Nuevos aires, nueva sangre
“Al bien buscarlo, al mal espantarlo”
Resumo y trascribo el escrito de María de la Hoz, historia que le fue dictada por el que esto escribe para, en su momento, como ahora lo hago, narrar esa parte de mi vida en el poder, no tanto para regodeo personal sino con la intención de mostrar aquello que debe conocer la sociedad, aunque sea a toro pasado. Son vivencias que hasta podrían servir para elaborar un manual o guía que permita a los políticos entender y en consecuencia resolver los conflictos del poder, así como, de paso, protegerse de las pendejadas que, consciente o de manera casual, cometen los eufemísticamente llamados servidores públicos. Aclaro que Mary dio al relato su toque personal.
El procurador Fernando Téllez llegó nervioso a la casa de Juanito. Alguien le informó que Isolda, la esposa del tesorero, había fallecido por causa de un terrible accidente. En uno de sus arranques del deber y sin decir agua va ni advertir a sus superiores sobre lo que estaba pasando, Téllez acudió al lugar de los hechos; buscaba quedar bien con el gobernador apurándose a resolver el problema de su buen amigo y colaborador de confianza.
Por ello Fernando fue el primero en entrar a la “escena del crimen”. Su experiencia como criminólogo le hizo centrarse en el desbarajuste que había en la recámara olvidándose de poner al tanto a su jefe. Lo que él vio fue lo mismo que observó Herminio, en este caso sin la curiosidad de la técnica forense: pedazos de masa encefálica en el techo y en la pared; la mujer con la nuca destrozada por el proyectil (bala calibre 9 mm Parabellum), impacto que le causó la muerte instantánea. Junto al cuerpo de Isolda estaba la botella de vino francés. El tinto y las dos copas vacías, una de ellas rota, confirmaban que antes de la tragedia el ambiente tuvo su momento romántico.
Sobre la cama de la habitación quedó la pistola del homicidio o muerte asistida. Era una bella pieza de la ingeniería del crimen. La Beretta decoraba aquel espacio exquisito rodeado de seda blanca combinada con tela de alpaca azul pastel. Sobresalía el color gris acero del arma depositada encima del áureo edredón de pluma de pecho de ganso.
En alguno de los rincones de esa espaciosa estancia, el Procurador encontró a Juan Águila quien sollozaba como si quisiera tragarse su propio llanto. Había quedado solo. Su ánima parecía haberlo abandonado. Tal vez él fue quien en un acto reflejo llamó a Fernando.
Cuando el Procurador se aprestaba a cumplir con su trabajo de investigación primaria para después cederle el lugar al ministerio público, arribó el gobernador como si fuese una tromba. El propio Juan le había llamado para darle la mala nueva. Herminio miró a Fernando con un gesto tan exagerado como las circunstancias que rodearon aquella muerte. Parecía asustado y a la vez encabronado por haber perdido a su mejor amiga en condiciones tan absurdas como comprometedoras. Fue tal el coraje del mandatario que éste se desquitó con Fernando Téllez, el más inocente de la terrible situación.
“¡Usted qué hace aquí! ¡Váyase a trabajar, con una chingada!”, le dijo en un tono por demás agresivo. El tipo se retiró sin rechistar. El Gobernador se quedó solo con Juanito, ambos junto al cadáver de la joven y hermosa mujer. Concluyó una vida y Herminio fue, quizás, quien más lamentó que la parca hubiera entrado a ese espacio de amor-odio y comprensión-intolerancia.
De haber visto esa dramática escena, Jesús Helguera habría pintado otra versión, la moderna, de la mujer que vestida con una prenda tan blanca como la nieve se asemejaba al Iztaccihuatl en una de las mañanas de otoño. Sus senos aún conservaban la energía que en vida atrajo las miradas de hombres y mujeres. En la tela que cubría la perfecta redondez de sus pechos, se formó un rosetón escarlata como si éste mostrase la herida por donde había escapado el corazón reclamado por Tlaloc. La seda de la bata estaba adherida a los vértices donde empiezan, se prolongan y concluyen los sueños del hombre.
El esposo-amante se mantuvo una hora o dos arrodillado junto a ella. Se le veía arrepentido por no haber podido evitar la fatalidad. “Tenía un cáncer terminal que le hacía sufrir mucho. Por eso se suicidó. Usó mi pistola, hermano”, dijo al gobernador en tono de plegaria mortuoria.
