la orden de impedir el desembarco de tropas colombianas dentro de su propio país, estaba dada.
A pesar de que el enviado de Washington tenía órdenes de hacer estallar el movimiento revolucionario el 3 de noviembre como fecha límite, no llegaba ninguna noticia de que lo hubiera logrado. El secretario de Estado le telegrafió apremiándolo y por fin a las seis de la tarde, mediante el soborno a un jefe de batallón, estalló en la ciudad de Panamá el movimiento que proclamó su separación de Colombia. El 5 de noviembre de 1903 el gobierno de Washington se apresuró a reconocer la independencia de Panamá y el 18 se suscribió el Tratado Hay-Bunneau Varilla, entre el secretario de Estado en representación de Estados Unidos y el agente del nuevo Estado iberoamericano. Por este tratado, la República de Panamá cedía a perpetuidad a Estados Unidos todas las tierras de una zona de ocho kilómetros a cada lado de la línea media del Canal; le concedía asimismo el uso, la ocupación y el dominio de todas las tierras y aguas que pudiesen ser necesarias para la construcción, mantenimiento, explotación, buen estado sanitario y protección del canal principal y de los canales auxiliares. Estados Unidos estipulaba además en dicho tratado su derecho a emplear la fuerza armada y a establecer fortificaciones para la seguridad y protección del Canal.
El convenio concedía además a Estados Unidos las islas Perico, Naos, Culebra y Flamenco, ejerciendo en ellas y en las zonas mencionadas el derecho de soberanía con exclusión de Panamá: se le traspasó el derecho de dominio eminente en las ciudades de Panamá y Colón para la expropiación de bienes inmuebles; se le cedieron todos los derechos que Colombia tuviera o pudiera tener sobre las propiedades de la Compañía Nueva del Canal o del ferrocarril, como consecuencia del traspaso de soberanía de la República de Colombia. Como compensación por el derecho de uso del Canal, Estados Unidos pagaría a Panamá diez millones de dólares y doscientos cincuenta mil más anuales a partir del noveno año de ratificado el pacto7 (en 1996 se entregó la administración del Canal al gobierno de Panamá). Estados Unidos necesitaba un paso estrecho entre los dos océanos, para transportar sus mercancías, ya sea a través del mar o por vía terrestre. De ahí que después de Panamá lo intentara con Nicaragua y que en el TLC se haya señalado la posibilidad de dar ese uso a Tehuantepec (aunque la autorización fue concedida por Santa Anna en el Tratado de La Mesilla, éste nunca llegó a concretarse). Por ello es necesario volver los ojos a la historia y actuar con gran cautela en las concesiones o privatizaciones, en especial las referentes al ferrocarril transísmico y aquellas que pudieran poner en riesgo nuestra soberanía.
El internacionalista chileno Miguel Cruchaga y Tocornal afirmó en 1921 que condenaba la intervención realizada con el objeto de ayudar a un partido político a obtener un cambio en el gobierno para remplazar a un gobernante, para alterar el sistema constitucional en vigor y para imponer la adopción de ciertas leyes. Consideró igualmente contraria al derecho la intervención en favor de un gobernante derrocado para el efecto de reponerlo, o la ejercida para derribar a un gobernante designado por el régimen constitucional vigente (el ejemplo actual es el caso de Irak).
Respecto a este principio, el mismo autor escribió que de ningún modo justifica la intervención la circunstancia de que sea solicitada por uno de los partidos en lucha dentro del país. Como ejemplo, señala que todo intento de intervención durante la guerra civil de Estados Unidos (1861-1863) fue enérgicamente rechazado.
Una parte de la doctrina sostiene, sin embargo, la licitud de la intervención cuando se realiza a solicitud del gobierno legítimo. Pero tal intervención debe ser rechazada pues significaría, en el caso de gobiernos que se mantienen por la fuerza, la posibilidad de aplastar cualquier movimiento interno tendiente a su derrocamiento, anulando la posibilidad de autodeterminación de los pueblos.8
Y en último caso, ¿quién determinaría si el gobierno solicitante representa realmente la voluntad del pueblo?
