El poder de la sotana (El pasado genético)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 55

El pasado genético

Ningún legado es tan rico como la honestidad.

William Shakespeare

 

Cuando tocó la campana un hombre con facha de diplomático, Imelda madre corrió hacia el portón de la casa para, como lo acostumbraba, espiar por la mirilla antes de preguntar a quién buscaban. Se impresionó al ver que el tipo era diferente al común denominador. Observó curiosa la tez blanca y las mejillas color de rosa del espigado visitante cuya bien recortada barba parecía haber enrojecido con los rayos del sol vespertino. Sin saber que la dueña de la casa lo espiaba, el visitante hizo un gesto de molestia y volvió a jalar el badajo de la campana. Imelda madre, aún desconfiada por lo sucedido a Justiniano y los temores de su hija, esperó un tiempo prudente hasta que decidió preguntar:

— ¿Quién es?

—Soy Arthur Taylor. Busco a la señorita Imelda Santiesteban —respondió en un español que parecía prefabricado por el editor de guías para el viajero inglés.

—Espere un momento…

La mamá de la soprano fue a buscar a su hija que se encontraba en su estudio practicando la partitura de la zarzuela La verbena de la paloma. No se atrevía a tocar y esperó a escuchar alguna frase que le permitiera interrumpir. Trascurrieron dos minutos y después del: “… a lucirme y a ver la verbena… y a meterme a la cama después…”, Imelda madre dijo: —Hija, te busca un extranjero. Está en la calle esperándote.

— ¿Sabes su nombre?

—Taylor, míster Taylor. Parece un caballero.

— ¿Un caballero?

—Bueno, cuando menos se viste como tal y sus modales lo avalan.

—Entonces pásalo a la sala y en seguida voy —dijo Imelda confiando en el poder de observación de su madre.

Diez minutos después Imelda apareció en la sala donde ya la esperaba Taylor. Al verla, éste perdió el resuello. Quedó impresionado con la frescura de la bella cantante cuyo vestido blanco dejaba ver los trazos de su atractivo físico: talle delgado; caderas con un volumen perfecto; busto que parecía moldeado por los vientos de la madre naturaleza; ojos claros y mirada profunda; muslos firmes torneados por el mismo que inventó a la diosa Afrodita; cabello castaño lacio, largo y brillante; rostro tranquilo y vivaz; voz cadenciosa y tersa. No pudo articular palabra hasta que Imelda lo despertó con la pregunta:

— ¿Cuál es la razón de su presencia en esta casa míster…?

—Taylor, señorita. Soy emisario del bufete Taylor & Son’s —balbuceó Arthur—. Le traigo una buena noticia —dijo con voz un poco más firme. Hizo un extraño movimiento de cabeza y agregó—: Hemos sido comisionados para hacerle llegar el legado de uno de sus antepasados, míster Poinsset…

— ¿¡Quién!? —Dijeron madre e hija al mismo tiempo.

— ¿Y a mí por qué? —Preguntó la sorprendida cantante.

Una hora después las Santiesteban ya sabían parte de la historia de aquella inesperada herencia. Al parecer las dos mujeres descendían de quien fue el primer embajador de Estados Unidos en el México independiente. ¿Una aventura de la tatarabuela o un cuento de algún familiar cercano? Lo ignoraban pero se animaron a indagar.

El testamento del representante legal y emisario de Poinsett (que a su vez era albacea del ex embajador y, de acuerdo con las instrucciones de éste, legatario de esos bienes a otros albaceas que al aceptar el cargo se comprometieron a investigar a los descendientes de Imelda Aguayo), establecía que la beneficiaria —que debería ser mujer y su familiar consanguíneo hasta la quinta generación— recibiría dos propiedades en Suiza, una en Inglaterra, otra en Canadá y una más en París, así como dos millones de francos suizos. De no continuar la estirpe, el dinero y las propiedades pasarían a formar parte del patrimonio de la fundación mexicana más importante del siglo xx, designación que requería el aval del gobierno de México.

