“No hay que hacer hoyos donde hay tuzas”
Un día nublado llegó a la residencia oficial la secretaria privada de Irene Walter. Cuando entró al despacho vi en ella al clon de su jefa: caminaba, vestía parecido y se peinaba igual que Irene. Incluso, en dos ocasiones, a golpe de vista creí que era la licenciada. Entre las dos había una perfecta sinergia. Ellas lo sabían y procuraban usar las mismas expresiones del cuerpo y de la voz. Se divertían y jugaban con el desconcierto de los demás incluido el presidente Cordero quien decidió diferenciarlas con un simple mote: a Isabel Coss la llamaba Doña Réplica o Canal Dos, ocurrencia que propició que una de ellas perdiera su apelativo original. Otra diferencia entre ambas fue la sensualidad: en esos días Irene despedía el aroma de mujer e Isabel un ligero olor a virago.
—Hola góber—me dijo con su acostumbrado desparpajo—. Mi jefa le mandó este sobre con un recadito personal e intransferible. Ábralo. Esperaré su respuesta —agregó con un tono áspero que no me molestó porque ya conocía su estilo. Observándola de reojo tomé el sobre con exagerada parsimonia. La vi cómo revisaba mi foto oficial y desparramaba su vista por el despacho. Una vez más pude comprobar que sus nalgas eran endemoniadamente iguales a las de Irene. “Qué desperdicio”, lamenté.
—Sin haberlo leído dígale a su jefa que estoy de acuerdo —dije antes de que descubriera mí libidinosidad.
—Perdón por la curiosidad, Gobernador. Me gusta cómo se ve Usted en esta fotografía. Se le nota muy republicano —jugó y sentí una cuchillada sicológica.
La miré desconfiado reclamándole con los ojos la jiribilla del comentario. Ella percibió mi protesta y quiso congraciarse con otro sarcasmo:
—Es sincera mi apreciación, señor Gobernador. Aparece Usted con una expresión muy juarista, convincente por su gesto adusto que al mismo tiempo proyecta la bondad y la tozudez de nuestros hermanos indígenas. ¿El plató es la Biblioteca Palafoxiana, verdad?
No pude ocultar mi turbación revuelta con la molestia porque creí ser objeto de una burla o venganza verbal dado que, ahora que lo veo, en el retrato de marras aparecí francamente ridículo, falso, acartonado y además maquillado. Imaginé que la actitud de Isabel respondía a mi relación con Irene, confianza que provocaba algo parecido a los celos. Dudé y supuse que podría deberse al trabajo y no, como decían los chismes de Palacio, a su aparente lesbianismo. La verdad es que nunca di importancia a esos comentarios porque la mujer, además de atractiva, era seria y profesional, comportamiento que le atrajo todo tipo de envidias y referencias virulentas, aparte del respeto profesional de quienes la rodeaban. Ya no reclamé, sólo abrí el mensaje y leí: “Una noche de estas te caigo sin avisar. Va a ser el séptimo día de la semana”. La mujer jugó con el número siete porque sabía (yo se lo dije en alguna noche de tormenta, desenfreno y arrepentimiento) la magia que lleva el dígito desde que el Nazaret dijo en la Cruz las siete palabras de redención (“Perdónalos Señor, no saben lo que hacen”).
—Insisto Isabel: dile a nuestra amiga Irene que estoy de acuerdo. Ah, y te agradezco tu opinión que por cierto coincide con el argumento político-mercantil del tipo que me vendió la idea del retrato —espeté y torcí la boca para mostrarle que había captado su ironía.
—Pero no te enojes precioso —reviró Isabel endulzando su voz—. A estas alturas ya deberías estar curtido contra la maldad y el sarcasmo. Ahora que salga le digo a tu secretaria que te traiga un té de boldo —bromeó y ya no pude reclamar lo de precioso que, como ya lo dije, sirvió de apodo a uno de los gobernadores que me habían antecedido. Sin decir adiós la hembra se dio la media vuelta y salió de la oficina. Fijé los ojos en su trasero que, insisto, parecía elaborado en el mismo molde que troqueló las nalgas de Irene. Esta percepción me hizo pensar en la posibilidad de que existiera otro molde, el que pudo haber servido para copiar el cerebro de la poderosa e influyente licenciada. Recordé las palabras de Mary y sentí un escalofrío en la columna vertebral, sensación que puso a funcionar mi sexto sentido. “¿Será una trampa?”, colegí dudoso mientras por mi cabeza pasaban las imágenes de la licenciada Walter en sus primeros escarceos conmigo y con el presidente Cordero. Desapareció aquel temblorcillo con epicentro en mi hipotálamo cuando recordé los mensajes de mi Ángel de la Guarda grabados en mi iPhone. Los abrí pero, en vez de algo alentador, leí uno que me inquietó: “El escudriñar en el comportamiento de las mujeres, resulta un buen ejercicio. Hazlo con tu visitante. Seguramente recordarás el código de conducta de Irene”.
