Los antecedentes de la revolución de 1910
En Puebla, el porfiriato se personificó en la figura del casi eterno gobernador Mucio P. Martínez. Él y sus favoritos: Joaquín Pita, El Manco Mirus, los hijos de Pita, Miguel Cabrera, Jesús García, Popoca, Machorro, Lezama y Córdova, implantaron un régimen de terror en Puebla.
Según Atenedoro Gómez en su libro “Génesis de la revolución en Puebla”, dice que al pronunciarse estos nombres aparecían los temblores de voz y crispamiento nervioso. “Se escuchaban en secreto pavor, esperando siempre tras el nombre, el relato de una arbitrariedad, de un atropello, de un crimen, de una villanía, de una infamia.”
El mismo autor afirma que tras la brillante y al parecer austera figura del general Mucio P. Martínez, se ocultaba un espíritu inmisericorde, caprichoso, tiránico para mandar y cruel para cuantos no se plegaban a sus mandatos. Nombraba jefes políticos a los individuos más despóticos y atrabiliarios. Se rodeaba de los tipos menos escrupulosos para cuánto fuera obedecerle. Acaparaba la riqueza pública. Hacía suya la propiedad privada si ésta despertaba su codicia. Protegía para su provecho la prostitución. Violaba los hogares cuando le venía la gana, si no con fines de lucro o de venganza, movido por instintos vesánicos.
Para Atenedoro todos estos atropellos no podían pasar inadvertidos ni dejar de despertar rebeldía. Pero antes, en los albores del siglo XX, un grupo de valientes poblanos del sur del estado, de la región de Chiautla, intentaron acabar con el yugo de la dictadura. Y fue la rebelión armada el único medio posible que encontraron para enfrentarlo.
Al respecto, Gilberto Bosques Saldívar en su libro “Artículos, conferencias y discursos” nos relata lo ocurrido en esa región el 3 de mayo de 1903, siete años antes del movimiento revolucionario que inicialmente encabezara en México Francisco I. Madero, y en Puebla Aquiles Serdán.
“El silencio todavía intacto sobre el caserío. Abajo, en la barranca, un lento viaje del agua recién nacida sobre tepetates de sucesiva inclinación.
La alta torre de la parroquia respirando cielo y esperando la luz surgente de la aurora para soltar sus campanas de fiesta en el día de la Santa Cruz.
Los vientos ligeros del verano consumían el sosiego nocturno. Una esperanza de rosados fulgores inspiraba el suspiro de los árboles. Ninguna premonición de drama humano había en los aledaños de la villa de Chiautla de Tapia (…) Pero ahí estaban ya –formando el dispositivo de asalto, el somatén campesino de voz abanderada– hombres maduros y hombres jóvenes de la vieja estirpe guerrera que guardó por siglos su libertad. Los insurrectos tenían bien medidas las horas de aquella madrugada, a fin de realizar puntualmente la sorpresa. El jefe político del Distrito, Ignacio Flores Ruiz, el alférez Jesús Moreno, jefe del destacamento de guardias rurales, el alcalde de la cárcel municipal, el recaudador de rentas, dormían con todo el aparato opresor de la dictadura. El estampido de las balas sería, al despertarlos, nada más que un primer tronar de los cohetes que inauguraban la celebración religiosa del 3 de mayo, y una sonrisa desperezada les plegaría acaso los labios.
La lucha en la plaza central, frente al cuartel, frente a las oficinas públicas, fue sostenida, tenaz, enardecida, heroica. Don Jesús Morales Ríos, a la cabeza de los insurgentes y al grito de ¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Chiautla! ¡Viva la libertad!, atacó a la guardia de la cárcel en el fondo del portal. Allí cayó muerto de bala en el corazón. A pocos pasos de la reja carcelaria murió el alcalde Librado Garcia Millán. De cara al cuartel de los rurales, murió Amado Sánchez, lugarteniente de don Jesús Morales. El caballo bayo que montaba aquel muchacho serio, cabal, callado y valeroso, murió junto a su jinete. Tres compañeros de Amado quedaron con él sin vida.
Muertos sus dos jefes, los sobrevivientes cesaron el ataque y se dispersaron huyendo hacia la montaña, hacia las cuevas ocultas en las cañadas, hacia los pliegues y repliegues de barrancas y abismos.