La noticia, difícil de asimilar por la abundancia y variedad de los datos legales, dejó mudas a las dos Imelda.

 

Medias de seda

José Álvarez se topó con un grupo de genízaros comandados por el general Roberto Cruz. Respondió a un citatorio y lo que encontró fue una orden de aprehensión del fuero federal.

—Estás detenido, José, no ofrezcas resistencia.

Álvarez pensó que se trataba de una broma de mal gusto y reclamó a Cruz:

—Déjate de pendejadas, General. Cuál es el motivo para esta guasa que va más allá del respeto que tú y yo merecemos.

—Son órdenes José. Ya tendrás oportunidad de defenderte. Así que entrega tu arma… y ándale porque se nos hace tarde —reviró Cruz sin poder ocultar la satisfacción que le produjo ese momento esperado por él, un militar enfermo por el deseo de vengar sus frustraciones, algunas de ellas amorosas.

 

Al otro día de la detención de su jefe y con la congoja pesándole como un roca, Pedro acudió a la cárcel de Belén donde José estaba detenido. Platicó con él durante tres horas. Los dos coincidieron en que el general Calles había caído en la trampa que alguien tendió para eliminar al hombre de su confianza, precisamente por haberlo mencionado como uno de sus probables sucesores una vez que sufrió la decepción que le produjo el comportamiento en Europa de Francisco J. Serrano (gastó en vino y mujeres el dinero del gobierno). Álvaro Obregón encontró en la desilusión del Presidente la oportunidad para regresar al poder cuando se modificara la Carta Magna (cambio que él propuso y operó el entonces diputado Gonzalo N. Santos) y se permitiera la reelección, en este caso condicionándola a la existencia de un periodo presidencial intermedio. Coligieron asimismo que podría tratarse de la venganza de cualquiera de los familiares de Calles cuyo coraje contra Álvarez se debía a que éste previno al Presidente sobre los negocios ilícitos de alguno de ellos.

—Sigue en tu labor como si nada hubiera pasado —dijo Álvarez a su subordinado—. No podemos hacer nada antes de las elecciones. Obregón sabe que soy objeto de una conjura.

— ¿Conjura, mi General? ¿De quién?

—De cualquier enemigo que conozca mi relación con María (Conesa) —respondió en tono de broma—. El resto de participantes en este complot en mi contra —corrigió—, incluido Castañeda, que al parecer fue el eje de este infundio, sólo hicieron el papel del pendejo útil. Así que no te preocupes Pedro: no hay juez que se atreva a condenarme por el absurdo delito que se me imputa (contrabando de medias de seda para María Conesa, precisamente), ni hombre de justicia que ignore el contenido de la tarjeta que firmé pidiendo facilidades a su portador para traer a México el archivo de Mora y del Río, ¡no medias de seda, hombre! Sólo un estúpido supone que el jefe del Estado Mayor Presidencial contrabandea medias de seda pasándolas por la aduana.

— ¿Obregón está en su lista de sospechosos?

—No, no. Él me conoce tan bien como yo lo conozco. Tú sabes que fui su jefe de Estado Mayor durante la Revolución y que ambos valoramos la lealtad. Pero no dudo que algunos de sus amigos hayan concebido esta patraña suponiendo que Álvarez es una piedra en su camino. Hay que pensar en todo, incluso en la posibilidad de que esto resulte una estratagema o venganza de los servicios de inteligencia de la embajada de Estados Unidos o del Clero político. No lo sabremos Pedro. No mientras que el país esté agobiado por la sucesión y la cauda que dejaron los cristeros. Así que debemos esperar con la paciencia del bíblico Job. Lo que yo haga y que esté fuera de la lógica política lo tomarán de pretexto para matarme o aplicarme la ley fuga. Por ello, lo único que procede es que tú y tus amigos conformen un grupo para que aporten datos para mi defensa jurídica, política y moral, pero sin culpar a quienes por ahora tienen el poder y pueden manipular la ley.

