El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 9)

Réplica y Contrarréplica
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“Donde manda capitán no gobierna marinero”

Empezó a escucharse mi nombre en la lista de probables aspirantes a la gubernatura de Puebla. Ello me ganó varios golpes bajos que me hicieron lo que el viento a Juárez gracias a los consejos y oportuna información de María de la Hoz, también mi ángel protector. Lo definitivo fue, obvio, el respaldo del Presidente: su equipo de prensa hizo las llamadas pertinentes ayudándome a eliminar las esperadas menciones negativas comunes en los espacios de los columnistas políticos cazadores de convenios e igualas.

Así mismo se operó en contra de mis adversarios. A uno lo tildaron de alcohólico consuetudinario, a otro de corrupto y al más cabrón de desequilibrado emocional (el tipo era bipolar). De esta forma el inmortal dinosaurio lanzó sus coletazos para limpiar mi camino hacia la gubernatura.

Un día de tantos Irene me informó que el comunicador del presidente le había pasado la relación de las entrevistas en medios nacionales. “Ahora sí tienes que mostrar tus dotes de investigador histórico —acotó Mary—. Te conseguí una entrevista en el programa de López Dóriga”. Atendí de inmediato la recomendación y apuré al equipo de asesores para que me dotaran de los elementos que me permitieran presumir mi relación familiar con algún personaje vinculado con la herencia histórica de Puebla. Empezaba a creerme aquello de que yo formaba parte del grupo de “políticos estudiosos de la historia, ávidos lectores de libros no utilitarios”.

La sede del poder nacional parecía una pasarela de belleza femenina. Me sedujo el escenario republicano y seguí el ejemplo rodeándome de mujeres talentosas y guapas. Para acallar los chismes argüí que en mi gobierno no existía el machismo. Por esas y otras circunstancias, María de la Hoz se convirtió en la primera fémina con el cargo de coordinadora de una campaña electoral (la mía), actividad en la que destacó por su recio carácter que atemperada con una cautivadora sonrisa. Así dominó a los rebeldes que nunca faltan. E incluso, gracias a su ironía, me vi obligado a poner los pies en la tierra y a avisparme cuando conversábamos. Verbigracia:

—Senador, le tengo una noticia —dijo sonriéndome.

—Dímela Mary —le ordené.

—Encontré que sus genes lo vinculan con Martín Villavicencio Salazar —soltó maliciosa.

— ¡Ah caray! ¿Y quién es ése nuestro personaje? —pregunté apenado por mi desconocimiento sobre el lazo que parecía interesante.

—Se llamaba Martín Villavicencio Salazar. La literatura convirtió al tipo en Martín Garatuza, un personaje que hizo escuela en los fraudes eclesiásticos —respondió traviesa.

— ¡No la chingue usted! ¡Ese tipo de datos me perjudica! —protesté airado pensando en los antecedentes familiares decorados con delincuentes, suripantas y hasta sacerdotes pederastas.

—Es una broma, senador —corrigió antes de que yo perdiera la compostura—. Decía López Portillo —agregó con aires de sabelotodo—, que nunca hay que perder el sentido del humor…

— ¡Se va usted a la chingada! ¡Con esas bromitas mi sentido del humor se transforma en deseos irrefrenables de venganza misógina! —espeté molesto.

Al escuchar mi altisonancia, María primero enrojeció y después palideció dejándome ver las venas que surcaban su rostro (era de piel blanca con algunos tonos rosados). No pude seguir con mi chanza porque la mujer parecía estar a punto del colapso. Sonriendo y con un dejo cariñoso aclaré:

—No te preocupes, Mary. También es una broma. Se la aprendí a Jolopo…

—Ah, menos mal… ¿Y siquiera lo enseñó a ladrar? —Respondió. Antes de mi revire apenada corrigió—: Perdón, perdón jefe. Es que soy…

—Una cabrona; eso eres —reviré recuperando el talante tierno y comprensivo que me ganó muchas amistades femeninas.

Nos reímos y las risotadas traspasaron las paredes del enorme despacho de la Cámara de Senadores que, ironizaba uno de mis pares, era el más amplio de las nuevas instalaciones del Senado—. “Está hecho a tu medida”, me dijo el desgraciado.