Minutos después de meditar sobre ese par de mujeres y poner en práctica la sugerencia de Mary, entró a mi oficina una de las secretarias asistentes:
—Perdone, señor Gobernador. No he conseguido el té de boldo que le urge, según me comentó la licenciada que acaba de irse.
— ¡Olvídese del té! —Respondí animado por la travesura de Canal Dos—. “El sentido del humor la diferencia de Irene”, pensé.
—Señor Gobernador —insistió la mujer sin abandonar el gesto de miedo que adoptaba cada vez que me hablaba mirándome a través de sus lentes con cristales de fondo de botella—: antes de que Usted llegara puse encima de su escritorio el informe confidencial que le trajo el Procurador. Dijo que el tema atañe a los ganaderos. Quise informárselo antes pero me ganó porque llegó directo a su despacho. Iba muy rápido Señor.
—Gracias Josefina, no te preocupes —respondí con la voz más amable que se me dio. Quería verla sonreír cuando le tocara atender la audiencia y escuchar las peticiones al gobernador. Creí ver en ella el efecto visual de las esculturas, la de los personajes representados en piedra o bronce cuyos sentimientos parecían petrificados, o como los de la mujer de Lot que ignoró a los ángeles de Yahveh—. Recuérdame mañana de un asunto relacionado con esa mujer —le instruí para que pensara en lo que se le ocurriera—. Apunta en tu agenda mi encargo.
Pepita, como le decían sus compañeras, salió del despacho con la daga de la preocupación clavada en el cuello, sensación apenas perceptible en sus duras facciones producto del mestizaje variopinto.
Crimen a mansalva
Abrí la carpeta roja que, igual que otros documentos provenientes del Procurador, mi nombre y la palabra confidencial aparecían calados en la etiqueta blanca. Corté uno de sus bordes esperando encontrar en el interior algo positivo. No había nada que nutriera mi optimismo. Era el reporte sobre lo que había ocurrido y produjo treinta muertos, información que en parte me había adelantado De la Hoz:
Sábado 29 de mayo: un grupo de militantes de la organización campesina “Por la justicia agraria” llegó a las tierras del “Rancho Mixteco” cuya propiedad está compartida por diez personas, cada uno poseedor de 25 hectáreas. Fueron alrededor de ciento cincuenta agricultores —la tercera parte de ellos mujeres y niños— los que tomaron posesión de varias fracciones de tierra.
Lunes 31 de mayo: una comisión de propietarios encabezada por el señor Isidoro Cebrera, se acercó a dialogar con los invasores. No hubo arreglo porque la dirigencia de la organización se opuso a ello, inclusive dio una hora para que los negociadores abandonaran las “tierras de la justicia agraria”, como llamaron a esa toma. Ese mismo día por la tarde se reunieron los ganaderos afectados para organizarse y rescatar sus propiedades. Acordaron contratar a varios pistoleros para que ellos los apoyaran en el desalojo. Según informes del doctor Saúl Camarillo, se tardaron tres días en conseguir a las personas, varios de ellos procedentes de Oaxaca.
Martes 1 de junio: por la noche los afectados y sus guardias blancas se reunieron en un lugar desconocido. De ahí salieron con destino al “campo de batalla”, como quedó asentado en la minuta de la reunión.
Miércoles 2 de junio: los vehículos se estacionaron a cuatro kilómetros del lugar donde se verificarían los hechos. Eran las dos de la madrugada. Una hora más tarde, a las tres y minutos, llegó el grupo armado al primer campamento de invasores. Fue una operación silenciosa ya que todos estaban dormidos. No hubo disparos. De los cinco muertos de esta primera misión, tres recibieron sendos golpes en la cabeza y dos presentaron una profunda cortada en el cuello. Los fallecidos andaban entre los 18 y 40 años. Se ignoran sus nombres porque no portaban identificación.
