El poder de la sotana (Contraespionaje)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 39

Contraespionaje

Si falta la diplomacia,

recurrid a la mujer.

Carlo Goldoni

 

Álvarez instruyó al ujier militar del castillo de Chapultepec para que escoltara a los visitantes que llegarían al Salón de los Gobelinos. “Ahí los va a recibir el señor Presidente”, dijo al subordinado. General y ayudante se dirigieron al salón para distribuir los lugares. “Conforme arriben nuestros invitados los ubicas en su lugar —instruyó Álvarez con la lista en mano—: junto al piano de Carlota se va a sentar Luis N. Morones. A su lado estará el embajador Téllez. En el sillón grande de la sala nos sentaremos el Presidente y yo. A Portes Gil, que por cierto casi siempre es el último en llegar, lo dejas frente al señor Presidente en el bornelli, el sillón circular. Después te retiras y te encargas de tener listo el ante comedor. Igual que en esta sala, a cada uno le asignas los lugares para que los invitados queden al alcance de la vista de don Plutarco.

La marimacha

—Teniente Flores, ¿citó usted a Lupe como se lo ordené?

—Sí jefe. No debe tardar. Faltan cinco minutos para la hora de la cita.

— ¿La instruiste para que se cuidara de las colas gringas?

—Afirmativo capitán. Sabe que en ello va su vida. Seguramente vendrá disfrazada…

La explicación de Flores fue interrumpida por las estridentes voces que partían de la recepción del despacho. A los insultos proferidos por el personal militar (“¡identifícate pinche joto o aquí mismo te lleva la chingada!”) se impuso la voz tipluda de una mujer. “¡Soy Lupe, pendejos! ¡Déjenme pasar! ¡Me está esperando el capitán Pedro del Campo!”

—Ve por ella —ordenó Pedro a su ayudante—. Apúrate antes de que la maten…

Al verla entrar Pedro no pudo contener la risa. El resto de los militares se contagió con las carcajadas de su jefe: Lupe había llegado vestida como conductor de tranvía. El overol estaba a punto de reventar debido al tamaño de su vientre en plena concepción. La camisa apretaba su busto proyectándoselo hacia el cuello; daba la impresión de que la mujer se había puesto en engorda.

—Discúlpanos Lupe, pero no te queda ese disfraz. Te verías mejor vestida de soldado; serías la rencarnación de la Monja Alférez —bromeó Pedro.

—Ya Jefe, no se burle —protestó la mujer—. Después de entrar al Palacio dejé el abrigo que ocultaba mi pecado. Hasta ahí estaba yo bien disfrazada. Pero el jaloneo a que fui sometida me desacomodó la ropa. ¡Ah! Lo de monja alférez se lo paso pero, con todo respeto capitán Pedro del Campo, yo no soy una virago —dijo acariciándose el vientre

— ¿Una qué? preguntó extrañado y burlón alguno de los soldados que la habían conducido hasta la oficina del capital Del Campo.

— ¡Una maricona, manflora, sodomita o lesbiana, pendejo ignorante! —respondió Lupe alzando la voz, molesta.

— ¡Ya! ¡Cálmate Lupe! Y usted soldado regrese a su posición —intervino Pedro.

—Me insultó Capitán… —se quejó el soldado.

—Sólo respondió a tu actitud agresiva… ¡¿Estás sordo?! Te ordené que regreses a tu puesto. ¡Vamos, todos retírense!

El despacho quedó casi vacío. Pedro cerró la puerta e invitó a Lupe a sentarse en una de las sillas frente al escritorio.

— ¿Quieres una limonada, un café, algo que se te antoje? —preguntó Pedro complaciente y preocupado con el embarazo de su colaboradora.

—No Señor, estoy bien. Tal vez un poco de agua para que se me pase la bilis. O mejor si hay té de boldo…

Pedro llenó uno de los vasos con el agua de un garrafón de barro y se lo entregó a la espía. —Este líquido tiene el sabor y el olor a tierra mojada, pero es agua filtrada con efectos de colagogo —dijo saboreándola con los ojos—. Ahora desembucha qué noticias me traes del Águila…

—Él fue, Jefe. Él mató a la señora Leonora. Se lo anticipó a uno de sus ayudantes y yo lo alcancé a oír. Estaba borracho. Los dos bebían en el salón donde recibe a sus visitas el Embajador. Antes había comentado algo que sonó a las amenazas que se confunden con las sentencias de muerte. Traté de prevenirlo.