Lo que me reservé y no supo la doctora De la Hoz, es que en esa ocasión me sentí como un intruso en los momentos de privacidad conyugal. Isolda había sido mi secretaria y además una amiga íntima que oxigenó el contaminado ambiente donde me moví durante los meses previos a mi designación como candidato. Él era mi cómplice y socio. Lo vi abatido. Estaba tan mal que en horas sus arrugas se profundizaron. Parecía un anciano prematuro cuya fealdad contrastaba con la hermosura de la mujer que a pesar de estar muerta aún conservaba la belleza de las tres décadas, perfección impregnada del aroma de la naturaleza, la excitante fragancia del amor.
Ese efluvio perfumado se perdió entre el tufo de pólvora mezclado con el hedor que despedía la sangre depositada sobre la duela de encino. Yo estaba impactado y a la vez acongojado. Emocionalmente me sentí roto en mil pedazos. La impresión fue mucho más fuerte que la que tuve que disimular cuando Rasputín mató a Romo. A Juan Águila lo respetaba por su lealtad, entrega y trabajo. Pero ese día le odié porque lo vi como responsable de la muerte de Isolda, la mujer que marcó mi corazón, cerebro, vida y rostro.
Superada la crisis que incluyó la impotencia ante la muerte, tuve que proteger a Juan valiéndome del poder que tiene el gobernador. Pedí a los propietarios de los principales medios que sus órganos informativos se mantuvieran en silencio en respuesta amable y solidaria a las atenciones que yo les había brindado.
Segunda baja
Después de un mes de aquel desafortunado suceso, que por ventura y los intereses de la República logré sortear, me vi obligado a prescindir de Juan Águila del Sol. Ya no podía mantenerlo a mi lado. Se encontraba abatido víctima de una terrible depresión. Quise ayudarlo pero me rechazó diciéndome que no quería compasión. Cinco días más tarde, Juanito, como lo llamábamos en la íntima intimidad, usó la misma Beretta para dispararse en la cabeza. Interpreté el suicidio como su propio castigo por haber sido la causa de la muerte de la bella Isolda. Quizás creyó que yo investigaría el fondo de lo que tenía trazas de un crimen pasional o, en el mejor de los casos, de muerte asistida, nunca de un suicidio. Incluso en una de nuestras conversaciones le hablé y ponderé la actitud del doctor Jack Kevorkian, el hombre que ayudó a bien morir a 130 enfermos terminales. Quería ver sus reacciones pero lo único que noté fue una mirada perdida, distante. Seguramente, en aquellas frases dejé traslucir mi sospecha y malestar por la desaparición de Isolda: Juanito, que me conocía muy bien, debe haber captado que mis disquisiciones se movían entre el odio, la indignación y la indulgencia. Puede ser que hasta haya supuesto que yo le había sugerido optar por el suicidio. O quizá somatizó mis sentimientos para convertirse en otra de las víctimas del “efecto Werther”, fenómeno que produjo la lectura de Las tribulaciones del joven Werther, el drama psicológico que en siglo xviii escribió Goethe valiéndose de un estilo epistolar novelesco, talante literario que adoptó con éxito Fernando Savater en su libro El jardín de las dudas. Por ello, supongo, “por su amor de destino enfermizo”, Juan Águila del Sol decidió quitarse la vida.
Como De la Hoz percibió mi estado de ánimo, tuvo a bien mantenerse alejada pero cerca por si la necesitaba. Fiel a su costumbre y sentido de la oportunidad, uno de tantos días se apareció en mi oficina con los informes sobre Irene Walter. Sabía que sus revelaciones me sacarían del abatimiento que me ocasionó la muerte violenta de mi querida Isolda, tristeza agravada primero por las ausencias mentales de Juan Águila, y después por el suicidio de este mi buen amigo. Sin decir palabras que pudieran sobrar, Mary sólo sonrió al entregarme un documento que acompañó con sus explicaciones plasmadas en el preámbulo del escrito, mensajes que fueron sucintos, secos, directos y tan brutales que me obligaron a recapacitar.