Estados Unidos ha realizado en Latinoamérica todos los tipos de intervención citados anteriormente. Un caso típico de esta política imperialista lo constituyó su injerencia en la política interna de Nicaragua:
El 10 de octubre de 1909 estalló en Nicaragua una revolución contra el presidente José Santos Zelaya. El jefe del movimiento era el general Juan J. Estrada, gobernador intendente de la costa atlántica. Este movimiento fue sostenido por el gobierno norteamericano, enviando armas e implementos de guerra a los rebeldes, así como grandes cantidades de dinero a través de poderosas empresas norteamericanas establecidas en aquel país.
Cuando el general Toledo, encargado por Zelaya de sofocar la rebelión, se embarcó con sus tropas por el río San Juan, al llegar al punto llamado La Conchuda hizo explosión una mina que pudo haber volado alguna de las embarcaciones, lo que no sucedió debido al error de los agresores y gracias a las rápidas maniobras marítimas realizadas. Se procedió a buscar a los culpables, encontrándolos escondidos en las cercanías. Se trataba de dos norteamericanos y un francés: Lee Roy Cannon, Leonard Groce y Edmundo Couture. Los dos primeros resultaron ser coroneles revolucionarios comisionados por el general Chamorro para volar las embarcaciones con dinamita.
Los detenidos fueron juzgados por un Consejo de Guerra, que condenó a muerte a los norteamericanos conforme a las leyes nicaragüenses, como convictos y confesos del delito de rebelión contra el Estado y el gobierno de Nicaragua. En cumplimiento de la sentencia y habiéndoles negado Zelaya el indulto, fueron fusilados el 16 de noviembre de l909.
Este hecho causó una profunda indignación en Estados Unidos. El gobierno envió una nota diplomática dirigida por el secretario de Estado Knox a Felipe Rodríguez, representante de Nicaragua en Washington. La nota constituyó un verdadero insulto a la soberanía de Nicaragua, circunstancia que —de tratarse de dos Estados en igualdad de fuerzas— hubiera originado una declaración de guerra ya que, además de enjuiciar la labor interna del presidente Zelaya y de condenarlo por inepto e indigno de merecer respeto de su gobierno, dijeron: “El gobierno de Estados Unidos está convencido de que la revolución actual representa los ideales y la voluntad de la mayoría de los nicaragüenses más fielmente que el gobierno del presidente Zelaya.”
Después de esta nota, los revolucionarios levantados en armas contra el gobierno encontraron mayor apoyo moral y material por parte de Estados Unidos y reavivaron su lucha en contra del gobierno constituido. De esta manera la Unión Americana estaba apoyando a una facción militar levantada en armas contra el gobierno constitucional de un país.
Zelaya, viendo la injerencia de Estados Unidos en el movimiento, consideró que era incapaz de dominarlo y prefirió dimitir para evitar a Nicaragua sufrimientos y humillaciones. Salió hacia México en un barco que le envió Porfirio Díaz, en donde permaneció por espacio de un mes, hasta que los vecinos del norte sugirieron a Díaz la “conveniencia” de que Zelaya abandonara el país.
Se eligió entonces a José Medriz, integrante de la Suprema Corte, que tampoco fue del agrado de Estados Unidos, pues éste, como vimos anteriormente, había declarado su simpatía por el movimiento revolucionario.
Siguió la lucha civil y cuando las tropas del gobierno iban a tomar Bluefields, el comandante del crucero norteamericano Paducah amenazó al jefe liberal para que se apoderara de la ciudad y ordenó el desembarco de marines norteamericanos con el objeto de hacer respetar su orden. Ante la imposibilidad material de declarar la guerra a Estados Unidos, el gobierno de Nicaragua tuvo que conformarse con enviar una nota de protesta.
La impotencia del gobierno hizo a Medriz renunciar a la presidencia para dejarla en manos de un diputado, que a su vez la entregó a los revolucionarios. Después salió rumbo a México, en donde murió. En su lugar quedó el jefe de la Revolución Juan J. Estrada, quien dimitió poco después obligado por sus partidarios y por el ministro norteamericano Northcott, quien quería que admitiese nuevamente en su gabinete a un secretario que había depuesto.