—Demasiado tarde —se lamentó Pedro—. Ahora dime ¿qué fue lo que dijo exactamente.

—Algo así como que estaba arrepentido y que tenía que cumplir con su deber. “La vieja es una traidora”, masculló el hijo de puta.

—En inglés, qué dijo, en inglés ¿Porque habló en inglés o no?

—Así es, Capitán: I'll kill her because she is a traitor —repitió Lupe la frase en un fallido intento de quitarle el acento mexicano.

— ¿Tienes ya los lugares que frecuenta?

—Sí, Jefe. —Lupe sacó de su ropa una libreta donde había escrito los datos que le pidió Pedro. Se la entregó al capitán explicándole qué clave había usado. Le leyó los nombres de los lugares que frecuentaba “el gringo” y explicó las líneas que detallaban el espacio y dirección donde acostumbraba verse con la mujer en turno. —Va los viernes a su leonero. Siempre lo acompañan hasta la puerta dos oficiales. Y ahí se quedan hasta que sale el pinche Junior.

            — ¿Tenemos bases para decir que los gringos matan a sus traidores?

            —Y pruebas también, Capitán. Ahí está Leonora… y uno de los cocineros, el filipino que desapareció hace una semana.

            — ¿¡Lo asesinaron!?

            —Supongo porque por ningún lado aparece el tal Justiniano.

            Pedro cambió de color y carraspeó para limpiar su garganta obstruida por el coraje, el cargo de conciencia y las ganas de gritar. —Gracias Lupe. A partir de hoy dejas de ir a la Embajada. Manda a uno de tus familiares para que les avise; que les digan que ya diste a luz o que murió tu mamá; algo que te quite las sospechas. Te vamos a ubicar en alguna casa vecina a la del leonero oficial de la ayudantía del embajador Sheffield. Y ya sabes: hay que tomar nota de las personas que lleguen; procura definir bien sus características físicas. ¿Estás de acuerdo? ¿Lo permitirá el estado de tu gestación?

            —Cuente con ello Jefe —aceptó sorprendida la mujer —. Y sí, todavía puedo moverme. Creo que aprovecharé el encierro para reposar y meditar sobre que me espera cuando sea madre.

            —Está bien —consintió resignado Del Campo—. Ahora las minucias: vivirás en el departamento que tenemos en Reforma, casualmente a tiro de piedra del leonero, como tú le llamas. ¡Teniente! —Gritó Pedro mientras sacaba de su escritorio un fajo de billetes—. Consiga un abrigo para esta belleza. Debe haber alguno en la casita de visitas. —Al escuchar la última frase la cara de Lupe adoptó un gesto de duda—. Es un refugio para lo que se ofrezca, mujer —aclaró el capitán—. Uno nunca sabe… A ver, que uno de ustedes acompañe a la Señora como si fuese su marido. Otros dos la siguen —ordenó Del Campo de sus ayudantes—. Se ubican cerca para que vigilen el lugar; ahí se quedan hasta que llegue su relevo. ¿Alguna duda? —Les preguntó mientras apuntaba la dirección en un papel—: ¡No me fallen!

            Guadalupe miraba para uno y otro lado siguiendo las caras de los militares que atendían las instrucciones de su jefe. Disfrutaba y a la vez estaba preocupada porque era la primera vez que se sentía el centro de la estrategia de espionaje. Pedro percibió el efecto de la sorpresa y con un tono paternal dijo a su espía:

—Mira Lupe, no te preocupes. Sólo ponte a trabajar y me informas lo que sepas o aquello que intuyas. Te doy este dinero y si necesitas más envíame un recado. No importa cuánto, eh; sé que los soplones cuestan y mucho —comentó Pedro a manera de sugerencia—. Como dice el Presidente: vamos a darle a estos pinches gringos una sopa de su propio chocolate. ¿Alguna duda? —Volvió a preguntar y añadió sin esperar respuesta—: Una vez que te encuentres en el lugar serás lo que ya sabes. Lo repito porque lo que abunda no sobra: actuarás como la extraña inquilina que vive encerrada. ¿De acuerdo?