La infiltrada
A las revelaciones que la doctora me soltó en la introducción del manuscrito sin mediar ninguna benevolencia, siguieron los datos que por su respaldo documental, testimonial y, en algunos casos, deductivo, no dejaron ningún resquicio para dar cabida a la duda. Fue tal la contundencia de la información que me olvidé del dolor que sufría por la desaparición de mis dos entrañables amigos. Me entró pánico pero éste desapareció en cuanto analicé las ventajas que ofrecía la oportuna información de mi colaboradora. Así que a botepronto diseñé la estrategia a seguir como si fuese un experto en prospectivas y análisis de crisis. Yo mismo constituí mi cuarto de guerra para armar las acciones consiguientes y al mismo tiempo preparar las respuestas apoyándome en De la Hoz que, según percibí, le traía ganas a la inefable Irene Walter (me refiero al ánimo reivindicatorio profesional y femenino). Trascribo pues parte del documento que me entregó mi asesora y ex vocera:
Gobernador: te informo con pesar que tu amigota Irene es una especie de doble espía. Lo tengo comprobado y documentado. Va la historia:
La estaban investigando cuando se te acercó allá en Puerto Vallarta durante el encuentro bilateral. Lee Berriozabal, su padrino o padrote —no sé lo que predomine— fue quien se lo sugirió a sabiendas de que su presencia primero te alteraría la libido y después te induciría a consultarle a él. Sucedió. Ya conoces el resto de la historia.
Esta primera revelación me heló la sangre. Otra vez sentí como si alguien me hubiera dado un golpe en el plexo solar. Se me fue el aire. Aspiré profundo para tratar de recuperar el oxígeno perdido y evitar el vahído que obnubila el raciocinio y a veces tumba el cuerpo. Continué la lectura con el valor que suele infundir la desesperación combinada con la curiosidad y el coraje:
Pero hay otra faceta mucho más preocupante para ti y quienes te rodeamos:
La señora Walter es hermana del “Manotas” Yanga (se apellida igual que el negro afro que puso de cabeza al virreinato). El tipo está considerado como uno de los capos más temidos del sureste mexicano.
Para descontrolar y esconderse en el anonimato, la dama en cuestión cambió de apellido; es decir, consiguió otra acta de nacimiento y los registros que le permitieron adoptar una nueva vida, aunque sin alejarse de la relación fraternal con su brother, como ella le dice. De este cambio de identidad obtuve las siguientes pruebas: la vieja acta en poder de la escuela secundaria a la que Irene asistió, así como la segunda acta. En ambos documentos los testigos son los mismos, igual que la fecha, hora, lugar de nacimiento y día de su emisión. La diferencia es la ubicación de la oficina del registro civil, una a quinientos kilómetros de distancia de la otra. Lo prueba la corrección de nombre, trámite que hizo en el juzgado civil para obtener comprobantes de estudios, incluido el título universitario.
¿Yanga? Nada que ver con Irene el físico del negro aquel que por feo, fuerte y cabrón provocó muchos conflictos al gobierno colonial. ¿Descendiente? Lo dudé aunque, como ya lo hemos visto en Brasil, la combinación genética puede darnos sorpresas visuales, tanto por la perfección de los cuerpos como por la belleza de sus facciones y el ritmo de sus actos, desde luego el sexual. En esto pensé en cuanto leí el nombre que relacionaba a la licenciada con el capo y a la vez con quien pasó a la historia como el libertador de la raza de ébano. En fin, sigo con el informe.
Otra discrepancia es la huella digital. Pero es obvio que sean distintas ya que la segunda acta fue sacada años después aunque en ellas los sujetos estén registrados con la misma fecha de emisión, como ya lo comenté. La costumbre impuesta por los traficantes de mojados permitió a Irene Yanga (su verdadero nombre) ocupar uno de los espacios que quedan en los libros viejos del registro civil. Sólo bastó el análisis de la tinta para establecer que los datos del acta duplicada corresponden a un producto elaborado hace cinco años por la fábrica Pelikan (anexo peritaje).
Esa disparidad me obligó a comparar las huellas del documento a nombre de Irene Yanga, con las huellas de Irene Walter. Unas, las pequeñas, correspondientes a la “niña presentada viva”, y las otras pertenecientes a un adulto. Las obtuve valiéndome de la maña que se estila para lograr éxito en estos menesteres. Lo interesante fue que otro peritaje certificó que eran de la misma persona. Ello confirmó la perversa intención de Irene para alterar su filiación. Se cambió la identidad precisamente para operar sin que se le relacionara con su hermano incómodo.