Cuando los relojes marcaban la 4:30 horas, el pelotón de guardias llegó al segundo campamento de invasores. Éstos fueron alertados por el ladrido de los perros. Trataron de huir pero las balas alcanzaron a doce de ellos, nueve hombres, dos mujeres y un niño como de diez años de edad. Los disparos atrajeron a otro grupo, el posesionado de la meseta alta. Entendidos de que habría esa reacción las guardias blancas se habían escondido entre los matorrales para, agazapados, esperar y sorprender a quienes acudieron a ayudar a sus camaradas. La escaramuza aunque breve aumentó el número de víctimas para llegar a treinta en total. Dijo uno de los testigos de nombre Maclovio López, que los campesinos murieron invocando a la virgencita de Guadalupe y asustados, no por la muerte que los aguardaba, sino por la ferocidad y crueldad de los asesinos que reían y festejaban cada ráfaga de balazos y cada degüello. El declarante explicó estremecido que parecía que en el plomo de esos proyectiles estuviera plasmada la firma del diablo. Manifestó, asimismo, que el miedo y las heridas que había sufrido le obligaron a ocultarse entre dos grandes piedras; que desde ahí pudo ver lo relatado.
A eso de la once de la mañana ya no había invasores. Huyeron llevándose algunos cadáveres. Antes dejaron su mensaje clavado en una cruz y escrito con la sangre de alguno de ellos: “Regresaremos a cobrar siete por cada vida cegada por el gobierno”. El informante, que estaba herido, no pudo seguir a sus compañeros. Por ello pudimos capturarlo obligándolo a decir lo que se relata en este documento. Dos horas después murió.
Al final de la relación de hechos había una nota escrita con puño y letra del Procurador: “Con respeto le sugiero prepare Usted una respuesta al cuestionamiento que tarde o temprano seguramente vendrá”. Sentí de nuevo los estragos del susto. Temí que esa masacre me costara el cargo. Ya había ocurrido con otros gobernadores. Así que para no caer en aquellas fallas de procedimiento, usé la inteligencia para operar la reacción. Me costó trabajo porque la indignación había obnubilado mi cerebro. Sin embargo, pese a ello pues, de inmediato instruí a mis colaboradores relacionados con el área para que la tragedia tuviera una causa ajena al gobierno. El narcotráfico fue la razón más convincente debido a la ola de venganzas que desde hacía dos décadas asolaba al país: crímenes, mutilaciones y cadáveres irreconocibles por el efecto del fuego.
Después de armada la tramoya acudí a los consejos de Irene Walter Rémix. Le pedí su ayuda en la preparación de un escenario mediático. Tuve que desviar la atención de la prensa que había empezado a buscar autores y culpables relacionados con el poder político, según lo publicado por Báez Tamayo (Aquiles “Jodo”) y los periodistas que siguieron su nota. Por ventura cambió la tendencia informativa y todo salió bien. Los medios de comunicación publicaron la noticia tal y como se había planteado; coincidieron en que la causa de las muertes había sido consecuencia de la guerra entre dos grupos de narcotraficantes, versión que también manejó la prensa extranjera. Lo que me extrañó fue que Irene no hiciera referencia a la visita que anunció a través de la licenciada Isabel Coss. Ya no quise comentar sobre el tema seguro de que el encuentro se había cancelado después de mi conversación con Isabel.
La estrategia mediática permitió al gobierno del estado obtener recursos extras, precisamente para dotar de mejor equipo a las policías del estado y algunos de los ayuntamientos enclavados en las sierras Oriente y Norte y en los límites de Puebla. Otra de las consecuencias, en este caso positivas, fue el cordón militar que rodeó a la capital del estado, operativos que por órdenes del Presidente, jefe supremo de las fuerzas armadas, funcionaban coordinándose con el área de seguridad de mi gobierno. Nunca me había sentido tan poderoso ya que, además de los cuerpos policiacos estatales, yo tenía injerencia ejecutiva en esa fracción del Ejército. Tuvo razón el político envidioso que aprovechó las reacciones derivadas de la conferencia magistral de Cordero en la Biblioteca Palafoxiana: el gobernador del estado actuaba como el obispo Palafox dándole cauce a las instrucciones del Emmanuel Cordero, quien, para esta alegoría, representaba al rey Felipe IV.
