El poder de la sotana (Cabos sueltos)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Capítulo 53

Cabos sueltos

 

Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento

con que un criminal comete un crimen.

Edgar Degas

 

      Guadalupe Ramírez, la mucama espía, se había quedado a vivir en la casa de seguridad habilitada por el Estado Mayor Presidencial, la misma que usaron como puesto de vigilancia para seguir y registrar los movimientos del departamento que solía frecuentar Junior y otros escoltas del embajador. “Es el mejor lugar. En él estarás protegida mientras los gringos se olvidan de ti”, la había instruido Pedro.

      Después de varios días en la soledad, Lupe empezó a desesperarse. Su rutina se redujo a despertar muy temprano para iniciar el día con una hora de ejercicio. “Debo adquirir condición para el parto”, era el estribillo que se repetía mirándose en el enorme espejo rectangular de cuerpo completo. A este su “rito” le seguía un baño con agua helada (“entre menos grados tenga más energía para el cuerpo y la mente”, razonaba), media hora de arreglo personal (“hay que estar decorosa y decorada como Dios manda”, mascullaba) y dos horas de lectura, ejercicio que le aconsejó Pedro del Campo: “Para que te alejes de la mediocridad debes leer mucho”, le había dicho en alguno de sus acuerdos.

      La rutina indicaba que ese día iba a ser igual de aburrido y monótono que los anteriores pero con un plus, según Guadalupe: la ociosidad le permitía enterarse de las costumbres de los pájaros que usan las marquesinas de la ciudad para observar y descansar. “Ahora sí sé cuáles son gorriones, qué costumbres tienen las hembras y cómo colaboran los machos”, se justificaba. Atemperó su tedio con la curiosidad. Cambió su agresividad defensiva a pasividad amistosa, actitud que le permitió “conquistar” a la pareja de pájaros carpinteros que habían fabricado su nido en el tronco del árbol que se erguía justo frente a la ventana, su observatorio matutino y marco del paisaje que solía relajarla. Pedro le advirtió que su vida peligraba, aviso que la obligó a resignarse a vivir sola, a veces peleándose con el mal humor que paliaba con estridentes maldiciones lanzadas a “los pinches americanos que la menospreciaron porque la vieron como una más de las inditas solo aptas para la servidumbre o como un objeto propio para saciar los instintos sexuales del patrón.”

      Las nubes presagiaban lluvia.

      Ella estaba en plena relajación (casi en nivel alfa), sólo atenta al chiflido de la tetera, cuando alcanzó a ver la figura de Alexander Wood, el teniente que conoció en la embajada de Estados Unidos, el mismo que hizo mofa de la homosexualidad de Justiniano. Se acercó a la ventana para comprobar si era él o alguien que se le pareciera. Confirmó que se trataba del malévolo gringo. “Es él —se dijo—. Sí, sí, es él”. El instinto obligó a la mujer a ocultarse detrás de las cortinas y atisbar al ayudante de Sheffield. Miró el reloj colgado en la pared para establecer el tiempo que duraría la luz natural. “Tengo poco más de una hora”, se dijo. Así que acercó una silla y sentada esperó a que Wood abandonara el “leonero” que, una vez más lo comprobó, aún servía como el espacio discreto para el regocijo sexual de los empleados del Embajador.

Sesenta minutos después, cuando la lluvia caía acompañada de relámpagos y rayos, Alexander salió del edificio cubriéndose la cabeza con su maquinoff. Dispersó la vista y gracias al reflejo de un relámpago pudo ver la cara de Guadalupe. “Si la mexicana se oculta detrás de esa ventana, es que me está espiando”, razonó.

      Al sentirse descubierta, la mujer captó que ella sería la siguiente víctima del efectivo sicario militar. Entendió que no tenía mucho tiempo para protegerse o lamentar su descuido y pensó: “Este pinche gringo no me dejará vivir. Acaba de darse cuenta que yo soy un cabo suelto. Tengo actuar antes de que me mate”. Agitada y nerviosa pero sin perder su frialdad, Lupe rememoró todos y cada uno de los consejos y enseñanzas de sus maestros militares, entre ellos los del capitán Pedro del Campo. “Improvisa”, fue la palabra que golpeó su cerebro. “El agua del café está hirviendo; puede ser la solución”, dedujo. Aspiró profundo para tranquilizarse. Se movió rápido y reubicó el espejo rectangular de cuerpo entero que usaba para armonizar sus ejercicios físicos: lo puso frente a la puerta orientándolo de tal manera que pudiera ver a la persona que entrara y que Wood la viera reflejada en la enorme luna. “Ahora sólo me queda esperar a que la suerte y Dios estén de mi lado…”

      Segundos después la puerta se abrió violentamente. Sin dar tregua ni tiempo Alexander disparó a la imagen de Lupe reflejada en el espejo. Los tres orificios en el cristal y la caída de sus pedazos le mostraron lo que fue una burda pero efectiva trampa. Quiso reparar su error e intentó disparar hacia donde supuso que se encontraba su objetivo. Lo iba a hacer cuando sintió en la cara el agua hirviendo primero, sensación seguida del golpe de uno de los enormes sartenes que se le estrelló en la cabeza. Cayó aturdido. Cuando pudo recuperarse de la sorpresa buscó por todas partes pero su objetivo ya estaba en la calle: Lupe corría bajo la lluvia como si tratara de ganar el campeonato nacional de los cien metros planos. El militar sacó el brazo por la ventana y todavía medio mareado hizo el cuarto disparo esperando que la bala llegara a su destino. El estallido coincidió con el ruido del rayo que cayó a unos metros del lugar. Sonó el reloj que colgaba de una de las paredes. Alexander escuchó sorprendido los siete cucús del pájaro mecánico que salía por las puertas de la máquina suiza tipo Chalet. Y enseguida oyó la música alternada de las melodías Edelweiss y The Happy Wanderer, armonías para él familiares. Estaba frustrado e indignado consigo mismo por no haber podido matar a la mexicana, frustración que pasó a segundo término debido al intenso ardor que empezó a sentir en la cara. Levantó del suelo uno de los pedazos del espejo para ver la piel de su rostro enrojecido y la sangre que manaba de su cabeza. Repasó lo que acababa de suceder. Se recriminó porque su deseo de venganza había rebasado la lógica que aprendió en West Point y en el Servicio Secreto estadounidense. Alcanzó a ver las sombras de dos personas: “Que Dios me ayude”, se dijo en el momento en que éstas le dispararon. El impacto de las balas lo tumbó. Sintió cómo salían de su cuerpo los borbotones de líquido caliente. Ya no pudo moverse. Poco a poco la vida lo fue dejando. En esos instantes escuchó el eco de las palabras del embajador Sheffield: “Tiene usted un gran futuro...” Retrocedió en el tiempo y vio las escenas de sus últimos crímenes, trabajos que validaron su fama de temible y efectivo defensor de las causas de la Unión: Justiniano, el filipino, lo miraba con los ojos de pavor, expresión que no había podido olvidar; Leonora y Junior gesticulaban reprochándole sus traiciones a la amistad fraternal que los unió; cruzaron por su mente doce rostros más que en vida le suplicaron o lo maldijeron. Después todo se volvió negro y tuvo la sensación de caer en un pozo sin fondo, sin ruidos, sin imágenes, inerte.

     La tormenta amainó.

Alejandro C. Manjarrez