El poder de la sotana (Rencuentro con la sangre)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 41

Rencuentro con la sangre

 

Dios me perdonará: es su oficio.

Heinrich Heine

 

—Hermana: lo que oirás es la voz de los siglos, palabras que han perdurado en la fe y en el amor que Cristo vino a regalarnos. No es el criterio del sacerdote; tampoco el de tu hermano de sangre. Los consejos provienen de las enseñanzas heredadas de nuestros antepasados que encontraron la vida plena gracias al sacrificio de Dios nuestro Señor. Escucha bien pues de ello depende la salvación de tu alma…

            La seriedad adoptada por Miguel impresionó a la madre Concepción cuya reacción fue evidenciada por sus grandes ojos pardos: desapareció el estrabismo dando espacio a suponer que había ocurrido un milagro. Aunque pasmado por el repentino cambio en la vista de su hermana, Miguel prefirió callar porque sabía que al hablar de ello otra hubiese sido la conversación. Sólo tomó sus manos entre las suyas y con un gesto indicó a la monja que esperaba su pregunta.

            — ¿De qué depende que salve mi alma? —cuestionó la religiosa.

            —De tu renuncia a usar la fuerza animal; de tu arrepentimiento por haber pensado en matar a un hombre, lo cual es una forma de pecar; de no fallarle al Señor; de las oraciones que rezarás de por vida pidiendo por las almas que debido a tu actitud beligerante pudieron haber parado en el purgatorio. También depende, hermana, de lo que hagas para que se arrepientan las personas que te acompañaron en tu absurda pretensión de salvar a la Iglesia mediante acciones que nos recuerdan a la Ley del Talión, el código que dejó de funcionar desde que la palabra de Jesús de Nazaret se escuchó en el “Sermón de la montaña…”

“Mateo”, musitó sumisa la madre.

—Depende, Concha —siguió el sacerdote como si no la hubiese escuchado la referencia bíblica—, de que me escuches, de que entiendas a tu hermano como tal y también como representante de Dios en la Tierra.

            —Te entiendo hermano. ¿Pero me podrá perdonar el padre Mora el abandono de la misión que él mismo me encomendó? —Preguntó la monja con una mueca en el rostro que la mostraba como portadora de la fatalidad.

            Sorprendido por la reacción, Miguel le pidió el Rosario que la mujer llevaba colgado en su cuello. Tomó la reliquia acercándosela a los labios para besarla y con los ojos cerrados orar susurrando palabras que sólo él escuchó: “Perdónala Señor, está enferma, confundida. Y perdóname a mí por la mentira piadosa que usaré.”

—Monseñor Mora y del Río, hermana —dijo Miguel dándole a su voz el tono de la gravedad que acompaña al sufrimiento—, me pidió que te convenciera. Parecía arrepentido. Explicó que sólo así, con tu obediencia, podría calmar el dolor y la congoja de su espíritu que estaba a punto de abandonar su cuerpo. Alguno de mis hermanos de orden acudió a su lecho de enfermo para contarle lo que pretendía el Grupo de los Siete, el que tú formaste. A pesar de su estado de salud, al escucharlo, nuestro pastor fue enfático y dijo que no quería dejar este mundo con otro cargo de conciencia, como la muerte de Calles…

            —No es Calles, hermanito, el que va a morir; es Obregón —aclaró la monja con una sonrisa sombría—. El arzobispo José María nunca se dio cuenta de que el nagual es el manco, no el turco.

            La respuesta de Concepción produjo en el cuerpo de Miguel el frío helado que antecede al mal presagio. Como un centelleo intenso llegaron a su mente las imágenes infantiles: su madre reprimiendo a Concepción y ésta articulando elocuentes frases, las mismas que desde pequeña la mostraron rebelde, precoz y creativa, fulgurante y agresiva, bondadosa e iconoclasta. “La única forma de salvar a esta muchacha —había dicho la madre de ambos—, es acercándola a Dios: hay que llevarla al convento de San Jerónimo acompañada de una buena dote para que al principio la soporten y la atiendan del mal que la acongoja. Si prevalece su estado, entonces tendremos que pedir a un sacerdote que la exorcice.”

            — ¿Qué harás con el grupo que formaste? —inquirió Miguel Torres después de sacudir la cabeza para despejarla de aquellos malos recuerdos.

            —El siete ha sido, es y será el número de la fe —contestó la religiosa con la mirada perdida.

            —Ya lo sé hermana. Mi pregunta específica es: ¿qué vas a hacer con tu grupo, el de los Siete Cirios?

            —Hay una madrecita muy sensible y amorosa. A ella le encargaré a mis compañeros. Es la única que posee la inteligencia y la fe para continuar con la misión que Dios nos asignó…

            — ¡Concha! —Gritó desesperado Miguel— ¡Ya te dije que eso queda cancelado! ¡El arzobispo lo ordenó! ¡No quiere más víctimas, ni victimarios! ¡Se acabó hermana! ¡Se acabó!

            Concepción, que parecía sorda, divagó y dijo frases sueltas e inconexas, palabras entre las que Miguel alcanzó a escuchar “Obregón” y “nagual”. Los ojos de la mujer volvieron a la posición original como si ese efecto le mostrara a Miguel el desorden que prevalecía en la mente de Concepción. Él suspiró y miró hacia las bóvedas del templo. Observó al Cristo ensangrentado dentro de un marco que desbordaba oro. Sin dejar de ver la imagen, el sacerdote empezó a rezar: “Señor, permite que esta mujer no se manche con la sangre del crimen. Es suficiente con la que tú derramaste. Te lo ruego y convoco tu perdón. Te pido que ya no haya más víctimas de la estupidez humana”.

La monja y su hermano permanecían hincados y mudos ante la figura de Jesucristo en la Cruz. Cada cual estaba inmerso en sus oraciones. El silencio prevaleció hasta que fue roto por el tañer de las campanas: nueve sonidos largos y después tres cortos; la campana mediana seguida por la campana mayor. Ambos escucharon el toque dedicado a las almas en pena.

“Que Dios se apiade de quienes murieron sin los oficios religiosos”, dijeron los dos tal y como se los había enseñado su madre, primero a ella, la hija mayor, dieciocho años más tarde a él, el menor de los hijos.

Alejandro C. Manjarrez