¿Qué hacer para informar a la sociedad y al mismo tiempo eludir las críticas de quienes tienen a flor de labio el concepto militarización?
Tuve una inspiración y redacté la catilinaria dirigida a las autoridades municipales diciéndoles que, gracias a su valor, lealtad y honestidad para con las instituciones, Puebla había podido acometer la más grande y honrosa de las empresas, que es la lucha por la seguridad de nuestras familias. Las fuerzas armadas —subrayé mañoso— forman parte del pueblo y han aceptado protegerlo incluso a costa de sus vidas. Firmé ese manifiesto y otros escritos cuyo mensaje axial fue el respeto a la ley. La diferencia, que en algunos casos la hubo, consistió en usar las entrelíneas para sugerir lo que la doctora De la Hoz me había recomendado: “el éxito del gobierno en sus tres niveles, depende de que entendamos el nuevo lenguaje, la otra jerga que se acompaña con las fanfarrias del infierno que Dante concibió, el caló de los delincuentes organizados, estilo que suele manifestarse en su forma de hablar e inclusive hasta en su modo de actuar”.
Mientras dictaba a mi secretaria Adela las líneas que refiero, se me vino a la cabeza la conjura de Catilina, misma que fue reñida por el gran orador Marco Tulio Cicerón. En este caso el “conspirador” que combatíamos era el capo del crimen organizado que había establecido con éxito la compra de conciencias y la creación de parcelas de poder, conducta basada en la tolerancia o ineficacia del Estado. Sin que llegara a ser una revolución pude revolucionar los sistemas de respuesta inmediata hasta lograr los índices de violencia más bajos, otro de los éxitos avalados primero y después ponderados por el Presidente de México. Bueno, confieso a toro pasado que en esto colaboró la prensa amiga haciendo las veces del cedazo que filtró los delitos menores y retuvo aquellos cuyo volumen descomponían las estadísticas: como aquel hábil, visionario y mañoso líder que tiraba a los muertitos en terrenos lejanos a su reducto caciquil.
El chantaje
Semanas después de que Irene intervino para ayudar a transmitir al mandatario del país la versión oficial sobre los hechos sangrientos ya relatados, cuando me preparaba para abandonar la oficina, la dama hizo su entrada triunfal. Me turbé al verla no obstante que me lo había anticipado en la nota que envió con Isabel Coss, mensaje que supuse fuera de tiempo. Creí que el asunto pendiente estaba resuelto debido a que después de la entrega de su misteriosa tarjeta, acordamos varios temas de agenda sin mencionar otros compromisos.
Apareció pasada la media noche, precisamente en un viernes trece. Aunque con semanas de atraso, su visita ocurrió el último día de la semana, tal y como me lo habían anticipado. Imaginé que habría oportunidad de recordar alguna de nuestras aventuras eróticas. Pensando en ello la saludé con el entusiasmo de cualquier muchacho que se encuentra con su novia para compartir ese tipo de pasiones. Pero me topé con la seriedad encajada en su rostro, adustez que prendió la luz roja de mi cerebro. Como no hubo escarceo ni saludo de por medio, solté un espontáneo “qué diablos te pasa”, frase que intentó ser amable.
—Es sobre aquellos muertitos en la Mixteca —respondió sin cambiar su expresión de mal fario.
—Está resuelto el problema. ¿Hay alguna otra razón? —rezongué.
—Sí que la hay. En aquella ocasión te ayudé sin condiciones. Hoy necesito que tú me pagues el favor —amenazó.
— ¡Ah chingá! ¿El favor… cuál? —respondí sorprendido y dudoso porque supuse que algo le había salido mal.
—No te hagas pendejo: como bien lo sabes, apagué la lumbre con otro fuego, el que yo represento para Emmanuel —dijo sin variar la actitud de prepotencia que resaltaba su belleza y sensualidad.
—Podrías apagar muchos incendios, incluido el mío —jugué para que cambiara de talante. No lo hizo y entonces pregunté seguro de que escucharía una cantidad de seis cifras—: Bueno, dime, ¿y qué es lo que quieres?
—Que ordenes una especie de veda policiaca de tres días —soltó sorprendiéndome.
