El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (El principio es la mitad de todo)

Réplica y Contrarréplica
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El principio es la mitad de todo

“Los días más importantes de tu vida son el día

que naces, y el día que descubres para qué.”

Mark Twain

 

Me sentí diferente después de haber protestado cumplir las obligaciones constitucionales inherentes al cargo de gobernador. Creí que los elogios a mi inteligencia eran sinceros. No hubo una sola frase que pusiera en tela de duda mis logros. Parecía haberse cumplido lo que me propuse siendo el muchacho que moraba en el lugar donde hoy viven los pobres más pobres del país, la tierra en cuyas sementeras se sigue sembrando la semilla de la esperanza.

Fue un día especial.

Vi cientos de rostros sonrientes.

Escuché el coro de mil voces cantándome alabanzas entreveradas con peticiones y ruegos cuasi espirituales. Me sentí como esas figuras religiosas rodeadas de flores, veladoras, retablitos, mechones y fotografías de agradecidos feligreses. El aliento del pueblo invadió el ambiente.

Mi cuerpo vibraba por la energía que me trasmitieron los cientos de manos que lo recorrieron. Parecía que con esa manifestación de simpatía quisieran contagiarse del poder que yo acababa de recibir.

Los halagos me hicieron sentir como si fuese uno de los seres iluminados. Creí estar protegido por el santo Tomás Moro. A esas adulaciones respondí valiéndome de sus propias historias, vivencias que tenía almacenadas en mi “neurona de la abuela”, recuerdos que incluyeron las amables anécdotas que sacaron del alma de mis interlocutores sonrisas y gestos de satisfacción y orgullo. También traje a cuento las tragedias que en su momento hicieron las veces del eslabón de la cadena que comunica y entrelaza a quienes parecen ajenos al dolor de los demás, historias tristes y a la vez reconfortantes.

Fue pues el primer encuentro que marcó mi vida de gobernante y produjo la confianza que cual maquillaje borra u oculta las máculas que afean la imagen del político.

Así llegué al poder. Me invadió una extraña energía. Lo hice decidido a mostrarme como un gobernante con ética y principios. Actué como histrión de la empatía, sí, pero hablé con la verdad cuidándome de no propiciar desasosiego en los adversarios. Eran tiempos de sumar. Acepté las lisonjas consciente de que todas ellas formaban parte del canto de las sirenas que suele nutrir el optimismo del gobernante.

Volé sin despegar los pies de la tierra. La voluntad de la gente jodida me inspiró para luchar contra las energías negativas y la maledicencia de la cual se valen perdedores y fracasados. Construí mi propia panoplia mediática donde habrían de estrellarse las embestidas políticas diseñadas para lastimarme, así como los infundios armados con la malévola intención de vulnerar mi estabilidad emocional.

Mis enemigos fracasaron.

Me investí del poder convencido de que para gobernar debía ser tolerante y asimilar e incluso sonreír ante las mentadas de madre, unas directas, otras ocultas en el rumor y, las menos, consensuadas.

Semanas después de haber tomado posesión del cargo, mis asertivos consejeros se mutaron transformándose en imitadores del cultivo yucateco. Parecían inspirados en mi innegable origen popular. Uno de ellos, el que apodé como “El Malandrín”, osó decir que yo era portador de la carga indígena. Y exageró al compararme con Ignacio Manuel Altamirano: “Igual que el literato y político guerrerense —soltó el cabrón—, usted puede convertirse en el precursor del progreso intelectual del México moderno”. Lo despedí ipso facto antes de que sus alabanzas me convirtieran en el pendejo de Palacio.

El instinto me permitió captar a tiempo la intención de ese tipo de descargas al ego. Sin embargo, una de ellas, la que equivale al sueño guajiro de los políticos, me inquietó al extremo de verme como el futuro presidente de México. La culpa la tuvo el más audaz de los miembros de mi tanque de cerebros, un infame asesor empeñado en decirme que era yo de los elegidos de los dioses. “Tienes un extraordinario feeling, un sexto sentido”, dijo el desgraciado. Además de esa emotiva descarga adornada con la expresión facial y una entonación estilo López Tarso, el tipejo me pidió autorización para buscar soluciones estridentes a problemas que él mismo habría de inventar. “Así te blindamos contra los ataques que propicien los imponderables que nunca faltan”, argumentó. También lo despedí.

Tantos elogios me hicieron reflexionar sobre las razones de los fracasos de quienes se olvidaron de la honestidad para poder llevarse todo, hasta el mecate. Así que me impuse la tarea de diseñar un proyecto financiero alternativo ajeno al presupuesto estatal. Incluí en él a inversionistas duchos en la asociación con el gobierno. Encontré la forma de sacar provecho político de los conflictos que, en algunos casos, mis subordinados resolvieron con dinero y, en otros, valiéndose de sus habilidades para manipular el interés económico de los líderes y dirigentes cuyo objetivo era y sigue siendo acercarse al gobernador con la intención de hacer negocios que produzcan más dinero. Decía el incomprendido Porfirio Díaz: “Haz obra que algo sobra”. Vaya lección.

El dinero todo lo arregla

Basándome en esta llamémosle premisa, contraté a las buenas conciencias y adquirí los servicios de personajes con peso mediático. La práctica me permitió atemperar las diatribas y superar algunas de las denuncias que por perversas y falaces parecían insalvables. El dinero que todo lo arregla, como lo apunto en el subtítulo, también inspiró e hizo más productivos a mis consejeros. A ellos debo haber adoptado las distintas e inteligentes formas de frenar el efecto pernicioso de ataques y maledicencias. “Lo que en política cuesta, sale barato”, sentenció otro clásico.

A grandes rasgos, así inició mi gobierno…

Lector querido:

En el texto que sigue encontrarás los efectos de los coletazos que golpearon el prestigio del poder creando la mala fama pública de los gobernantes. Es resultado de mis vivencias e incursiones por las entrañas del “ogro filantrópico” donde encontré algunas de las causas del relente que invade los cimientos de la República, humedades que traspasaron los muros del poder que, por cierto, todavía protegen a las confesiones espirituales donde la bondad ha sido salpicada con la boñiga esparcida por quienes medran a nombre del Señor, practican la simonía y la pederastia y desprestigian a las confesiones religiosas, en especial a la Católica Romana. Asimismo expongo parte del origen del comportamiento de líderes, legisladores y otros ejemplares de la fauna política, espacio donde la corrupción institucionalizada es vista como si fuese la ambrosía otrora —dice la mitología griega— alimento de los dioses del Olimpo.

Con esta, llamémosle confesión de parte, busco alertar a las generaciones venideras. Muestro algo de lo que ocurre en las entrañas de la política nacional, hechos que, tarde o temprano, de una u otra forma pues, se conocerán gracias al trabajo de los periodistas, las opiniones de sicólogos sociales y las aportaciones de historiadores, literatos, ensayistas e investigadores.

Soy consciente de que con esta autobiografía que pretendo novelar —parafraseo a Augusto Monterroso— estaré rascándole los huevos al dinosaurio que custodia el sistema político mexicano: si acaso lo llego a “despertar” espero que el presidente en turno me salve antes para que el polvo del tiempo cubra aquello que sé y que por prudencia legal omito. Mis secretos me ayudarán a salir del laberinto que sin darme cuenta he construido. “La información es poder”, dicen que dijo Francis Bacon.

Alejandro C. Manjarrez