—Después de retozar valiéndonos de la historia y sus protagonistas, ahora dime cuál es tu docto descubrimiento —inquirí curioso y complacido por nuestro talante amistoso, afinidad basada en nuestras ostensibles y venturosas diferencias de género—. Pero antes abunda sobre el tal Garatuza que seguramente fue un genio del mal… o del bien si considerásemos los corajes que debe haber provocado a los pastores del rebaño religioso.

La doctora se puso sus lentes Cartier de armazón color púrpura, tono que los hacía más vistosos y a ella más hermosa. Enseguida repasó con estilo académico y entonación de locutora la ficha histórica de aquel poblano que se burló de todos, incluido el Tribunal de la Santa Inquisición.

“Lo habían sentenciado a sufrir los castigos de la época —leyó pausado—: auto en forma penitente, vela verde en las manos, soga en la garganta, coroza blanca en la cabeza, en abjuración de Levi, en 200 azotes, y en cinco años precisos de galeras en Terrenate, al remo y sin sueldo. Sin embargo, el hombre usó sus dotes histriónicas con la intención de convencer a los sacerdotes y pedirles permiso para viajar a Puebla donde moraba su familia. ‘Quiero despedirme de mis hijos; ellos no tienen la culpa de los pecados de su padre’, gimió el tal Martín con el ánimo de convencer a los curas inquisidores…

—Quizás pensaban en sus hijos que les decían tío —interrumpí maloso.

“‘Vaya con Dios y cumpla su deber de padre de familia —continuó María con la sonrisa que le arrebató mi comentario—. Tiene usted una semana para regresar’, le dijeron. Gozoso y tal vez riéndose para sus adentros, Villavicencio volvió a hacer otra de las suyas: no volvieron a saber de él ni los sacerdotes ni los feligreses que engañó disfrazado de clérigo (daba misa y pedía los diezmos y limosnas), vaya, ni siquiera su familia supo dónde se escondió o si había muerto”.

Mary se quitó los lentes. Me miró fijamente, juguetona, para enseguida decir:

—Tal vez adoptó otra identidad para dedicarse a la política donde tiene muchos émulos. O quizá compartió el resto de su vida con alguna de sus aventuras amorosas, como le ocurrió a Gutierre de Cetina.

Tenía ganas de reclamar su sarcasmo pero decidí evitar las explicaciones confusas, enredadas. Preferí agradecer su empeño en ilustrarme sobre la historia de Puebla. Ponderé sus apostillas diciéndole que satisfacían mi sed de cultura. También le manifesté mi agradecimiento fraternal. Quería convencerla para que investigara sobre las historias poblanas.

—Abunda sobre el tal Villavicencio Salazar —le pedí.

Lo que escuché despertó mi imaginación y nutrió mi curiosidad.

Aquella práctica cultural me permitió contrastar los tiempos. Llevé cabo lo que se convirtió en un recurrente ejercicio intelectual. Encontramos que las mañas del poder de antaño eran similares (por no decir las mismas) a las del poder actual. No pasó mucho tiempo para que me cayera el veinte y se me ocurriera cómo elaborar el sistema de información, procedimiento que terminó siendo uno de los mejores frutos de mi mandato. “Cuando sea gobernador —me dije— lo concretaré de inmediato, lejos de miradas indiscretas blindándolo para evitar las filtraciones e indiscreciones que le dan en la madre a los buenos proyectos”. Se lo compartí a Mary haciéndola sentir cómplice:

—Debemos protegernos contra maledicencias, rumores y acciones elucubradas para causarme daño —anticipé.

—Muy bien pensado, gobernador —respondió y añadió—: La única forma de combatir el espionaje es con un contraespionaje basado en la tecnología y la ciencia.

Ignoro si aquello influyó pero a partir de esa conversación nuestros encuentros culturales fueron amables y amenos. Fue así como la doctora inició la costumbre de cada lunes llegar con algún libro relacionado con el tema de la semana lo cual enriqueció mi biblioteca. El primer presente fue la novela de Vicente Riva Palacio, obra inspirada en Martín Villavicencio Salazar precisamente, el pilluelo cuyos actos le ganaron un espacio en la literatura mexicana. El libro en cuestión llegó acompañado con la tarjeta que resumía el contenido de los dos tomos lujosamente empastados, cada uno con más de seiscientas páginas. En esa ocasión, después del protocolo habitual previo a la entrega de la obra referida, la talentosa mujer tuvo a bien comprometerse para pugnar por el rescate de la cultura del estado:

—Gobernador: ampliaré la búsqueda de historias con el ánimo de satisfacer su interés por encontrar la razón de ser de los poblanos —justificó.