— ¿Veda? ¿Te refieres a que no haya vigilancia? —pregunté con cierto temor a su respuesta.
—Nada más en las carreteras. Así me pagarás ése y otros favores… Antes de que me respondas —adelantó aprovechándose de mi cara de pánico—, debo aclararte que si no colaboras tú y yo tendremos serios problemas; te veré como enemigo —atacó con el seño fruncido y la ceja derecha levantada—. Recuerda que yo convencí a Emmanuel para que te asignara el mando estatal de la milicia… Esta es una de las razones. ¿Quieres otras?
La coerción de la mujer me produjo un golpe seco en el plexo solar, todavía sensible. En ese instante vi el rostro oculto de la licenciada, el que nunca había querido ver. Se repitió el desfile de imágenes por mi cabeza; la suya encabezando la procesión. Entendí las razones de su complicidad en la búsqueda de la gubernatura. “Se tardó esta pinche vieja”, razoné mientras ponía mi cara de inocencia. Sustraje una de las muecas de candor del repertorio de la hipocresía que todos los políticos llevamos dentro y pregunté:
— ¿Vamos a hacer una macro encerrona?
— ¡No te hagas pendejo! —Espetó airada transfiriéndole todo su énfasis a la última palabra, su preferida.
—Estás de vena para bromear, ¿verdad? —respondí amable esperanzado en restar importancia a su apreciación veracruzana.
— ¿Bromear? No Herminio. Esto es muy serio así que abre tu cabeza y toma nota: mis amigos están dispuestos a declarar —con escándalo y mantas incluidas— que no tuvieron nada que ver en las muertes de los campesinos. Por eso estoy aquí. Sé, y ellos también lo saben, que los homicidas son tus amigos. El presidente todavía lo ignora y ha creído tu versión, la que yo avalé. Así que toma nota: se quedarán callados siempre y cuando ordenes la veda que te pido. Si lo haces ellos avalarían el rumor de que el trasiego de la droga se hace por aire. ¿Me explico? —Ante mi silencio estratégico, ella prosiguió— Es obvio que está en juego mucho dinero. Por eso me encuentro aquí, para ayudar a mis socios que, ya lo sabes, nacieron para rendir pleitesía al vellocino de oro.
Al pronunciar la última frase cambió el gesto de su rostro: lo endulzó con la sonrisa que atemperaba el coraje manifiesto en sus enormes ojos.
Contra mi voluntad volví a ponerme cetrino y por décimas de segundo mi boca se arqueó. Sin embargo, pude recuperar la compostura (aunque no el color) y también la firmeza de mi boca y voz. Con el valor que produce la adrenalina en los momentos de peligro, dije con cara seria y atemorizante, la que solía usar cuando mezclaba la indignación con la fuerza del poder:
— ¿Y qué pasa si Cordero se entera de tu chantaje y yo me declaro enemigo de tus compinches?
— ¡Ay, góber!—Se burló—. Es obvio que aún no te das cuenta de que el Presidente me cree más a mí que a ti —agregó confiada dispuesta a disparar su artillería verbal—: Yo no intervine ni participé en la compra venta de las tierras y menos aun en la asonada que produjo la masacre. Además, los adoradores del dinero se encabronarían al grado de la locura. Hablo de los narcos y de todo lo que les rodea; se trata de la red mejor organizada y más represiva del país. ¿Comprendes Herminio? El problema es muy serio y a estas alturas ya no cabe poner cara de pendejo. Recuerda que te conozco…
—Pareces decidida —la interrumpí tratando de ganar un poco de tiempo.
Me había impresionado su determinación y también su aspecto. Su voz sonaba como surgida de un profundo agujero. Tenía la facha de las mujeres que saben que su sexo es la llave del paraíso que buscamos los hombres, presencia ataviada con el toque de la perversidad que hace temibles a los seres que carecen de bondad.
—Hasta la pregunta ofende, amigo… como tú sueles decir —se burló.
Me pareció ver que huía de su cuerpo la imagen angelical que le conocí. Hubo un violento cambio: se acabó su gracia y apareció el monstruo del mal (el que sea) que a veces se disfraza de mujer. Recordé las alertas de la doctora (“Irene podría ser una de sus informantes, igual que un señor que lleva el nombre de Raúl Lee; creo que tú lo conoces, ¿o no?”). No sé de dónde pero pude sacar valor y dije lo que a ella debe haberle resultado extraño y que a mí me pareció una necesaria pero oportuna temeridad:
— ¿Obedeces a Lee? —lancé el golpe con la seguridad de confundirla e impactar su insuflado ego.