Adolfo Díaz le sucedió en la presidencia. Su primer acto fue contratar un empréstito con las casas Brown y Seligman de Nueva York, dando en garantía las rentas de las aduanas del país y permitiendo que un recaudador norteamericano, nombrado por los banqueros con aprobación del Departamento de Estado, interviniera en todas las operaciones aduaneras. Después enajenó los ferrocarriles, que eran nacionales.
Durante la presidencia de Porfirio Díaz estalló una nueva revolución encabezada por el general Mena. La opinión general fue favorable a éste
porque el gobierno de Díaz se había hecho odioso al pueblo. En este caso el gobierno de Estados Unidos se declaró defensor del gobierno constitucional y apoyó a quien tan ampliamente protegía sus intereses. La revolución parecía triunfar cuando el gobierno de Estados Unidos, descontento con este resultado y con el pretexto tan utilizado de salvaguardar los intereses norteamericanos y extranjeros en general, consumó la intervención militar en la república nicaragüense.
La nota diplomática dirigida por el embajador de Estados Unidos en Nicaragua, George F. Weitzel, al ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Adolfo Díaz el 13 de septiembre de 1912 explicó lo siguiente:
... el gobierno de Estados Unidos, en consecuencia, se opondrá a cualquier restauración del zelayismo y prestará su eficaz apoyo moral a la causa del buen gobierno legalmente constituido para beneficio del pueblo de Nicaragua...
También hizo notar la respuesta del secretario de Relaciones Exteriores respecto a la solicitud de proteger los intereses de los norteamericanos:
Mi gobierno desea que el gobierno de Estados Unidos garantice con sus fuerzas la seguridad y la prosperidad de los ciudadanos americanos en Nicaragua y que haga extensiva la protección a todos los habitantes de la República.
Como consecuencia de esta nota, los marines norteamericanos desembarcaron en Corinto para paulatinamente invadir el territorio nicaragüense. Su propósito era sostener al gobierno de Adolfo Díaz, para poder operar en Nicaragua sin obstáculos legales y de acuerdo con sus intereses financieros. Este desembarco ocasionó una intensa protesta de todos los pueblos de Latinoamérica, pues veían en el atentado un antecedente de lo que podría sucederles en el futuro. Empero, la ocupación continuó hasta que vencieron a los revolucionarios, para sostener en la Presidencia a Adolfo Díaz.
Terminada la guerra civil quedaron las tropas del ejército de Estados Unidos en el Palacio Nacional de Managua. Por algún tiempo fueron la guardia del presidente de la República y después protegieron la legación norteamericana, hasta que el 15 de noviembre partieron los últimos marines rumbo a Panamá.
Ante la ayuda prestada por el gobierno estadounidense, Díaz se encontró en la ineludible situación de acceder a todas sus peticiones. Así, el 3 de agosto de 1914 se celebró el tratado Bryan-Chamorro, ratificándolo el Senado el 18 de febrero de 1916 durante el régimen del presidente Woodrow Wilson. Por este tratado, aparte del derecho adquirido por Estados Unidos para construir un canal interoceánico por el río San Juan y el Gran Lago, Nicaragua daba en arrendamiento a la Unión Americana las islas Great Corn y Little Corn en el mar Caribe. El arrendamiento y la concesión durarían noventainueve años prorrogables a voluntad de una de las partes, es decir, de Estados Unidos. Los norteamericanos también obtenían la base naval de la bahía de Fonseca.
Por esta operación el Tío Sam pagó tres millones de dólares, suma que debería aplicarse para el pago de la deuda pública o para fines que redundaran en beneficio de la nación, pero siempre mediante la aprobación del gobierno norteamericano.
Los tratadistas de derecho internacional consideran que tampoco puede aceptarse la intervención cuando se da como fundamento la necesidad de evitar los horrores de una guerra civil larga y sangrienta.