Entrada la mañana de aquel 3 de mayo pudieron verse los cadáveres. El de Amado Sánchez. El cuerpo tendido e inerte de don Jesús Morales Ríos: chaqueta de cuero; faz morena, severa; los labios ligeramente abiertos para la trunca palabra final; ojos con el nublo de la pupila apagada y todo él, rostro a rostro con la luz solar y las sombras del destino (…) las manos sin asomo de crispadura. El pecho herido, traspasado, teñido de rojo grave. Y el escenario patético de la lucha”.
Al enterarse de la insurrección, Porfirio Díaz ordenó de inmediato acabar con todos los fugitivos. El encargo recayó en el odiado y temido Ignacio Contreras, alias “El Cuayuca”, soldado famoso por la astucia y ferocidad con que cumplía las misiones de represión que le encargaba el gobierno porfiriano. Al frente de sus hombres persiguió y acabó a Abraham Ramírez, José Domingo Aguilar y otros revolucionarios que aún no registra la historia. Fue así como la represión, el terror y el crimen sofocaron momentáneamente la rebeldía de los poblanos.
Los favoritos del régimen pudieron continuar el tranquilo goce de sus privilegios. Siguieron las atrocidades, la explotación y los abusos. La mayoría de los ciudadanos se conformó con mascullar todas las maldiciones de su acervo contra los verdugos, esperando la oportunidad para encauzar su ánimo democrático y justiciero.
En los años siguientes, hasta el día de la gesta heroica de Santa Clara, muchos de los poblanos que se atrevieron a denunciar los crímenes y abusos de autoridad de Nuncio P. Martínez y sus protegidos, pagaron con la vida su osadía. Así le ocurrió al licenciado y periodista Jesús Olmos y Contreras quien –según refiere Atenedoro Gámez– tenía un raro valor civil que le obligó a señalar los vicios de la administración pública. Olmos sufrió todo tipo de persecuciones hasta que un día fue cobardemente asesinado. Nunca se supo quien lo mató, pero los habitantes de Puebla sabían que el gobernador había sido el autor intelectual del crimen.
Pascual Mendoza y Demetrio Romero López, ambos reclutadores para el fatídico Valle Nacional, infierno aquel del que muy pocos volvían, también gozaban de la impunidad autorizada por Muncio. El perjuicio que ocasionaron estos hombres fue muy visible cuando alguien logró regresar, pues llegaron irreconocibles: “Escuálidos, maltrechos, destrozados física, mental y moralmente(…) Eran lenguas vivas de execración más que contra el lugar en sí, contra los atormentadores, casta de negreros que (fungían como) brazo armado de una autocracia llena de prejuicios religiosos, como falta de sentimientos humanitarios”.
Tantas arbitrariedades forjaron la esperanza de justicia social que conmovió a los poblanos cuando se enteraron de que en la capital del país se había fundado el Centro Antirreleccionista: “El 22 de mayo de 1909, Emilio Vázquez y Luis Cabrera, los periodistas Filomeno Mata y Paulino Martínez y don Francisco y Madero, forjaron la esperanza de justicia social que conmovió a los poblanos cuando se enteraron que en la capital del país se había fundado el Centro Antirreleccionista”.
Poco tiempo después –dice Atenedoro Gámez– Sin percibir de dónde (…) empezó a extenderse, más con la persistencia de un olor que con la energía de un sonido, un nombre que hasta entonces, siendo como era, conocido, no tuviera el vibrante sacudir de un presentimiento. Aquiles Serdán “.
La lucha y sacrificio de los hermanos Serdán acabó, momentáneamente, con los proyectos e ilusiones de la burguesía poblana. La ciudad de Puebla tuvo una nueva sacudida que alertó a la comodina y conservadora sociedad. México iniciaba así una nueva y más justa etapa. Pero como en toda guerra civil, en la nuestra, las aguas tranquilas se agitaron. De ellas, discretamente, emergieron los reaccionarios que con calma y perseverancia se ganaron la confianza del gobierno hasta llegar a convertirse en un grupo de presión con aromas de incienso y olores de papel moneda.