Preguntarás cómo logré obtener esta información. Fue fácil. Le pedí a un amigo bisexual que se acercara a Penélope Llanini, asistente de Irene; que la conquistara valiéndose de los artilugios que dominan personas de su género, incluido desde luego algunas de las promesas que se acostumbran en el mundo del sexo sin barreras. El dinero fue otro de los incentivos, recursos que la dama recibió sin hacer mutis. Te aclaro que Penélope nunca supo las razones del interés disfrazado que mi amigo manifestó por Irene. Simplemente le dijo que la había conocido en algún lugar pero que no recordaba dónde, mentira que tamizó con algunas provocaciones femeninas, las cuales permitieron que Llanini manifestara sus debilidades. Ya no supe más de esta extraña relación entre Penélope y mi amigo-amiga debido a su mutismo, digamos que de cofradía. Sin embargo, obtuve la clave para acceder a la información que te expliqué líneas arriba.
Como se estila rubricar los mensajes de las novelas de misterio o thrillers cinematográficos, después de que leas esta misiva destrúyela para que ni tú ni yo nos metamos en problemas. Además no quiero que, de conocerla algún indiscreto, se me endilgue la definición de Casandra del gobierno o, lo que es lo mismo, “la dama de las infinitas calamidades”.
La información, que iba acompañada con otros datos, me fue dada sin firma ni nombre. Así se lo había indicado a María cuando en sus escritos aparecieran testimonios comprometedores, tanto para ella como para el gobernador.
Aquella entrega documental resultó especial e inolvidable porque el hecho ocurrió justo antes de que se soltara la lluvia más aparatosa de muchos años, precipitación que produjo inundaciones severas, antecedente de lo que fue el terremoto más dañino en la historia moderna de Puebla. Todo pasó el mismo día; indeleble, como quedó asentado. Parecía un presagio que nos alertaba sobre la posibilidad de sufrir las desgracias cíclicas que en el siglo xviii diezmaron a la población: la epidemia de tifo exantemático, el terrible matlazáhuatl, la quiebra de la economía local, los temblores y la presencia nunca vista de miles de pordioseros atrincherados en los rincones coloniales de la otrora recoleta Angelópolis.
Debido a que habíamos pactado respetar nuestro silencio, no pregunté pero tampoco dudé de la veracidad de la información. Días después, cuando Mary me proporcionó la segunda parte, o sea el legajo de datos y constancias, repitió las palabras finales del documento (“soy la dama de las infinitas calamidades”). Aunque ya había leído esta frase, recordarla hizo que se me fuera la sangre a los pies para, una vez más, acudir a mi rostro el color cetrino que tanto me molesta. Como ocurre con la cara de los niños que enfrentan sus propias crisis, en la mía también se reflejó la angustia. Por ventura en esta ocasión nadie me vio, excepto ella. (Los demás tenían prohibido entrar a mi despacho o interrumpirme mientras acordara con la doctora).
Regreso a la primera impresión, la que me causó la lectura del documento:
Conforme leí las palabras que parecían bailar en lo blanco de la hoja de papel bond, se me ocurrieron ideas descabelladas, todas relativas a resolver el problema por la vía de la violencia. Las deseché. Empero, como si se tratase de una centella luminosa, vi la imagen del escolta Arturo Ramos cuando confundió a Irene con Isabel Coss. En ese momento le pedí a Dios (según los extremistas musulmanes, a veces concede ese tipo de deseos) que se cumpliera el vaticinio del presidente Emanuel Cordero, pero no con Isabel Coss sino con Irene Walter. “Ojalá que el criterio de este cabrón —aspiré con cierta congoja por mi malévolo deseo— no haya variado para que se equivoque de nuevo, pero al revés”.
Al final del informe de marras, María de la Hoz quiso jugar con mis sentimientos haciéndome rememorar los motivos de mi orgullo. Escribió la Casandra de mi gobierno:
Para curar las heridas del puñal emocional que has leído, daga que espero no te parta en dos tu vapuleado corazón, quiero que recuerdes uno de los versos de nuestra admirada Sor Juana, palabras que he trascrito para agradecer la confianza que me brindas y rendir un modesto homenaje a tu comprobado feminismo:
Claro honor de las mujeres
y del hombre docto ultraje,
vos probáis que no es el sexo
de la inteligencia parte.