            —Si digo que no de todos modos ustedes harán lo que se les pegue la gana —dijo la espía —. Así que, mi querido Capitán —canturreó —, estoy de acuerdo. Nada más no se olvide de mí y dígame Usted cómo resuelvo lo del avituallamiento…

            —De eso nos encargamos. No te preocupes.  ¿Y cuánto te falta para parir? —cuestionó Pedro preocupado por lo que escucharía.

            —Cuatro meses, días más, días menos.

            —Está bien. Me tranquilizas —manifestó Pedro—: Este asunto tendrá que resolverse cuando mucho en treinta días. Tendrás a la mano todo lo que necesites incluido el personal médico preparado y listo para actuar si el chamaco se nos adelanta. A través de los guardias informas lo que pase o deje de pasar. Dos veces al día escribirás con tu puño y letra las notas numeradas y me las envías en sobre cerrado además de lacrado. Las marcas con las siglas PG y el número consecutivo. Cierras la nota con la fecha del día. ¿Estamos?

            El “sí mi querido Capitán” volvió a escucharse como colofón a las instrucciones de Pedro. “Espero que no me falle esta pinche e irrespetuosa Lupe”, pensó Del Campo al verla salir acompañada de dos de sus oficiales.

Carroña del norte

El mar había sido revuelto por el mal tiempo provocado por la cola de un huracán. Las playas de Veracruz eran como el receptáculo de las aguas con que Heracles limpió el establo de Augías. Entre decenas de cadáveres de vacas y cabras flotaba el cuerpo de un hombre. Fue descubierto por los pescadores de Boca del Río. “Vino con la crecida del Jamapa”, observó uno de ellos. “Míralo, tiene tipo de gringo”, advirtió otro. “Debe haberse caído de algún barco”, sentenció el tercero. “Hay que informar a la autoridad antes de que explote y los buitres lo devoren”, recomendó el más viejo de los cuatro.

La zapatilla roja

—Pedro, me informa la capitanía de Veracruz que encontraron el cuerpo de un soldado gringo. Según el reporte del alcalde se trata de un miembro de la embajada de Estados Unidos. Sheffield supone que es el teniente Arthur Burcley, mejor conocido como Junior o Águila. Ya van para allá algunos militares de la legación norteamericana. Esperemos que sea él.

            —Es una buena noticia, mi General. Ese tipo fue quien mató a Leonora, la gringuita que le presenté en la fiesta de la embajada, ¿se acuerda? La asesinaron en mi casa.

            —¡Claro que me acuerdo! ¿No fuiste a Veracruz en estos días? —preguntó José Álvarez en tono de travesura.

            —No Jefe. No me cargue el muerto. Hubiera querido hacerlo pero según veo alguien se adelantó.

            —Qué raro —dijo Álvarez al releer la información—. De acuerdo con el parte, el médico legista dice que murió desnucado y además que fue rematado con un balazo en el corazón. Igual que la amiga tuya, Pedro… Ah, también tenía encajado en la boca el tacón de una zapatilla roja.

            —Justicia divina Jefe. O tal vez fue el mismo asesino el que lo ultimó. Le consta que no he salido de la capital desde hace un mes. Así que en este caso yo no fui el ángel vengador que todos llevamos dentro.

            — ¿Pero mandaste hacerlo, o no?

            —No necesito vejigas para nadar, Señor. ¡Claro que me hubiera gustado ser el operador de la venganza…! —se defendió Del Campo.

            —Está bien. Está bien. Dejémoslo así —consintió Álvarez convencido de que el capitán había decidido no hablar de más—. Te mandé llamar para otra cosa pero se me atravesó el telegrama de Veracruz.

            —Dígame para qué soy bueno, General…

            —Coméntale a tu amigo el cura, que la semana entrante se va con Téllez a Washington. Prepáralo. Que sepa los pormenores de aquella reunión… Ah, tú también vas.

            —Así lo haré, Jefe. Y gracias por la confianza.