Además de esa su venturosa determinación cultural que casual o deliberadamente insufló mi ego, la actitud de Mary —después me lo confesó— había sido motivada por alguno de los misterios descubiertos por ella entre los intríngulis de la poblanidad que, dijo, yo representaba con la fiereza del mestizaje. En esas investigaciones se encontró con una espléndida historia, la cual sintetizo con orgullo, digamos que legítimo (más adelante verán por qué):

 

El hijo del poeta

Gutierre de Cetina, dice la leyenda, se inspiró en los ojos y la belleza de Leonor de Osma, esposa de un prominente médico o comerciante —da lo mismo—, matrimonio residente en la entonces Puebla de los Ángeles. El poeta de origen español quedó impactado con la belleza de ese ejemplar que, intuyo, esparcía sin piedad ni consideración alguna el excitante perfume de sus feromonas. Inspirándose en la perfección de la naturaleza de Leonor, el bardo actualizó su famoso e intemporal madrigal. Con esas palabras, por cierto más poderosas que la fuerza física o el poder del dinero, la convenció y la sedujo.

En una de sus furtivas visitas, antes del arribo de Gutierre al lugar donde se encontraría con doña Leonor, fue interceptado por un hábil espadachín, sicario del celoso marido (hay otra versión, la que dice que era marido disfrazado de sicario). Hubo dos o tres lances frente al templo donde se encuentra la Capilla del Rosario. Salieron a relucir las dagas y don Gutierre quedó mal herido manando sangre por dos orificios. Al verlo tirado en las losas de aquella oscura y húmeda calle, el alevoso mercenario (o celoso cónyuge) supuso que su víctima ya era candidato a cadáver y echó a correr para desaparecer entre las casonas cuyas paredes produjeron la acústica que elevó los decibeles de los nada poéticos insultos y quejidos proferidos por Cetina: pudo solicitar ayuda gracias a su condición física. Ya recuperado, algún amigo informó al vate sobre la preñez de su amor imposible, vientre fecundado en alguno de sus apasionados y subrepticios encuentros sexuales. Meses más tarde, dicen, Gutierre se fue al otro mundo pronunciando uno de los versos de su madrigal, mismo que concluyó con el nombre de la mujer de mirar airado:

Ojos claros, serenos,

si de un dulce mirar sois alabados,

¿por qué si me miráis, miráis airados?

 

Será el sereno (o lo que haya sido) pero doña Leonor quedó preñada. ¿De su esposo? ¿Del poeta Cetina? Sólo ella supo el nombre del padre del niño salido de lo que pudo haber sido su poético útero.

Lo importante para mí es que el muchacho aquel —Herminio, por cierto— se convirtió en un exitoso hombre de negocios. Bueno también en conquistador de cuanta mujer hermosa se le atravesaba, labor en la cual fue asistido por su lenguaje florido. Como decía una de mis tías mochas: al niño en cuestión le tocó en suerte surgir del bendito vientre de quien dio origen a la familia de Herminia de Ávila, su bisabuela para ser preciso. Ella, la abuela de su madre, quedó registrada como la primera mujer del catálogo familiar que llevó el apelativo Herminia, nombre asignado a la madre del niño que al crecer desarrolló el olfato para percibir el aroma de las feromonas.

Uno de los eslabones de esta cadena fue la Herminia nacida en la Mixteca poblana, madre de los mellizos Juana y Herminio.

El registro de los hechos subsecuentes se perdió entre pestes, terremotos y epidemias, males que mermaron la población. No obstante tantas enfermedades, la prole de Herminia sobrevivió a la terrible insalubridad que hizo trabajar horas extras a doña calaca, el espanto cubierto con la falda y el rebozo mexicanos.

Otro de los descendientes de Herminio Cruz de Ávila fue el fraile Miguel de Guevara —curiosamente también poeta—, clérigo al cual la Inquisición tachó de herético: los arrebatados y fanáticos curas argumentaron que Miguel tenía tendencia a menospreciar la recompensa divina. La causa: el barullo armado por uno de sus sonetos, mismo que a la letra dice:

 

No me mueve mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

 

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en la cruz y escarnecido,

muéveme el ver tu cuerpo tan herido,

muéveme tus afrentas y tu muerte.