Disgrego:
Insufló mi ego escuchar con los ojos la endecha de Sor Juana. Renové la extrema y, en el caso de los gobernantes —después lo supe— poco recomendable confianza en mí mismo, seguridad que como ya lo he dicho me produjo algunos problemas. Uno de tantos fue el que surgió cuando me valí del poder y las condiciones respaldadas por el mando del gobierno. Con ese poder pude propiciar que se enfrentaran Lee Berriozabal y Rasputín, así como Arturo Ramos contra Irene Walter y Penélope Llanini.
Ahora regreso al tema:
La inspiración
Ante semejante andanada de noticias algunas poco alentadoras, acudí a la magia que por ahí está enquistada en el cerebro. Quise consultar mi oráculo para saber si la conjura tendría o no éxito. Pero aguanté la tentación porque supe o leí que la adivinación era una de las mejores y más socorridas formas para estafar a los demás, en especial al político que siempre anda en busca de pócimas o recetas mágicas. Así que en lugar de acudir a la costumbre que bien documenta Herodoto en su Historia, hice un sondeo profesional y privado sobre las consecuencias que acarrearía cualquier acción en contra del crimen si la estrategia se basaba en el instinto, en lugar de sustentarse en los informes de profesionales en la materia. Había leído algo de Carl Sagan y guardé varios de sus consejos fundados en la ciencia, todos ellos con un bagaje político interesante, verbigracia:
“Los políticos no deben aceptar respuestas a ciegas, deben comprender, y no deben permitir que sus propias ambiciones oscurezcan su comprensión. Hay que proceder con sumo cuidado a la hora de convertir la profecía en una acción política”.
Medité sobre el texto hasta asimilarlo. Después me di a la tarea de procurar que los vaticinios gubernamentales estuvieran basados en la ciencia demoscópica; a pesar de ello, dado mi origen y entusiasmo por el pasado (naguales, ídolos, espiritualidad y religión, la magia enquistada pues) tuve la ocurrencia de mezclar esa información con la esencia de las profecías de Apolo. No me falló la sofisticada estrategia intelectual pero dejé algunos cabos sueltos que pasado el tiempo me ocasionarían complicaciones graves.
¿Qué hacer entonces para resolver el problema que me endosó Irene?, me pregunté una y otra vez. Desde el Cosmos donde seguramente se encuentra buscando los antecedentes de lo que en vida descubrió, Carl Sagan me lanzó su energía iluminándome con la sentencia apuntada. Cuando menos me dio confianza para enfrentarme a los criminales que me avivaron porque me tenían entre la espada y la pared gracias a sus amenazas vía licenciada Walter. Así que hice un análisis serio y sensato. De la misma forma pensé en cómo debería proceder a partir de ésa y otras recomendaciones. Finalmente tomé la decisión de preparar mi ofensiva a partir de una de las propuestas que Mary redactó en su análisis sobre el narcotráfico, idea que necesitaba el visto bueno del Estado.
Cuando repasé el plan que pondría en acción sentí la cercanía de los musulmanes cuya obstinación se centra en cumplir con el designio del profeta Mahoma. En este proceso de meditación me desvié del camino escogido años antes para acudir al encuentro con mi identidad que, ya fue dicho, es la herencia adosada a las raíces de México. De haberse enterado Octavio Paz —supuse soñador—, seguramente hubiese escrito que Herminio Benito de la Cruz y Tlacuilo había abandonado el productivo negocio de los sociólogos desocupados. Esto porque emprendí una complicada aventura consistente en despejar el camino con acciones heterodoxas, decisión sustentada en el criterio expresado líneas atrás, idea cuya autoría pertenece a Mary; la repito:
“Se requiere de un estado de ánimo nacional que entienda que la crueldad de los delincuentes debe combatirse sin compasión ni limitantes humanitarias.”
Cabrón ¿verdad? Pero tan necesario que sólo así se evitaría que, proporcionalmente, las necro estadísticas superaran a lo que ocurrió durante el siglo de los infortunios, el XVIII.