Y Estados Unidos, con el pretexto de que pretendía evitar la guerra civil en República Dominicana, primero por sus diferencias sobre límites con Haití y después en la celebración de elecciones, intervino en aquel país en el año de 1914. Esta intervención fue precedida por el llamado Plan Wilson, que en su tercera consideración establecía:
Debe entenderse que si el gobierno de Estados Unidos queda satisfecho de que estas elecciones han sido libres y justas y se han realizado bajo condiciones que hayan permitido a los ciudadanos emitir libremente su criterio electoral, reconocerá al presidente y al Congreso elegidos como al legítimo gobierno constitucional de la República, apoyándolo en el ejercicio de sus funciones y autoridad de toda manera posible. Si no estuviere satisfecho de que las elecciones fueron verificadas correctamente, téngase entendido que habrán de verificarse otras elecciones, teniéndose en cuenta los errores observados para corregirlos.
Las elecciones, que se hicieron sin censo o padrón aunque supervisadas en cada colegio por un oficial de la marina norteamericana, dieron el triunfo a Juan J. Jiménez.
Pero a pesar de que se levantaron en armas contra él, de que la revolución lo estigmatizaba y de que fue duramente combatido por el pueblo, el gobierno norteamericano quiso mantenerlo en la Presidencia a como diera lugar, ya que su nombramiento había nacido al amparo del Plan Wilson y sobre todo porque el señor Jiménez había aceptado las condiciones que requería Washington para ejercer su política en aquella república.
El 13 de mayo de 1916, el embajador plenipotenciario norteamericano Russell y el contraalmirante Caperton enviaron un ultimátum a los jefes rebeldes, generales Desiderio Arias y Mauricio Cesáreo Jiménez. En él se les comunicó que en vista de que las fuerzas rebeldes ocupaban la ciudad de Santo Domingo e impedían la entrada a los representantes del Poder Ejecutivo, y debido a la política públicamente
anunciada por Estados Unidos de América de mantener en el poder —por la fuerza si era necesario— a las actuales autoridades constituidas de la República, les ordenaba que abandonaran la ciudad entregando las armas a las fuerzas estadunidenses en un plazo de veinticuatro horas. De lo contrario los obligarían por la fuerza.
Los jefes rebeldes abandonaron la ciudad por la noche y el 15 de mayo de 1916 el ejército de Estados Unidos ocupó la capital desguarnecida sin disparar un solo tiro.9
Baty, uno de los más modernos jurisconsultos ingleses, dice:
Las intervenciones de Estados Unidos en Nicaragua, Haití, Santo Domingo y Honduras demuestran lo imposible que es establecer una línea de demarcación entre intervención política y no política a favor de los comerciantes y financieros americanos. Estas intervenciones armadas llevadas a cabo ostensiblemente para proteger la propiedad americana, inevitablemente se convirtieron en intervenciones políticas encaminadas a expulsar a los gobiernos que no favorecieron las finanzas americanas y a imponer y sostener a aquellos gobiernos que les favorecieron. Estas intervenciones son de lo más ilegal que puede haber y han contribuido en mucho a causar las inquietudes existentes en el continente Americano.
México: una presa a la mano
México no ha sido una excepción. Por el contrario, ha sufrido la experiencia de varias intervenciones. En marzo de 1836 se declaró la separación de la provincia de Texas, constituyéndose en una república independiente de la de nuestro país con el regocijo y el apoyo moral y material del gobierno norteamericano.
En marzo de 1845, Estados Unidos se anexó Texas para comenzar el desmembramiento de la extensa República Mexicana. Más tarde, en 1846, sin previa declaración de guerra, los norteamericanos invadieron California y el 25 de julio de ese año la bandera de Estados Unidos fue izada en Monterrey. A principios de 1847 comenzó la guerra que fue para México un desastre. La conquista norteamericana comprendió, además de Texas, los estados de Nuevo México, Arizona, Alta California y Utah, con porciones de Colorado y Wyoming (Tratados de 1848 y 1851).10
En 1914, Franklin Delano Roosevelt, subsecretario de Marina, poco an- tes de realizarse la invasión a México declaró: “Yo no deseo la guerra, pero no veo cómo podemos evitarla. Más pronto o más tarde es lo mismo, Estados Unidos debe ir ahí y limpiar la suciedad de la política mexicana.”11
Roosevelt, el creador de la política de “buena vecindad”, dirigió las maniobras de los barcos de guerra norteamericanos que atacaron Veracruz, y años más tarde declaró que siempre había creído que el embrión de la política de buena vecindad se originó entonces en su mente. En sus declaraciones a la prensa de 17 de mayo de 1942, dijo:
El origen de la política de buena vecindad data de un día en la vida del presidente, cuando como secretario adjunto de la Marina, al iniciarse la primera administración de Wilson, Estados Unidos se percató de que la situación con México se había convertido en crítica. El presidente Wilson decidió que el insulto que se había hecho al pabellón norteamericano en Tampico —no saludarlo con el debido número de cañonazos— iba más allá de lo tolerable, dada la actitud poco amistosa y poco democrática de la administración de México. La flota recibió órdenes de ocupar Veracruz, el cual quedó bajo las fuerzas de Estados Unidos durante varios meses.