            José Álvarez retuvo a su subordinado con una señal. Se acercó a su escritorio para abrir uno de los compartimentos de la caja fuerte donde tenía guardada la correspondencia de Calles con Mora y del Río. Le dio una carta advirtiéndole: —Entrégale a tu amigo cura este documento; es una copia fotográfica del original. Que la lea para que sepa lo que dijo el Presidente a su Arzobispo. No importa que sea a toro pasado, el contenido de la misiva le permitirá mejorar su apreciación sobre el conflicto religioso. Tú también la lees, de algo te ha de servir. Es una recomendación, mejor dicho una orden…

            — ¡Claro que sí Señor! Pero sea dicho con todo respeto: la orden parece una tarea escolar —dijo sonriéndose antes de presentar el saludo militar.

Pedro dejó el despacho del jefe del Estado Mayor presidencial después de escuchar de Álvarez: el “espero que apruebes el curso”. Iba inquieto por ser el principal sospechoso de la vendetta contra el Junior. “Me falló mi equipo —se quejó—. Seguramente se les hizo fácil deshacerse del cuerpo en el río en lugar de tirarlo al mar. No cabe duda: uno mismo debe de operar este tipo de misiones que por desventura siempre contaminan los segundas manos…” Buscó la soledad de la recámara que fue de Carlota sentándose en uno de los sillones a leer la carta que le acababa de entregar su jefe:

Carta. Enviada al Arzobispo José Mora y del Río y el obispo de Tabasco Pascual Díaz. México D.F., 19 de Agosto de 1926. APEC., gag 3. Ex 137. “Arzobispo”, ff. 30-36.
Señores José Mora y del Río y Pascual Díaz.

Presentes

Me refiero a su oficio de fecha 16 del presente, por el que en uso del derecho de petición que establece el Artículo 8 constitucional, solicitan del ejecutivo de mi cargo que interponga su influencia “para que sean reformados de la manera más efectiva” los artículos constitucionales que consideran ustedes contrarios a sus intereses, así como las prescripciones penales con que se les ha sancionado, y que, “en tanto se logra esta reforma”, se suspenda la aplicación del decreto relativo a dichas sanciones penales y de los mismos artículos de la Constitución, de modo se cree “una situación de tolerancia” contraria a las leyes.

Como la facultad de iniciar leyes o decretos compete, como lo señala el Artículo 71 de la Constitución, al presidente de la República, a los diputados y senadores, al Congreso de la Unión y a las Legislaturas de los estados, han ejercitado ustedes correctamente su derecho de petición al dirigirse a uno de los capacitados para iniciar leyes; pero debo decirles, con toda sinceridad, que soy el menos adecuado para atender esa petición, y para iniciar las derogaciones y reformas constitucionales que se solicitan, porque los artículos de la Constitución que se impugnan se hallan en perfecto acuerdo con mi convicción filosófica y política, por lo que no puedo ser yo quien presente ni apoye ante el Congreso General una iniciativa semejante.

Esta misma convicción explica mi negativa a derogar o ignorar las modificaciones del Código Penal expedidas por Decreto Presidencial, en virtud de facultades extraordinarias concedidas por el Congreso y que establece sanciones penales para las violaciones de los artículos de la Constitución a que me refiero, así como mi negativa también, terminante y definitiva, para faltar a mis deberes como gobernante burlando la protesta que rendí, ante el pueblo de México, al tomar posesión de mi cargo, ofreciendo guardar y hacer guardar la Constitución General de la República.

Si en vista de mi negativa a olvidar las leyes y a iniciar su derogación o sus reformas, se quieren agotar los medios legales para el logro de los deseos que entraña su solicitud, tienen ustedes aún expedito el recurso de dirigir su petición a los diputados y senadores, al Congreso de la Unión o a las Legislaturas de los estados; y por lo que se refiere al Decreto Presidencial que establece las sanciones penales cuya derogación u olvido piden, hay también el recurso de solicitar su derogación o sus reformas por el Congreso de la Unión o, si se juzga que ese decreto va más allá de los que la Constitución ordena, recurrir ante tribunales del orden federal, en juicio de amparo, en los actos concretos de aplicación o ejecución en que dicha ley pase de la esfera de simple mandamiento abstracto.

