“No hagas todo lo que puedas,
ni digas todo lo que sabes,
ni juzgues todo lo que veas,
ni creas todo cuanto oigas”
Al salir de la mansión arzobispal me encontré con una ciudad a punto de ser cubierta por las tinieblas de la noche. Aislado de mi parafernalia de seguridad me sentí solo. En ese momento caí en cuenta del escándalo que estaría dándose en Casa Puebla. Imaginé escuchar el grito de Laura, mi esposa: “¡Dónde está el Gobernador!” Sonreí. Vi las caras de los sorprendidos miembros de la ayudantía haciéndose la misma pregunta. “Los dejaré sufrir un rato”, rumié. Pero de inmediato cambié de opinión porque de no avisarles me podría pasar lo de la fábula del lobo. Preocupado encendí el iPhone para llamar a la oficina y descubrí que no sabía el pinche número. Tenía cincuenta o más llamadas perdidas. Las omití para buscar en el directorio del aparato el número telefónico de alguno de mis asistentes. En esas andaba cuando me detuvo un motociclista de tránsito porque, dijo, no llevaba puesto el cinturón de seguridad y, además, usaba el teléfono móvil: dos infracciones que por el tono del regaño parecían dirigidas a un criminal de baja estofa.
—Permítame su licencia —atemperó el oficial valiéndose de una voz engolada. No quiso verme y prefirió recorrer con ojos de coraje las curvas del Bentley GT que, además de olor a nuevo, despedía el tufo del dinero.
No portaba ninguna identificación, vaya ni siquiera la billetera que dejé de usar desde que me la robó alguno los reos preliberados gracias a que sus delitos eran menores, hurto que llevó a cabo no obstante mi discurso pletórico de amor filial: ocurrió en una Navidad, después de mi arenga sobre la honestidad y el buen comportamiento. Uno de los delincuentes, obviamente carterista, aprovechó los abrazos de gratitud hacia mí persona. Bueno, el caso es que por coraje decidí eliminar la cartera de mis prendas personales.
—Perdone oficial. Salí de Casa Puebla sin documentos —justifiqué esperando sorprenderlo con la referencia que lo induciría a ver con quién trataba y en consecuencia que me reconociera.
— ¡Ajá! Yo también salí de mi casa sin traer ninguna dosis de tolerancia a las mentiras. Deme su licencia o en este momento lo remito a la barandilla —soltó el tipo sin quitar la vista del emblema del Bentley GT. Su lenguaje me recordó a Cantinflas personificando al policía 777.
—Oiga, amigo. ¡Es que soy el gobernador! —espeté mostrándome más que sorprendido.
— ¿Sí? Y yo soy Napoleón Bonaparte —reviró el desgraciado—. Ya, ándele, no se haga güey y cáigase con su cooperación para la causa de los hijos de los pobres agentes de tránsito que tenemos que soportar a los ciudadanos con delirio de grandeza. —Sólo le faltó agregar: “He dicho”.
—A ver oficial. Vea mi rostro, con una chingada —requerí pausado al tiempo que sacaba la cabeza por la ventana del auto—.
¡Mírame! Soy Herminio Benito de la Cruz y Tlacuilo, tu jefe, tu verdugo o tu salvador, tú decides cabrón —lancé molesto.
El agente miró hacia los lados. Amenazante puso la mano sobre la pistola como disponiéndose a responder con alguna frase altisonante. Me miró. Y en un santiamén se puso pálido y cambió su feroz expresión facial por un gesto de pánico revuelto con la sumisión y el arrepentimiento natural en las beatas atrapadas debajo de las sábanas de su confesor.
—Perdóneme señor Gobernador. Soy un pobre pendejo —alcanzó a pronunciar.
Hice cara amable. Y para causarle más daño emocional solté con estilo pastoral y el acento irónico que permite el ejercicio del poder:
—Estoy de acuerdo con tu condición, la de pendejo. Pero para que te perdone tendrás que pagarme el tiempo que me quitaste con tu actitud de perro, como acertadamente han sido definidos por los ciudadanos…
—Perdóneme señor Gobernador… —Insistió para después repetir—: Soy un pobre pendejo.
