La brigada terminal (Capítulo 10) Alerta callejera

Réplica y Contrarréplica
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Alerta callejera

Capítulo 10

La Virgen Morena parecía mirar con compasión a sus hijos más fieles, como si los estuviera escuchando. Perico, líder del grupo, había convocado a la reunión para intercambiar informes sobre sus compañeros muertos a causa de las “bombas celulares” que los habían mutilado. El número de víctimas, que ya ascendía a 23,  propició que los integrantes de las bandas decidieran suspender su actividad. “Tenemos que cambiar de giro”, fue lo primero que se les ocurrió, propuesta que Perico soslayó para no tener que discutirla: “Antes de tomar decisiones –les dijo– hay que analizar los hechos”. Como había ocurrido en otras ocasiones, el acuerdo fue unánime y de inmediato el grupo se puso de acuerdo para trabajar apegándose a  la recomendación del influyente y poderoso dirigente moral. Después éste agregó:

–Hemos sufrido muchas bajas y nuestra familia está muy preocupada porque todavía seguimos sin conocer el nombre de la persona que dirige esta campaña. Veintitrés de nuestros carnales murieron segundos después de robarse los teléfonos. Sucedió frente a nuestras narices y nadie sabe qué carajos es lo que pasa. Podría apostar que se trata de un plan de la policía ya que resulta absurdo que nadie tenga pistas y muy extraño que ninguno de los jefes policíacos muestre interés por encontrar a los causantes.

–Jefe –interrumpió el encargado del sector donde habían ocurrido el mayor número de muertes–, lo que queremos es vengarnos. Estamos indignados, encabronados. Te propongo que mañana salgamos no a robar sino a echarnos unos cuantos cristianos y quien quite que hasta nos llevemos al mero mero. Son muertes que no pueden quedarse así, mi Perico. Debemos vengarlas…

–Yo también tengo ganas de cobrármelas, compadrito –contestó Perico–, pero si le entramos a la venganza al rato nos va a perseguir la policía. Y entonces ya no vamos a ver lo duro sino lo tupido. Además eso es lo que quieren para cerrar la investigación y después culparnos de todo, hasta de las mugrosas bombas teléfono. Lo mejor es hacernos pendejos un rato y observar cada movimiento. Si acaso, a partir de mañana, nuestra gente tendrá que simular que roba el teléfono y la cartera de los escogidos pero sólo vamos por el reloj y las carteras. O sea le pasan el celular a un compañero para que más pronto que rápido lo regrese al dueño sin que éste repare en la devolución. Si se trata de la misma trampa y en caso de que detonen la bombita, ellos mismos se van a dar en la madre. Ya veremos de qué cuero salen más correas… Es la estrategia que se me ocurre, compañeros, para que esos ojetes paguen con su vida la muerte de nuestros amigos.

–Está muy bien, jefe; sin embargo, te propongo un cambio o un agregado a tu estrategia –le dijo el Chato, encargado del sector Lomas y uno de los más afectados con las explosiones.

–Desembucha –le ordenó Perico…

–Mira jefe: nuestros compañeros seguirán robándose los teléfonos y lo demás, pero tenemos que entrenarlos para que en la maniobra cambien el celular robado por una copia. Y sin que el tipo se dé cuenta le dejan su teléfono dentro del coche. Cuando el güey se entere es porque ya le explotó su celular y él estará entrando al infierno. Y si forma parte del complot en nuestra contra, la venganza será perfecta.

–Me parece buena tu idea Chatito –le contestó Perico cuyo liderazgo se basaba en hacer que los demás se creyeran autores de las propuestas–; mañana mismo la pondremos a funcionar. El problema es cómo sabemos qué teléfono vamos a cambiar –inquirió para él mismo responderse la duda: yo creo que hay que llevar varios tipos de celulares para que no falle el cambio. De una u otra forma, pues, tenemos que devolver el teléfono antes de que explote. Ahí está el detalle mis cuates. Necesitamos rapidez y algo de magia en las manos…

Con esta última frase que perico sacó del bagaje del cómico Cantinflas, se cambió el tono de la discusión produciéndose una lluvia de ideas tendientes a ponerse de acuerdo en la forma de hacer los cambios y cuántos teléfonos móviles se necesitaban. La virgen del lienzo seguía mirándolos como si tratara de encontrar en su bondad las disculpas para esos hombres en cuya fe se incluía la creencia de que sus pecados les serían perdonados en el instante en que los cometían.