 

Muéveme en fin tu amor de tal manera

que aunque no hubiera cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera.

 

No me tienes que dar porque te quiera

porque si lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

 

Como ven, el documento de Mary incluyó muchas referencias interesantes. Los vínculos con mi origen y la causa de mí anticlericalismo, por ejemplo. (En algo influyó la Inquisición). Todo ello forma parte del legado que proviene de la florecita mixteca y desde luego de la vena poética de sus raíces y herederos. ¿Pruebas? No las tengo contundentes, sin embargo, mi aserto se basa en la historia oral de mis antepasados; la que platicaban y en algunos casos siguió difundiéndose en voz de su descendencia. De pequeño estuve en sobremesas llenas de vivencias, hablillas y legados que, ahora lo entiendo, podrían llegar a certificarse si encontrásemos la forma de obtener restos de algunas osamentas que ayudaran a descubrir las coincidencias en el mapa genético.

Complicada la investigación, empero, lo que mi equipo pudo encontrar y yo enriquecer, fue la historia familiar incluida en las entrevistas donde me mostré como un hombre culto y profundamente relacionado con la vida de Puebla y sus tradiciones. Tuve éxito gracias a la capacidad de mis investigadores y a la curiosidad de mis interlocutores, acciones que combinadas me ayudaron a proyectarme como un político culto. Para no parecer un tipo petulante y presumido, te confieso, lector amable, que —parafraseo a Sócrates— mis conocimientos engrandecieron mis limitaciones. Así de simple.

Todo ello me indujo a preguntarme cómo comparecer ante los periodistas; ¿qué hacer para no usar el discurso sacramental que obligan las preguntas usuales?; ¿qué decirle a las vacas sagradas de la comunicación electrónica y a los columnistas cuyo salario se multiplicaba por el número de sus concertadas omisiones políticas?; ¿de qué manera responder sin picarles la cresta como se atrevió el tristemente célebre “Precioso”, gobernador que ofendió la inteligencia de sus gobernados, igual que lo hizo otro mandatario, el conocido como “El Hermoso“?; ¿por dónde escapar a las alusiones sobre la megalomanía de gobernadores que se construyeron monumentos, murales y esculturas burdas o sofisticadas?

La solución a esas mis inquietudes y dudas fue, creo, tan sencilla como irrebatible: hablar de cultura dándole énfasis a mi origen étnico, que es el mismo de la mayoría de los mexicanos, o de los políticos que se llenan la boca (incluido el de la voz) con eso de que son producto de la cultura del esfuerzo. (En este último caso tendríamos razón si aclarásemos que se trata del esfuerzo que han hecho quienes fueron o son nuestros padrinos, personajes que sostienen su poder político gracias al dinero que han amasado. Pero de eso hablaré más adelante). Con esas inquietudes llegué a las…

Interviú

Tuve varias entrevistas donde saqué a relucir mi bagaje que, en la mayoría de los casos, obigó al entrevistador a cambiar de tema. Para volver a mi rollo me valí del “pero déjame que te cuente algo de la historia de mi estado” apoyándome en la sobada cita que establece que aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla. Después hablaba de mi origen sencillo matizándolo con antecedentes como los que leíste. Así pude desactivar los cuestionamientos malélvolos y descontrolar a varios de los entrevistadores manteniéndolos dentro de mi redil intelectual. Bueno eso creí hasta que me enteré del presupuesto autorizado por mi amigo el presidente, dinero que paró en las cuentas personales de algunos gacetilleros.

De las entrevistas más difíciles fue sin duda la del Teacher, el tipo al cual la vida lo hizo una chucha cuerera ya que, como los salmones, supo nadar y superar todas las corrientes en contra, incluyendo las idiomáticas. Empezó como la mayoría de los periodistas que me entrevistaron una vez que pasé por el tormento del maquillaje, la tediosa espera y las indicaciones para evitar que yo cometiera algún error, o que echara a perder el micrófono de solapa, o que se me cayera el aparato que colocan cerca de las nalgas (hasta parece albur), o que me tropezara con los cables. En fin, todo lo que constituye la estrategia para domar al entrevistado como si fuesen picadores de la fiesta brava.

— ¿Dinos por qué quieres gobernar a los poblanos? —soltó en cuanto su efigie salió a cuadro una vez que los televidentes se soplaron “los mensajes de los patrocinadores”.