La palidez de su rostro me mostró su vacilación. Se quedó callada pues, silencio que me indicó que había pulsado uno de los botones ocultos en su psiquis. Entendí que esa era la oportunidad para establecer mi jerarquía. Y aunque por un instante temí a su reacción, pude superar la angustia que me provocaba la fuerza de aquella mirada verduzca, energía que en otras ocasiones me habría dominado. Así que la desafié:
—Anda, ve y prepáralo para que reciba el cobro de todos los agravios que tus amigos han causado a la República, o sea al Presidente que representa, como bien lo sabes, el poder del Estado.
Soltada la advertencia me invadió una extraña tranquilidad. Sentí como si de repente me hubiese convertido en el amo y señor que le ha llegado el momento de ejercer su derecho de pernada. La mudez de la licenciada Irene Walter me animó aún más para arriesgarme e inventar:
—Mis servicios de inteligencia han documentado muchas de sus acciones en contra del Gobierno. Se trata de informes que he guardado porque tu amigo fue mi cómplice en aquel plan de introducirte a Los Pinos. Cómo ves si mejor tú y yo nos olvidamos de esta conversación —le sugerí mezclando el tono de la amistad con el sonsonete del poder.
Irene bufó. Parecía perturbada. Volteó a mirar hacia el plafón del despacho (quizás pensó en lo que me dijo el día en que le comenté que iba a decorarlo con frescos como los de la Capilla Sixtina, pero con motivos históricos mexicanos: un collage de Rivera, Orozco, Siqueiros, González Camarena, Tamayo y Frida. “¡Quedaría horrible, monstruoso, peor que un cadáver exquisito!”, gritó en aquella ocasión). Dejó de ver el plafón después de aspirar una bocanada de oxígeno, y volvió a refunfuñar:
—No cabe duda que hice a un monstruo surrealista.
—Sólo colaboraste —me defendí de su ironía mostrándole lo que pudo haber sido una mala copia de la sonrisa de la Gioconda—. Y sí; en algo me parezco a ti: soy la parte masculina de tu imagen —agregué complacido por mi respuesta que provocó la gesticulación desencajada de quien había sido mi cómplice al involucrar en mi proyecto político a quien entonces ostentaba el máximo poder de la República.
—Está bien Herminio —concedió quitándole a su voz la agresividad que aunque temible la hacía más bella—. Pero ahora pensemos en cómo diablos resolvemos nuestro problema.
— ¡¿Nuestro?! —protesté con la certeza que da el sentirse triunfador en una disputa— No Irene. Es tu apuro. Si puedo te ayudo a salir del extraordinario conflicto de intereses en el que te has metido. —Hizo cara de reclamo pero no perdió su inquietante belleza. Antes de que hablara concedí—: Déjame pensarlo. Búscame en cuatro días; quizá tenga la solución. ¿De acuerdo?
—Insisto Herminio —dijo la licenciada en tono de lamento—; te enseñé bien el camino. Ahora espero que no me traiciones porque, como alguna vez te lo dijo Odilón Balerín, si yo caigo, tú también caes; si yo muero, tú también te mueres.
Sus palabras me enchinaron la piel porque mostraron que en mi equipo había un traidor enterado del problema que significaba Odilón. Hice acopio de calma. Oculté mi asombro y proseguí con mi ataque-defensa:
—Sería una lástima que ese bello cuerpo y ese gran cerebro quedaran expuestos a la voracidad de los gusanos. El mío puede suplirse. Pero el tuyo es único. Así que no me amenaces, Irene, porque con esa actitud los dos, tú y yo —enfaticé con tal sinceridad que hasta yo mismo me sorprendí—, de una u otra forma estaremos muertos.
—Regreso en cuatro días. Cuídate y no me olvides —dijo antes de darme un beso en los labios, ósculo que consideré como la sentencia que acostumbraban los Corleone. El corazón me volvió a brincar pero en esta ocasión del pinche susto y no por la sensualidad y el aroma de la fémina que, como ya lo he dicho, estaba cargada de energía sexual, ahora combinada de maldad, tufo éste que predominó sobre la fragancia francesa seguramente fijada con esperma de ballena.
