El laberinto del poder, autobiografía de un gobernante (Capítulo 7)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 7

“Todos somos del mismo barro,

pero no es lo mismo bacín que jarro”

 

Dicho lo anterior disgrego para recuperar algo de la genética que me liga con el esplendente pasado de mi patria. El hecho prevalece a pesar de “los demonios del convento”, como intitulara a su libro Fernando Benítez, obra en la que retrata tal cual al arzobispo Aguiar y Seixas, juramentado enemigo de las mujeres.

Así que por el momento dejo la vulgaridad del poder de mi época para referirme al legado de sangre que me mantuvo firme y seguro, actitud que me permitió afrontar con éxito los retos de la vida a veces rasposa y en ocasiones tersa y alentadora. Debo agregar que otra de las herencias de familia fue la marca de nacimiento que mencioné antes, misma que aparece referida como detalle curioso en los manuscritos de la familia De la Cruz.

Amor filial

Herminia miraba con arrobo a Sor Juana. La veía como un pedazo de nube posado sobre la tierra: volátil y a la vez humana.

La sonrisa de la monja generaba una extraña energía que iluminaba el espacio. Ese efecto ocurrió el día en que Herminia tomó la mano de su amiga para decir con voz entrecortada por la emoción:

—Perdóname Hermana: me atrevo a tocarte con la intención de sentir tu fuerza espiritual y abrevar de ti la confianza que necesito para confesarme —dijo Herminia acongojada por la tristeza, la energía y las confusiones que en su espíritu producía la magia de Juana Inés…

—Espera Herminia —interrumpió acongojada la monja—: agradezco tu benevolencia pero los sacerdotes son los únicos que tienen el mandato divino de la confesión. Yo sólo soy una pecadora irreductible, y además mujer —agregó cohibida.

—Me expresé mal, Madre. No son mis pecados los que te quiero participar sino mis sentimientos. Necesito desnudar mi alma para que me conozcas y aceptes o niegues la petición que después te haré.

La respuesta a la aclaración produjo en la religiosa el parpadeo con el que manifestó su acuerdo. Sor Juana posó sus manos sobre los hombros de Herminia. Ésta sintió el cosquilleo provocado por la energía de la monja que parecía envuelta en destellos violetas, verdes y amarillos. La vio fijamente. Juana Inés estaba relajada, atenta, intuitiva y con su natural modestia dispuesta a compartir su amor filial. Dijo a Herminia que quizás hablara de más y que por ello anticipaba su disculpa:

—No tengo la sabiduría que da la vida allá afuera —confesó Juana Inés con voz armónica, penetrante—. Tampoco poseo la visión de quienes viven protegiéndose de la maldad de las personas. Estoy aquí debido a que en este espacio encontré el silencio y el sosiego que necesito para escribir lo que el corazón y Dios me dictan. Así que te escucharé anticipándote mi disculpa si tus confidencias exceden mis votos de humildad. Me sentiría apesadumbrada si encontraras la barrera que impone la sobriedad de la vida conventual. Si acaso no te respondo, hermana, inferirás el por qué me quedo callada.

—Lo sé Juana Inés —reaccionó Herminia invadida por la energía de la poetisa—. Desde el nacimiento de mis hijos te he observado con el amor profundo que inspiras. Sé que eres un ser humano extraordinario, lleno de bondad y con una inteligencia mucho más poderosa y lúcida que la mía y las de las hermanas que nos rodean. Eso se llama sabiduría, un estado superior alejado de lo que tú defines como maldad y que yo me atrevo a catalogarlo como una gansada producto de la ignorancia...

Y Dios las hizo iguales

Sor Juana disfrutaba sus conversaciones con Herminia. La observaba y le sorprendía su inteligencia, audacia y entereza. Indagaba en cada una de sus palabras. Le divertía la travesura que sacó de sus cabales al sacerdote Barcia, tanto que varias veces le pidió repetir el relato de aquella experiencia, las mismas que la escuchó con alegre retozo. Le gustaba ser parte de sus arrojadas opiniones y percibir en ellas la honestidad combinada con la buena fe. La admiraba porque había decidido alejarse del padre de sus hijos librándolos del destino que pudo haber definido Aguiar y Seixas. Ambas compartieron sus secretos. Una y otra fueron espejo de sí mismas. La amistad les permitió somatizar alegrías, complicaciones e ilusiones; el embarazo una de ellas. La gestación de los mellizos se había procesado entre rezos, murmullos, aromas, hablillas, dolor, frustraciones, risas, alegrías y rebeldías, manifestaciones acalladas por los muros del convento.