El acuerdo se dio. Y los jefes salieron hacia sus respectivas guaridas para instruir y enterar a sus secuaces de que el siguiente lunes se pondría en acción el plan “Alerta callejera”. –Habrá varios observadores que además de filmar las operaciones estarán en comunicación con los operadores –decía cada uno de ellos a su personal: –Por el chícharo escucharán la orden y sabrán a quién asaltar y cómo hacerlo. No deben improvisar. Recuerden que el éxito y su vida depende de que hagan bien las cosas. Aquel que no obedezca puede morir ya sea por la explosión o bien porque será ejecutado por nosotros. Recuerden que esta es una guerra…

La noche del domingo la dirección de la Brigada Terminal convocó a sus integrantes para que asistieran a una reunión urgente. Había varios puntos a tratar: que el balance de las operaciones, que la eficacia de los explosivos, que las reacciones de la policía, que los cambios de método, en fin, todo lo relacionado con el último mes sobre lo que ellos llamaban el trabajo de campo. Ángela, que hizo las llamadas, dejó para el final el aviso a Rafael Ibarbuengoitia. Quería comunicárselo personalmente y acudió a su departamento de seguridad ubicado en uno de los clusters de Santa Fe.

         –Me siento como un niño, Ángela –dijo Rafael antes de plantarle el beso acostumbrado–,  como el novio que recibirá el tesoro más preciado de su amada…

         –Eso es un buen síntoma Rafael –respondió Ángela si poder evitar el rubor de la pena. Son los incentivos que necesitamos para darle sentido a nuestra existencia y nutrir nuestro optimismo que, debe haberte pasado a ti, hace tediosos, pesados, deprimentes y muy tristes los días que nos quedan de vida…

         –¡Ángela! –protestó Ibarbuengoitia–, tú eres mi ángel de la guarda, mi energía, mi fuerza espiritual. ¿Cómo te atreves a hablar de esa manera? Si no fuera por ti, hermosa mujer, yo ya estaría midiendo la fosa donde habrán de quedar mis huesos…

         –Gracias Rafael: perdona la depresión que me cargo; fiebre negra le decían los médicos de antaño. Los análisis que me entregó el médico tienen algo de culpa. Hay indicios de un nuevo carcinoma... ¡Pero olvídalo, por favor!, que no es el primero ni será el último… espero.

         –Vivimos con ello, mujer –atajó Rafael para retomar su tema– y tú estás muy bien en todos sentidos. Tu semblante, tu mirada y tu piel tersa así lo demuestran. Pero déjame que comparta contigo el por qué de mi regresión a la adolescencia –le dijo para retomar el tema y ocultar el impacto de la noticia–: se debe a que mañana lunes haré la prueba con una bacteria que puede revolucionar la ciencia médica. Sus efectos postrarán al portador con malestares terribles: vómito, fiebres, dolores abdominales, jaquecas, mareos y hasta desmayos ocasionales acompañados de convulsiones. ¿Y sabes qué es lo más impresionante? Que su duración variará entre veinte y treinta días, según el organismo que la capte. Pasado ese tiempo la bacteria se desintegrará sin dejar ninguna huella ni secuela…

–¿Me estás diciendo que no habrá víctimas mortales? –cuestionó la mujer.

–Así es, querida Ángela: como en la guerra, el enemigo gasta más en mantener y curar a un enfermo que enterrar a un muerto. Imagínate la movilización que provocaremos a partir de mañana cuando los relojes y las carteras pasen a manos de los ladrones…

–¿Relojes?