Pedro salió de ahí con una terrible crisis existencial: quería sacar a su jefe a como diera lugar, incluso haciéndolo por la fuerza. Pero sabía que al intentarlo con o sin éxito los dos serían considerados traidores y perseguidos como enemigos del gobierno. “¿Y las leyes? —se preguntó—. Como dice el General, pueden ser manipuladas por quienes detentan el poder”, se respondió. Una vez en su auto ordenó al chofer que se dirigiera a la casa de Imelda. Llevaba en la mente el rostro del general Álvarez, facciones que por primera vez las notó marcadas con las huellas de la decepción, la frustración y el coraje.

 

La trampa sexual

Durante los días que pasó en la cárcel militar primero y después en una de las bartolinas de Ciudad Juárez, lugar donde supuestamente se había cometido el delito de contrabando, José Álvarez meditó sobre los acontecimientos que produjeron lo que, estaba convencido, había sido una patraña inventada por los enemigos del presidente Calles para vulnerar la autoridad y credibilidad de su jefe del Estado Mayor. Pensó en la traición de los generales Serrano y Gómez cuyas ambiciones de poder les indujo a conspirar contra Calles, crimen que se perpetraría durante las maniobras de Balbuena, precisamente cuando el pelotón entrenado ex profeso pasara frente a la tribuna y, en lugar de saludo de armas al presidente, dispararían contra él y su comitiva. “Tenían su tamal hecho —caviló—, uno iría a la Presidencia de la República y el otro a la secretaría de Guerra y Marina”. En esas sus recapitulaciones también recordó la expresión de arrepentimiento del general Eugenio Martínez cuando se confesó ante el presidente: “Soy un militar digno y no me puedo prestar a una traición como la que han fraguado Francisco (Serrano) y Arnulfo (Gómez). Perdóneme Jefe por haber consentido semejante estupidez”, declaración que obligó al presidente Calles a ordenar la detención de los conjurados, enjuiciarlos de forma sumaria y, en el caso de Serrano y compinches, fusilarlos en el camino (Huitzilac). También reflexionó sobre las intentonas del embajador Sheffield y su gente para debilitar a Plutarco e impedir la reglamentación del artículo 27 constitucional. Hizo el recuento de la jornada de Querétaro, de sus intervenciones como diputado constituyente y de sus propuestas que una vez legisladas causaron la desazón del Clero político. Su memoria lo llevó hasta la época de la juventud cuando en Zamora participó en la lucha por la dignidad de la República y más tarde incorporándose a la Revolución. Fueron, pues, varios los meses que estuvo encerrado, tiempo que le sirvió para hacer el recuento de su vida. En ese lapso hubo algún custodio que le sugirió escapar de la cárcel. “Lo ayudo, patrón”, le había dicho. Pero él se dio cuenta de que se trataba de trampas fraguadas por los jefes de la policía de México bajo el mando del general Roberto Cruz.

Aquella rutina obligada por el encierro fue rota cuando apareció en su celda una atractiva periodista estadunidense que dijo estar interesada en entrevistarlo. Álvarez quedó impactado con la luz que irradiaba la norteamericana, destellos que iluminaban la oscuridad de la tarde-noche. La belleza física y los mórbidos movimientos de la dama despertaron la libido del general. Era obvio que la mujer quería seducirlo.

Estaba a punto de caer atrapado por la magia del momento cuando José Álvarez y Álvarez de la Cadena escuchó el aviso de peligro, alerta torpemente mostrada por la “periodista” que inició la interviú diciéndole:

            —General, traigo un cheque en blanco para que usted ponga la cifra que considere conveniente…

            — ¿Ah sí? ¿Y cuál en la condición? —ripostó José.

            —Que declare en contra del presidente Calles… Él lo metió a la cárcel ¿no? Es su enemigo, ¿verdad?

            — ¿Y aparte del cheque que más espero de Usted? —jugó Álvarez.

            —Todo lo que quieras —respondió la mujer con un gesto coqueto que inquietó al general.