Mi respuesta, también tradicional, se centró en combatir la pobreza, garantizar la seguridad e impulsar los sistemas de salud, clichés que suelen entrar por una oreja para salir por la otra. Lo interesante ocurrió cuando hizo alusión a la cultura de la corrupción relacionándola con el progreso económico de los políticos. Tuve que entrarle al torito y aprovechar que en esa época era yo la antítesis del paradigma que en siete palabras diseñó el gran profesor Carlos Hank González (“Un político pobre, es un pobre político”), modelo, creo, de Elba Esther, otra mentora cuyo liderazgo cruzó la barrera del tiempo y desde luego de la pobreza, circunstancia que justificó el encarcelamiento ordenado, paradójicamente, por uno de los herederos políticos del mentor dueño de la frase mencionada.

—He dicho que la voy a combatir —respondí entrecerrando mis ojitos de capulín—, porque como usted lo ha sugerido (dejé de tutearlo para poner distancia), yo también pienso que se trata de un cáncer terrible, la enfermedad que mantiene postrado a México, mal que produjo tumores de distintas tonalidades.

—Explíqueme —pidió—. Lo de las tonalidades.

—Con gusto —respondí sonriente a sabiendas que el tema no tendría réplica—. La maestra Elba Esther Gordillo, por ejemplo, creó varias cabezas de playa; es decir, gobernantes que lo fueron gracias a su influencia y servicios prestados a la Patria. Bueno, eso dijeron.

—Vaya ironía —reviró mi entrevistador con cara de incredulidad.

Aproveché la sorpresa para insertar mi historia, o sea los antecedentes que leíste líneas arriba. Lo hice con la sencillez y la brevedad que exigía el espacio. De ello dependía que Joaquín no abundara sobre los tumores políticos variopintos auspiciados por la lideresa de triste memoria. Quedó en el tintero la consecuencia del encarcelamiento de la Maestra, o sea el desmadre provocado por sus pares entrenados para desestabilizar los procesos de modernización educativa.

Ya en casa, cuando vi la grabación de la entrevista, me sorprendí de mi seguridad y —tal y como lo había previsto la licenciada y preparado la doctora— de cómo desarmé a mi entrevistador cuyo desconcierto me pareció fingido. Percibí su intención de interrumpirme para quitar de la conversación lo histórico.

— ¡Oiga también es usted un poeta! —había dicho en tono de burla y con la sonrisa sardónica que medio dejaba ver su pulida y cuidada dentadura.

—Y en el aire las compongo —le respondí con el mismo talante para enseguida aclarar que era una broma a botepronto—. Perdón por la confianza, maestro, pero no soy poeta ni siquiera aprendiz. Aunque soy consciente de que en estos tiempos la política debe hacerse con ritmo y buena prosa; con sentimiento social y amor al pueblo; con la medida y el reto de usar el esdrújulo inicial para dar énfasis a nuestras acciones.

—Célebre su respuesta —soltó con acento sabiondo.

—Diáfana diría yo —reviré con otro esdrújulo dándole un ligero golpecito cariñoso en una de sus rodillas, la que estaba a mi alcance, empujoncillo que medio le molestó porque hizo cara de dolor. “Gracias Sor Juana”, musité al recordar la mueca del Teacher, gesto registrado en el video que vi varias veces.

Gracias a las aportaciones y consejos de mis asesores pude salir airoso de todas las entrevistas. Debido al éxito obtenido el presidente Cordero me felicitó calurosamente, además de avalar mi conducta mediática con un: “No me equivoqué contigo”.

Y no se equivocó porque sus consejos, espaldarazo y el apoyo de la estructura burocrática presidencial aún permanecen en el rincón de mis afectos eternos, agradecimiento equivalente a la lealtad política cuyo destino final es la tumba a donde, excepto lo que lees, llegarán todos los secretos del poder así como las verdades que por seguridad nacional adquirieron la condición del legendario Santo Grial. Lo publicado por la prensa sólo fue un esbozo de la realidad política.

Ya no pude responder al Presidente su pregunta sobre de dónde había sacado la vena poética usada en aquella entrevista debido a que recibió una llamada del presidente de Estados Unidos, en esos día enfrascado en su lucha con los fanáticos empeñados en matar a periodistas, jóvenes y niños. Así que me quedé con las ganas de soltar algo del bagaje grabado en mi cerebro. Si me hubiese escuchado, seguramente lo habría sorprendido.

Alejandro C. Manjarrez