–Perdón, que no te lo haya dicho: si nuestro amigo Simón lo autoriza a partir de mañana podemos empezar este nuevo plan…

–¿Propones que dejemos de usar los teléfonos explosivos?, preguntó Ángela con un tono de extrañeza.

–Si, así es. Recuerda que trabajamos contra el tiempo y que el enemigo ya debe haberse dado cuenta del peligro que para ellos significa robar celulares. Es obvio que dejarán de hacerlo, Ángela. E insisto: causaremos más daño enfermando a los ladrones que matándolos…

–Te veo distinto, Rafael –dijo ella–, tus ojos irradian perversidad. –Después bromeó tratando de quitarle a su expresión la fuerza del reclamo que sobreviene con la decepción: –Me recuerdas al general español de apellido Narváez, quien en su lecho de muerte contestó a su confesor que le preguntó si perdonaría a sus enemigos: “No tengo necesidad de perdonarlos –dijo el tipo–, los he mandado fusilar a todos”…

Ibarbuengoita percibió en el reclamo que Ángela pasaba por momentos difíciles. En el poco tiempo que tenía de tratarla llegó a conocer sus sentimientos gracias a sus recíprocas empatías a veces perfumadas con aroma de feromonas. Uno y otro se sentían atraídos pues, pero a la vez frustrados por no poder manifestarse el cariño que en vez de acercarlos parecía actuar como un obstáculo entre ellos y su misión. Se acercó a la mujer hasta tenerla al alcance para estrecharla y musitarle en la oreja sintiendo y haciéndola sentir el escalofrío que antecede al deseo sexual:

–Entiendo tu enojo, Ángela. Yo también estoy indignado conmigo mismo y con la vida, y me enerva la impotencia de no poder desarrollar la cura definitiva para nuestras enfermedades, en especial para la que te afecta. Sobre todo ahora que te encontré y descubrí que dentro del científico existe un hombre sediento de amor, no el familiar que me sobra sino el de la pasión que hace tiempo perdí. Mírame a los ojos –le dijo separando su cara con los dedos entrelazados en el cabello de su nuca. Tenemos el privilegio, Ángela, de conocer nuestro destino y la oportunidad de lograr que otros seres se amen y convivan como yo quisiera hacerlo contigo. Pero por desgracia sólo tenemos tiempo para cumplir el objetivo que tú me ayudaste a encontrar. Lo único que nos queda es esperar que la muerte sea un sueño y que ambos sigamos viviendo de otra forma; que nos encontremos en otra dimensión para tener oportunidad de reparar los daños que ocasionaron nuestras equivocaciones…

–Perdóname Rafael –dijo Ángela con la voz entrecortada por el nudo en la garganta que se dilató al escuchar a Ibarbuengoitia. Sólo pudo mirarlo para hacerle una seña con el dedo indicándole que callara, que ya no dijera nada. Cambiemos de tema –balbuceó–, ¿quieres que te prepare un café?

–Lo tengo prohibido por el médico porque causa gastritis…

Con esta broma se rompió la tensión y ambos salieron a, dijo la mujer, “tomar un poco de oxígeno mezclado con monóxido de carbono”: –¡Es el alimento de los mutantes que vivimos en la ciudad de México! –gritó Rafael aspirando una bocanada de aire mientras abrazaba a Ángela. 

El paseo fue en silencio. Pero no obstante la ausencia de palabras, Ángela y Rafael establecieron una intensa comunicación. Cada uno pensando en sus motivaciones para con ellas tratar de atemperar sus remordimientos: ella volvió a vivir la tragedia de su hijo; y él recapacitó en la oportunidad que representaba contar con el laboratorio que tuvo que abandonar cuando informó a sus jefes sobre la enfermedad que padecía, motivo por el cual fue declarado no apto para continuar con el trabajo. Uno y otro, pues, recuperaron la contundencia con que tomaron las decisiones que habrían de provocar la ola de muertes violentas…

Alejandro C. Manjarrez