            —No sé a quién represente Usted señorita. Tampoco sé para quién trabaja —espetó José cuya molestia le hizo abandonar al juego que había iniciado—; no me interesa. Así que dígale o dígales a quienes la mandaron, que en México los militares respetamos a nuestro Presidente, al País. Que aquí la traición se castiga con la muerte. Que si estoy en este lugar es porque algún traidor quiso alejarme de Calles. Que no obstante mi situación soy y seguiré siendo leal a mis principios. Que entiendo la posición de su gobierno pero que no la comparto. Así que el cheque que dice traer consigo —y discúlpeme por la forma de expresarme— regréselo a quien la envió para que esa persona se lo meta por el culo… ¡Ah! Y lamento mucho no disfrutar de sus encantos. Hubiera sido una experiencia inolvidable.

            La mujer abandonó la cárcel con la cola entre las piernas. Junto con ella se fue la luminosidad de su aura, brillo que parecía caer como cascada sobre la rubia cabellera que agitada acariciaba sus hombros. Álvarez quedó molesto pero a la vez satisfecho porque aquella emisaria lo había despertado del marasmo que empezaba a causarle estragos en su ánimo. “Lástima que no haya sido solamente una reportera…”, caviló al percibir los últimos aromas de la estela perfumada que siguió a la mujer periodista.

 

Disquisiciones del amor

Imelda estaba perturbada. Arthur había llevado a su vida lo que ella llamó el veneno de la confusión mezclado con el elixir de la ilusión. ¿Qué hacer, dejar la aventura y las sorpresas que insuflaban su espíritu? ¿Abandonar a Pedro y la pasión que la hacía sentir viva y llena de la energía que produjo lo que por inesperado le resultaba motivador? ¿Mandar al diablo la herencia y quedarse con el hombre que prometía una juventud intensa pero insegura en todos aspectos? ¿Ser la heroína que coquetea con el cadalso, o la verdugo cuya cuchilla caería sobre la cabeza de un país convulsionado? ¿Dejarse mandar por el sexo, o cumplir con su destino genético? A esas dudas se adicionó la angustia que le causaba alejarse de la pequeña Leonora.

            “Ayúdame Señor —rezó mirando al cielo azul limpio y profundo—, sólo tú sabes lo que me conviene. Dame algo de tu luz para que la decisión que tome sea la mejor. Hasta ahora he sido llevada por los impulsos del momento. Las emociones me han hecho olvidar mis obligaciones. Estoy confundida. Perdóname Dios y conduce mis actos. Envíame una señal…”

            La soprano permaneció concentrada en sus dudas esperando algo que pareciera la esperada señal de Dios. Confiaba en el poder de la fe. Cualquier cosa que ocurriera representaría el mensaje que ella anhelaba. Se hizo el silencio y la casa se convirtió en el templo donde la magia suple al raciocinio: el canto de un pájaro, el arribo de una parvada de palomas con destino a la almena del edificio, la caída de un rayo, el temblor de la tierra, una inesperada ráfaga de viento, el eclipse de sol o la caída de una estrella fugaz podrían ser la señal que esperaba. Pero no hubo ningún aviso. Nada se movió. Los pájaros parecían dormitar ateridos por el frío. El viento dejó de soplar. Las palomas estaban lejos, ausentes. El cielo azul presagiaba un día limpio sin nubes ni sorpresas y con una noche nítida llena de estrellas. Imelda dejó la concentración para continuar con su protocolo matutino que, según ella, la conservaría bella, vigorosa, tersa, fresca y con el aliento que despedía el perfume de la juventud sana. Sin embargo, su sentido común parecía subordinado al pensamiento mágico.

            “¿Y si el silencio es la señal? —Pensó mirándose al espejo— Dios es tan grande que ha dejado a mi albedrío la decisión. Así que tendré que meditar y ponerme en contacto con quienes influyen en mi vida, sin que ellos descubran que son sometidos al escrutinio de Imelda.”

Alejandro C. Manjarrez