—La Iglesia también lo habría perseguido a él —dijo Herminia a Juana Inés—. Mis hijos hubiesen nacido con el estigma que me endilgaron cuando Barcia murió. A los cuatro nos esperaba el infierno religioso cuyas puertas controla el arzobispo Aguiar. Imagínate hermana: una mujer y un hombre mellizos nacidos de lo que para la Iglesia representa el pecado… Estoy segura que hubiese mandado matar a la hembra e incautar al varón para convertirlo en seminarista primero y después en uno de los exorcistas al servicio de la Iglesia. Por eso el secreto que he compartido contigo. Vivo reconfortada por la confianza que me has brindado y tanto me estimula. Agradezco tu ayuda, tus consejos.

Herminia expuso a Sor Juana el plan que en cierta medida la comprometía porque la nombró tutora de sus dos hijos. El hogar de los niños sería el mismo del matrimonio Florez Gil, amigos cercanos del obispo Fernández de Santa Cruz. Le explicó que la pareja había aceptado cuidarlos y educarlos sin oponerse a que ella los visitara con frecuencia para que los pequeños nunca la olvidaran.

—El señor y la señora Florez Gil están dispuestos a representar el papel de tíos. Don Manuel Fernández, que es el padrino, se encargará de facilitar los trámites para que mis hijos cumplan los requisitos que exige la educación y se conviertan en personas de bien. Una de esas formalidades es la de pureza de sangre, obligación que en otras circunstancias yo no tendría problema en cumplir.

La religiosa posó la mano izquierda sobre la rodilla de su amiga y dijo con voz tersa, afectiva:

—Herminia: tus lágrimas se transformaron en gotas de rocío. El dolor no te quitó la valentía ni la belleza que Dios te dio, quizás porque te quería como lo que eres: una mujer fresca como la brisa que reconforta. Sé que tú fuiste escogida para que sacudas a los prelados que medran con la simonía y viven apoltronados en la modorra del poder eclesiástico donde se cultiva la energía negativa que habrá de impulsarlos hacia el encuentro con el fracaso espiritual.

Las palabras de la monja habían silenciado los ruidos del ambiente. Sólo se escuchaba la voz y respiración de las dos mujeres.

—Cuenta con mi apoyo y consejo para que eludas las presiones que te impidan cumplir tu destino —agregó Juana con su expresión angelical—. Te ruego seas libre, no libertina; que ames con el corazón y la inteligencia, nunca con el cuerpo; que actúes sin transgredir las leyes de Dios que tú y yo conocemos porque nos guía el raciocinio sustentado en su bondad y capacidad para perdonar; que tu vida sirva de ejemplo a tus hijos. Recuerda que tú eres quien quitará los abrojos que obstruyen el camino por donde esos pequeños habrán de transitar.

Las mujeres se abrazaron sin hablar. No hubo palabras para manifestar su acuerdo silencioso. La mirada de ambas se humedeció con las lágrimas del afecto. Su amistad formó uno más de los eslabones del sentimiento.

—Somos un par de almas gemelas soñadoras. Por sensibles a las emociones humanas, poco o nada comprendidas —rubricó Sor Juana.

—Dos luchadoras a las que el tiempo dará la razón —secundó Herminia sin poder controlar el rubor que le produjo su atrevimiento.

—A propósito de tiempo y justicia: ¿qué nombres llevarán tus hijos? —alivió la religiosa.

—Ella Juana y él Herminio —respondió la madre con la expresión del amor iluminándole el rostro.

La emotiva respuesta fue acompañada por el tañer de las campanas, sonido que llamaba a la oración vespertina.

Juana de Asbaje había visto en la actitud de Herminia las ilusiones que fortalecían el ánimo de su género. Le agradaba su empeño y decisión para conservarse fuerte y leal a sus principios. La vio como una madre sublime y por ende dispuesta a nunca permitir que su dignidad quedara enterrada bajo los escombros humanos producto del fanatismo religioso reinventado por Aguiar y Seixas.

Para respaldar las impresiones que acabo de escribir agrego lo que leí al margen de los apuntes encontrados en alguno de los escritos de Herminia, dedicatoria que, supongo, pertenece a Juana Inés. Mi conjetura se basa en que, en vez de firma, aparecía el ex libris de la monja:

“Te percibo como una amazona de luces mil vestida y con la frente coronada por los refulgentes brillos matutinos, energía que me estimula a compartir contigo mis alegrías.”

Alejandro C. Manjarrez