El hombre ya había cambiado la actitud que portaba, o sea el talante habitual en quienes no distinguen mas que dos de los segmentos sociales, el de los jodidos a quienes joden aún más, y el que brinda la protección del dinero o del poder político.
—Está bien oficial —dije en tono de buen samaritano—. Te perdonaré siempre y cuando me escoltes a Casa Puebla y después olvides que me viste solo y desamparado.
El tipo volvió a mirar hacia los lados y dijo con voz suplicante, apesadumbrada—: Sígame por favor. Y en serio, Señor, le pido mil perdones.
—Con uno basta, cabrón —rematé benevolente.
En el camino pensé en el destino que por momentos te convierte en un ser normal, de carne y hueso. La sirena de la motocicleta hizo voltear a los transeúntes y a uno que otro chofer rebasado por mí auto y el motociclista. Supongo que no faltó quien me confundiera con el chofer de algún funcionario importante e incluso que mentaran madres por la prepotencia de mí reducida escolta, o sea el oficial empeñado en multiplicarse tanto en escándalo como en poder de cobertura policiaca. Al llegar a nuestro destino se provocó la alarma general por la intempestiva presencia del automóvil custodiado por la escandalosa motocicleta. Ramos y cuatro de sus hombres aparecieron con pistola en ristre; parecían dispuestos a masacrar a quienes confundieron con un par de locos de la guerra. Cuando me identificaron gracias a la luz intensa de las lámparas, de inmediato guardaron su artillería. El agente de tránsito parecía que iba a desmayarse. Bajé del auto y lo tomé por el hombro para entonar una reprimenda con el estilo del progenitor que regaña a su vástago, o del curita que aconseja a su pecadora consentida:
—Para la próxima vez, miras bien a quien vas a morder. Y ya no seas tan cabrón y prepotente, hombre…
—Perdóneme Jefe —balbuceó.
—Ya te perdoné. Pero también te voy a premiar y no porque te lo merezcas sino para que tengas un buen recuerdo de tu encuentro con el gobernador —solté y en ese momento instruí a Ramos para que llamara al director de Tránsito. —Infórmale que decidí ascender a este cabrón. Antes dale diez mil pesos. —Dicho esto jalé del brazo al motociclista, caminamos algunos pasos y casi en secreto le dije—: Mira amigo: con el dinero que te van a dar compras un regalo para tu esposa y ropa a tus hijos. Después, dentro de una semana tú y ellos le escriben una carta al gobernador diciéndole que le agradecen su preocupación por los desvalidos miembros de la corporación y sus familias. La traes acá y esperas mi respuesta. ¿Entendido?
—Entendido, señor Gobernador —respondió aquel tipo que en veinte minutos envejeció diez años.
— ¿Cómo te llamas? Bueno además de cabroncito —pregunté sonriente.
—Cuautle… Rigoberto Cuautle Rojo.
— ¡Ramos, venga usted! —grité a mi jefe de ayudantes.
—A sus órdenes, Señor —respondió al tiempo que se cuadraba.
—Rigoberto Cuautle te va a buscar el jueves de la próxima semana. Te entregará un sobre dirigido a mí. Lo recibes y le das otros diez mil pesos. ¿Está claro?
—Cuente Usted con ello, Jefe. Está claro.
Así acabó mi breve y magnánima aventura en las calles de Puebla cubierta ya con el manto de la noche. Llegué a la sede del poder imbuido de santidad y benevolencia. Igual como me ocurrió meses más tarde, cuando los diputados y yo visitamos al Papa después de pasar en Venecia una de las peores vergüenzas que puede sufrir alguien que por trabajo o misión diplomática se encuentra lejos de su tierra natal. En las siguientes páginas relataré la aventura.