“¡Acaba usted de exponer al presidente de México, carajo; ¡ya todo el mundo sabe que el comandante Ortega está en el país! Lo que era una visita secreta usted la hizo pública.”
Dada la confusión que suelen surgir de referencias orales, a veces tergiversadas por escuchas poco informados, comparto con ustedes y esos desinformados, otra de las historias del libro en proceso de publicarse intitulado: Confidencias del poder. Aparte del episodio periodístico creo que revelador, comento una experiencia sobre lo que en esa época significaba ejercer el oficio sin el lastre que forman las complicidades entre prensa y poder. Lo curioso es que las cosas siguen igual, tan igual como antes.
El golpe internacional
El tiempo trascurrió entre bromas y promesas de buenos amigos. Tres parejas departían en casa del columnista de Excélsior, Guillermo Cantón Zetina: Regino Díaz Redondo y su cónyuge, y el relator de este pasaje acompañado de su esposa.
—Ya no escribiste, compadre —dijo Regino a Cantón—. Voy a llamar al periódico para que la columna la haga Aranda.
Díaz Redondo tomó el teléfono e hizo la llamada. Fue parco con la orden. Colgó el auricular y se dirigió a su automóvil en busca de la tarjeta de alguien que le había ofrecido auténtico bacalao noruego que, dijo, compraría para regalárnoslo (se acercaba la Navidad). Al llegar al vehículo el chofer le informó: “Jefe, le acaba de llamar el secretario de Gobernación. Dice que es urgente que se reporte a este teléfono (le dio un papel con el número). En este momento iba yo a entrar para avisarle.”
Don Regino ya no escuchó la conclusión de la frase y regresó a la casa como alma que lleva el diablo:
—Voy a ocupar tu teléfono otra vez, compadre —dijo e hizo la llamada que se había propuesto—. ¿Para qué soy bueno, Manuelito? ¿Sí? En este momento doy la instrucción, para eso son los amigos.
La casa estaba en silencio. Nadie se atrevió a hablar, ni siquiera en voz baja. El poderoso director de Excélsior marcó el teléfono y le respondió Cervantes, el jefe de redacción.
—Me acaba de llamar Manolo, nuestro amigo Secretario. Me pidió minimizar la declaración de Fidel Velázquez. Así que métela a interiores donde no se note; que se pierda. Bueno, mejor dile a Aranda que la medio mencione en Frentes Políticos.
Al terminar su llamada el director se integró a la conversación que había quedado trunca: —Perdónenme pero ya saben cómo se las gasta don Fidel. Bartlett me pedió lo que acaban ustedes de oír.
Bebió la copa de champaña de un sorbo y mirándome con la desconfianza de nuestra reciente presentación, agregó apoyando el brazo en la pierna de Guillermo Cantón:
—De vez en cuando hay que colaborar con el gobierno, sobre todo con Manuel, nuestro amigo. ¿Verdad compadre? (Cantón asintió). Bartlett nos preparó a los disidentes de la cooperativa y por ello fuimos ratificados. La asamblea estuvo tranquila y la votación fue a nuestro favor, que digo a nuestro favor: avasalladora.
La graciosa huida
Poco antes de la cuatro de la mañana me despedí del director y del columnista de Excélsior: —Tenemos que viajar a Puebla —argumenté—, así que nos disculpan.
—¡Ah!, ahora entiendo por qué no bebiste —dijo festivo don Regino. Y con una carcajada remató—. Yo pensé que le tenías miedo a tu esposa.
Reímos e inicié el protocolo de despedida.
—Antes de que te vayas le hablaré al gobernador de Puebla para enterarlo de que a partir de mañana tú eres el representante del periódico en su estado. Y además mi representante personal.
—Gracias por la deferencia —le respondí sorprendido.
—A ver compadre, comunícate con tu tocayo…
—Es de madrugada jefe —justificó Cantón.