Refiriéndose ahora a lo que puede considerarse exposición de motivos de la petición a que me acabo de negar, y para la clara comprensión de los puntos de vista del Ejecutivo, deseo expresarles lo siguiente: no es exacto, como afirman ustedes, que se haya pensado hacerles, ni menos que se les haya hecho, el cargo de rebeldía “por haber suspendido el culto público en los templos”. Considero, como ustedes, el que se suspenda el ejercicio de una profesión, por parecer a los profesionistas, o a los directores de los profesionistas, inadmisibles las condiciones que las leyes señalan para su ejercicio profesional, no es un acto de rebeldía, y la suspensión del culto católico en los templos, cualquiera que sea la duración de dicha suspensión de culto, es problema ajeno en absoluto del gobierno.

Los actos que hemos considerado y consideramos de rebeldía, son los que consistían en alzamientos públicos y en abierta hostilidad para abolir o reformar la Constitución Política de la República por procedimientos que la misma Constitución nos señale, así como todos aquellos actos por los que se oponga resistencia ilegal al incumplimiento de las leyes o que se traduzcan en delitos contra el orden público, en cuyos casos el gobierno procederá de modo que el castigo alcance no sólo a los que puedan considerarse como elementos pasivos o relativamente irresponsables, sino, como es de estricta justicia, a quienes por su actitud o sus prédicas provoquen los actos de rebelión.

Manifiestan también ustedes en su exposición preliminar que la principal razón para no haber intentado la reforma de esos artículos constitucionales desde que fueron incorporadas las Leyes de Reforma a la Constitución General de la República, y el no haber gestionado la derogación o la reforma de la Constitución de 1917, se debió a que los gobernantes, “por un motivo o por otro no urgieron de hecho la observancia de tales artículos”, con lo que de la práctica se fue creando la situación de tolerancia ilegal que piden subsista; se refieren ustedes, muy especialmente a las iniciativas enviadas por el señor Carranza al Congreso durante su periodo presidencial, pidiendo algunas de las reformas que, para las reformas perdidas, hay que partir de “la más sincera independencia de la Iglesia y del Estado, de suerte que tanto la Constitución como las Leyes Orgánicas y los Reglamentos no sean sino una fiel interpretación de ese supremo postulado" para lograr que el Estado no sólo no dicte leyes proscribiendo religión alguna, sino que ni entre a legislar en asuntos religiosos”; con todo lo cual apoyan ustedes la petición del reconocimiento de la personalidad de su Iglesia.

Debo decir a este respecto que si es verdad que el Artículo 1 de la Ley de 25 de Septiembre de 1873 reconoce personalidad a las iglesias, puesto que establece “que el Estado y la Iglesia son independientes entre sí”, ese postulado, que era una simple aspiración en la Ley de 1873, ha quedado convertido, ya no en aspiración sino en realidad, en el Artículo 130 de la Constitución vigente, que estatuye en su párrafo quinto: “La Ley no reconoce personalidad alguna a las corporaciones religiosas denominadas iglesias”, por lo que resulta anacrónico, dentro de nuestro régimen constitucional pretender resucitar el viejo problema de la Iglesia y del Estado, es decir, de un Estado dentro de otro Estado, cuando ya el artículo vigente constitucional fue hecho más allá de la ordenación contenida en la Ley de 1873 y eliminó de modo completo ese problema, no reconociendo personalidad alguna a las iglesias y estableciendo que los ministros de los cultos serían considerados sólo como personas que ejercen una profesión y que estarán estrictamente sujetos a las leyes que sobre la materia se dicten.

Para concluir, refiriéndome a la libertad de conciencia, de pensamiento, de culto, de enseñanza, de asociación y de prensa que piden en su escrito, debo manifestarles que estas libertades, en los términos y alcances que les concede la Carta fundamental del país, se hallan concretamente consignadas en los Artículos 3, 6, 7, 9 y 12 de la Constitución, cuya observancia estricta y honrada me propongo de acuerdo con los textos constitucionales y con los decretos y reglamentos expedidos, en tanto que el Congreso General y la mayoría de las Legislaturas de los estados modifiquen la Constitución, o mientras que la Suprema Corte de Justicia, en los casos de leyes derivadas de la Constitución, no señale, por sentencia, limitaciones o modificaciones de procedimiento en la ejecución de las Leyes Reglamentarias.

Sufragio efectivo. No reelección
México D.F., a 19 de agosto de 1926
Plutarco Elías Calles, Presidente de la República

Alejandro C. Manjarrez