El poder de la sotana (La Ley del Talión)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 50

Ley del Talión

Uno no se enamoró nunca, y ése fue su infierno.

Otro, sí, y ésa fue su condena.

Robert Burton

 

Cuando Pedro del Campo llegó a la ciudad de México, fue directo a la casa de Imelda preocupado porque sus colaboradores le informaron que la madre de Imelda Santiesteban había pedido protección para ella y su hija. Antes de llegar a la casa de la cantante ordenó a sus dos ayudantes que revisaran los alrededores. “Búsquenle. Vean si hay algún sospechoso”. Minutos después, cuando le informaron que no “había moros en la costa”, se acercó a la puerta, jaló el cordón de la campana y Salieri se puso a ladrar con la frecuencia y decibeles que ahuyentaría a cualquier extraño cuya intención fuese contraria a la buena voluntad. Volvió a jalar el cordón y el sonido del choque del badajo contra el bronce se impuso a los ladridos.

            —Soy yo, Doña —respondió el militar al percibir a la dueña de la casa que atisbaba por el visor del portón—, el capitán Pedro del Campo. Usted me fue a buscar a mi oficina —dijo con la intención de confirmar su identidad.

            Por respuesta escuchó el ruido de la cadena que aseguraba la entrada de la casa. Después se produjo el retumbo de la tranca. Al escándalo de estas herrerías siguió el golpeteo de las llaves que abrían las distintas chapas del portón. Cesó la bulla del metal, la madera y los herrajes. Imelda madre abrió temerosa la puerta principal. Por un pequeño espacio asomó la cabeza encontrándose con la mirada de Pedro. La sonrisa y el “buenas tardes” del visitante atemperaron la tensión que se había incrustado en el rostro de la señora.

            —Qué bueno que vino, capitán Pedro. Gracias a Dios nos encontró vivas. Pásele por favor —dijo al abrir una hoja del portón mientras volteaba hacia los distintos lados de la calle. Entró del Campo y detrás de él lo hizo la dueña de la casa que volvió a “echar llave para evitar a los extraños”—. En seguida llamo a mi hija. Debe estar reponiéndose de las desveladas que hemos tenido por tantas preocupaciones y el miedo a que sigamos nosotras…

            — ¿Alguien las ha amenazado?

            —No, sólo es un presentimiento. Imagínese Usted, mataron al buen Justiniano, amigo de Imelda; tanto ella como yo éramos sus únicas amigas y confidentes, casi como de la familia.

            —Espere, Señora, espere. ¿Está Usted diciendo que Justiniano, el cocinero, fue asesinado?

            —Sí Capitán. Lo mataron los…

            — ¡Gringos! —Gritó la cantante que bajaba por la escalera­—. Fueron ellos Pedro. Ahora sigo yo, la que sacó la cara por Jus y amiga de Leonora, la mujer que para esa gente es una traidora y además cómplice del espionaje que tú organizaste…

            Pedro se quedó pasmado al escuchar las palabras de su amiga Imelda. Le sorprendió saber que su secreto había dejado de serlo. Hizo acopio de calma, saludó a Imelda y después trató de tranquilizar a ella y a su madre:

—Lo que sea que piensen ya no tiene importancia. El peligro cesó gracias a que mejoraron las relaciones entre los dos gobiernos. El embajador Sheffield regresará a su país y junto con él los individuos que actuaban como sicarios de los socios de las empresas petroleras. En dos días ustedes y yo no tendremos de qué preocuparnos. Así que cálmense y confíen en mí. De cualquier manera pondré dos guardias que las protegerán hasta que los malos se hayan ido de México; también las cuidarán de los raterillos que merodean las residencias de la ciudad, en especial las de esta colonia.

            —No es suficiente Pedro. Somos, mejor dicho la que habla es un cabo suelto, una testigo peligrosa a la que necesitan eliminar. Recuerda que Leonora me mantuvo cerca del Embajador. A ella la mataron igual que a su amante. Liquidaron a Justiniano por estar relacionado con Leonora. De ti no creo que sepan algo, además eres militar y cuentas con la parafernalia del ejército. Pero yo he quedado inerme ante cualquier sospecha o atentado. Además soy la responsable de tu hija. Puede ser que ya sepan que existe…

            —Y yo soy responsable de ustedes tres —compuso el militar—. Por eso tendrán lo que yo tengo: protección; efectivos militares que darán la vida para protegerlos; servicios de inteligencia dedicados a vigilar a quienes pretendan hacerles daño. Pedro del Campo y toda su parafernalia, como tú llamas a mi equipo, están y estarán al lado de ustedes. Quien intente hacerles daño no saldrá vivo de este país. Por favor Imelda, Señora, confíen en mí.

            —Confiamos en usted, Capitán —intervino la madre de la cantante convencida de la buena voluntad del militar—. Pero nos sentiremos más seguras si nos ayuda a cambiar de aires. Y cuanto antes mejor.

            —Ya está. Preparen su equipaje y hoy mismo las ubico en un hotel discreto y bien protegido…

            —Espera Pedro. Y tú también Madre. Escuché que dejarás a dos personas para que nos cuiden. Por lo pronto es suficiente. Mañana pensaremos qué hacer y a dónde llevamos a los pájaros y a los perros Salieri y Duque. No creo que en el hotel que dices nos acepten con nuestra carga doméstica.

            Pedro sólo sonrió y con un ligero gesto dio la razón a Imelda.

Ya más tranquilas debido a que Pedro ordenaría a sus ayudantes vigilar la casa y cuidar a “sus mujercitas”, como las llamaba, a las dos se les suavizó el rostro. E Imelda se animó a comentar lo que sabía sobre la muerte de Justiniano. Del Campo escuchó la historia que lo dejó perplejo, molesto. En su cara apareció el rictus de coraje que lo había hecho temible entre sus subordinados. Se mostró decidido a responder como si él fuese una de las víctimas agraviadas por la muerte de algún ser querido. Antes lo había hecho y no existía ningún freno o barrera que le impidiera poner a funcionar su ley del talión.

Alejandro C. Manjarrez