Quedé solo e impresionado por los alcances, control y tentáculos que poseía el crimen organizado. Conjeturé que parte de la información se la había proporcionado alguno de los escoltas que me asignó el Presidente, suposición que aumentó mi perplejidad. Para no variar, volví a escuchar en mi mente las palabras de la doctora María de la Hoz, recuerdo que me obligó a encender el iPhone para llamarla. El teléfono me mostró en su pantalla el aviso de un par de recados: eran de ella, de Mary. “No cedas. Esa reina es vulnerable a un jaque mate. Tu soldadera”, decía cada uno de los mensajes. De inmediato la llamé con la esperanza de que mi computadora-teléfono no estuviera intervenida, ya no por los servicios de inteligencia del gobierno federal, sino por alguno de los cárteles del narcotráfico.
En esas andaba cuando se abrió la puerta secreta de mi despacho, la misma por la que sacamos a Odilón Balerín. Me asustó el ligero chirrido de las bisagras, sobresalto que creció al aparecer Arturo Ramos, el jefe de escoltas asignado por el Presidente Cordero.
— ¿Qué hacías ahí? —cuestioné molesto tanto por el hecho mismo como por la espantada.
—Perdón Jefe. Revisaba la salida de emergencia; también chequé la luz, el trayecto y el avituallamiento que hay en la despensa. Lo hago cada semana de acuerdo con el protocolo de seguridad. Entré por la salida para no molestarlo...
— ¿Escuchaste la conversación que tuve con mi visitante? —lo interrumpí seguro de que lo había hecho; quería comprobar tanto su lealtad como su sinceridad; si mentía o me decía la verdad; si él era el cómplice de Irene.
—Todo se escucha en ese pasillo, señor Gobernador. Pero ya lo olvidé. También hay dos monitores para observar lo que ocurre dentro de su oficina —dijo señalando los rincones donde estaban ocultas las cámaras que yo nunca había tomado en cuenta—. Mantener funcionando el equipo es parte de mi trabajo, según el manual de seguridad. Preferí no salir ni hacer ruido para evitar que se alarmara la señorita Coss.
—Está bien. ¿Y cómo hubieras reaccionado si en lugar de una plática o acuerdo me hubiese animado a tener relaciones sexuales con la dama? —tanteé sin corregir su error de apreciación sobre la identidad de la visitante.
—Habría apagado los monitores, Señor. Así evitaría que quedaran grabados esos momentos de intimidad.
— ¿La acción a que te refieres también está dentro del protocolo? —pregunté con el deseo de ocultar mi descuido u olvido de los monitores, información que contenía el breviario de seguridad, mismo que nunca había leído.
—No. Pero es de las reacciones que dependen del criterio. Créame Señor que lo habría hecho. En serio. Se lo juro por mi honor —respondió atemperando sus angulosas facciones, aspecto que me recordaba a Dick Tracy, personaje del antiguo comic estadunidense.
—Después de observado… —jugué.
—Negativo, señor Gobernador. Hubiese salido como entré, por la otra puerta. Usted sabe que uno de los principios del código de ética de mi trabajo es la discreción y otro el respeto a la vida privada del jefe.
—Te creo. Confío en tu reserva —acepté sin aclarar que no era el Canal Dos la mujer que había visto, sino Irene.
Le di las gracias por cumplir con su trabajo y en ese momento se me ocurrió un plan b, mismo que me podría resolver el problema planteado por la licenciada. La idea me ahuecó el estómago. Visualicé el procedimiento con la participación del capitán Ramos, un militar cuyas características las había bosquejado el Presidente; lo hizo con la intención de ponerme al tanto de lo peligroso que suelen ser los escoltas con iniciativa. Cuando Arturo iba a cerrar la puerta le ordené amable:
—Que no se te olvide borrar la cinta. Y espero que no exista ninguna duda, Ramos. A propósito de dudas: ¿sabes cómo le dicen a la señora Coss?
—Si Jefe: Canal Dos. Y ya no desconfíe usted, Señor. Yo no tengo ninguna duda sobre mi lealtad —respondió sin que su rostro mostrara cambio, titubeo o recelo—. Ahora mismo borro la grabación.
Mi “gracias comandante” se perdió entre el ruido que hizo el mecanismo electrónico que aseguró la puerta.