—Bueno, esperamos dos horas y le llamas para que le dé la noticia. Ustedes váyanse con cuidado —nos recomendó—. Cuide a su marido, Manola, que no se le duerma en la carretera…
Salimos de la casa acongojados por la hora. Supuse que la llamada al gobernador de Puebla era, más que un buen deseo, una balandronada del entonces poderoso director.
Horas después, como a las nueve de la mañana, me llamaron de parte de Guillermo Jiménez Morales: “Lo espera el Gobernador a la once de la mañana” —me dijo una de las secretarias. Y a las once llegué con la curiosidad a cuestas. “¿Le habrá llamado Regino? ¿Es una coincidencia?”, me preguntaba.
—Alejandro, te felicito. ¡Ya estás en las grandes ligas, en un medio de circulación nacional! —Exclamó el mandatario al recibirme—. Hoy en la madrugada me llamó el director de Excélsior para darme la buena nueva. Ya sabes que soy tu amigo y lo que se te ofrezca…
De buena fe
No volví a ver al director del periódico ni tampoco al Gobernador hasta que un día escribí sobre el “conflicto internacional” que provocó el gobierno poblano. Sin saber que se trataba de una visita secreta al presidente Miguel de la Madrid, uno de los colaboradores de Jiménez Morales me informó que Daniel Ortega llegaría a Puebla después de entrevistarse con el presidente de México. La publicación propició que el secretario de Gobernación le jalara las orejas a Guillermo. Según uno de sus asesores, tal llamada tuvo el siguiente prólogo:
—Señor Gobernador —expresó su secretario particular después de darle la buena nueva—. Como no pude hacer contacto con usted (Jiménez andaba de gira en la Sierra Norte y no existían los teléfonos celulares), me permití preparar la visita de Daniel Ortega.
—¿De quién? ¿Del presidente de Nicaragua?
—Del mismo, Señor.
— Ajá. Muy bien. ¿Con quién hablaste?
—Primero con el rector de la Universidad ya que Ortega recibirá el doctorado honoris causa. Después llamé al encargado del protocolo de la Secretaría de Relaciones Exteriores para preguntar cómo y qué hacer cuando un jefe de Estado nos visita. (“Muy bien”, musitó Guillermo). De su parte di la orden de que la policía judicial y la del estado se coordinaran para brindar seguridad al Comandante.
—¿Hablaste con la Secretaría de Gobernación?
—No señor, como es un trámite de política de Estado me permití dejárselo a usted.
—Bien… —complacido Jiménez llamó a su secretaria y le ordenó —Comuníqueme con el secretario de Gobernación.
Manuel Bartlett recibió la llamada y sin decir agua va le soltó la reprimenda: “¡Acaba usted de exponer al presidente de México, carajo; ya todo el mundo sabe que el comandante Ortega está en el país! Lo que era una visita secreta usted la hizo pública”, dijo entre otras de las frases que primero deprimieron al gobernador y después lo encabronaron.
El pobre secretario particular fue la víctima de su propia iniciativa republicana. El gobernador no lo bajó de pendejo hasta que Gabriel (así se llama) cambió de adscripción burocrática.
Cervantes, el jefe de redacción de Excélsior, me felicitó por la primicia.
Y Jiménez Morales tuvo a bien invitarme un cafecito para, con tersura y delicadeza como es su estilo, hacer el obligado reclamo:
— Tu periódico me ha dado un golpe internacional… Tú mandaste la nota. ¿Acaso no me consideras tu amigo?
—El golpe casual se lo dio su secretario particular —le respondí—. Supongo que no lo hizo de mala fe.
—Pues por esa buena fe ya lo mandé al carajo.
¿Un periodista amigo del gobernador?, me pregunté. Y de inmediato sin pensarlo mucho me respondí que ese tipo de “afectos” suelen desaparecer algunas letras al teclado y, en consecuencia, mutilar o quitarle fuerza a la nota que involucra o que fue generada por el político “amigo”. Lo que ocurrió después fue la guerra contra mí. Incluso ofrecieron un millón de pesos por la corresponsalía que finalmente dejé por las presiones del gobierno y de los entonces caciques de la información. Pero eso es otra historia.