Quizá la historia demuestre que todo este episodio fue requerido por las circunstancias, pero el hecho innegable es que hubo muchos muertos de una y otra parte, y que la mala impresión que este hecho motivó perduró en América Latina durante toda una generación.12
Una de las principales razones por las que Estados Unidos ha intervenido en América Latina se puede encontrar en el discurso que el general Douglas McArthur, entonces jefe del Estado Mayor del ejército norteamericano, pronunció ante los veteranos de la primera Guerra Mundial:
... Toda Nación que posee algo de valía tiene la obligación de estar preparada para defenderse de los ataques brutales o de los esfuerzos injustos que contra ella se hagan, para apoderarse de lo que es suyo...
... desde los albores de la historia hemos visto al agresor militar suplantar al impreparado...
... La riqueza no es una protección contra las agresiones; en realidad nada hay tan falto de protección ni que tanto provoque la codicia, conduciendo fatalmente al rompimiento de la paz como la riqueza indefensa, rodeada de naciones armadas...13
Estas palabras pronunciadas por el general Mc Arthur exponen con bastante claridad la situación de los países latinoamericanos, con grandes riquezas naturales pero sin preparación e indefensos, circunstancia que despierta la codicia y los expone a la ambición expansionista del imperialismo.
El general Obregón, político y estratega militar brillante, decía que a los norteamericanos era más conveniente tenerlos de enemigos que de amigos, porque lo primero nos prevenía y nos hacía desconfiados, y lo segundo era siempre peligroso, porque sin darnos cuenta se iba cediendo más de lo que el decoro nacional aconseja.14
1 Modesto Seara Vázquez, El derecho internacional público, Editorial Pormaca, México, 1964, p. 175.
2 Isidro Fabela, Intervención, UNAM, 1959. p.158.
3 Manuel J Sierra, Derecho internacional Público, 3a edición, México, 1959, p.182.
4 Modesto Seara Vázquez, Op. cit., p.176.
5 Ezequiel Martínez Estrada, Diferencias y Semejanzas entre los países de la América Latina, unAm, México, unAm, 1962, p.212.
6 Isidro Fabela, Las doctrinas Monroe y Drago, México, Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1957. p.88 y Manola Álvarez Sepúlveda, El derecho de Puerto Rico a la Independencia, Facultad de Derecho, unAm, México, 1968, p.325.
7 Isidro Fabela, Los Estados Unidos contra la libertad, pp. 159-160.
8 Modesto Seara Vázquez Op. cit., p.176.
9 Isidro Fabela, Estados Unidos contra la libertad, pp. 242-243. 247-249 y 252-253.
10 Isidro Fabela. Las doctrina Monroe y Drago, pp. 150-151; e Intervención, pp. 58-59.
11 Arthur M. Schlessiger Jr. The Age of Roosevelt. The crisis of the old order. 1919-1933, Houghton Miffin Company, Cambridge Massachusetts, 1947, pp. 345-346.
12 Francisco Cuevas Cancino, Roosevelt y la buena vecindad, Fondo de Cultura Económica, México, 1934 p.45.
13 General José Álvarez y Álvarez, El ejército nacional ante la militarización de obreros y campesinos, prólogo de Alejandro Carrillo, The American Press, México 1938, p.26..
14 Emilio Portes Gil, Autobiografía de la Revolución Mexicana, Un tratado de interpretación histórica, Instituto Mexicano de Cultura, México, 1964, p.605.