Los gobernantes y el síndrome del padre regañón

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Hace falta un buen cinturonazo o chanclazo, una sacudida que los despierte del sueño virtual y los ponga a producir. 

Entre el barullo de las plazas públicas y los aplausos coreografiados, los extremos se encuentran. Uno con un puño de hierro pintado de derecha; el otro, con el fervor rojo de la izquierda. Ambos prometen lo mismo: salvarnos de nosotros mismos. Pero detrás de los discursos que supuestamente abogan por la libertad o la igualdad, lo que realmente se esconde es una verdad incómoda: la gente no quiere libertad; quiere obedecer.

El ciudadano promedio —ese que suda en oficinas grises y paga impuestos que nunca regresan— no está buscando un cambio revolucionario ni una democracia funcional. No. Lo que anhela es un padre o madre autoritario que le diga qué está bien y qué está mal, que le ponga un alto al vecino ruidoso, al inmigrante que le incomoda, al empresario que lo explota o al pobre que lo irrita con su existencia. Y si para ello es necesario cerrar fronteras, militarizar ciudades o destrozar instituciones democráticas, ¿qué importa? Lo crucial es mantener el entorno controlado, sin sobresaltos, donde el statu quo permanezca intacto, pero con la ilusión de que algo ha cambiado.

Ahí está el meollo de la cuestión. La extrema derecha y la extrema izquierda no gobiernan porque convencen; gobiernan porque comprenden este deseo primitivo de ser dominados. Se convierten en los regañones implacables que castigarán a los malos de turno, sean “los globalistas” o “los neoliberales”, mientras las masas observan, suspiran y aplauden como niños en una escuela al ver al maestro reprender al compañero rebelde.

El problema no es solo que los gobernantes extremos surjan; es que nosotros los pedimos a gritos. Porque decidir, cuestionar y cargar con la responsabilidad de nuestras propias vidas es un peso insoportable para una sociedad que, más que ciudadanos, quiere ser un coro de súbditos bien dirigidos. Y así, entre proclamas de justicia o de orden, los extremos se convierten en espejos perfectos de una humanidad que ha cambiado poco desde los tiempos de las cavernas: buscamos al líder del clan, no porque sea sabio, sino porque es fuerte.

La historia, tan cíclica como burlona, lo confirma: cuando los pueblos desesperados eligen a un mesías, lo hacen sabiendo —aunque no lo digan— que detrás de su figura se asoma la bota, el látigo, la jaula. Pero eso no importa, porque en el fondo no buscan libertad; buscan tranquilidad, aunque sea la calma opresiva de un régimen extremo que les diga qué pensar, qué temer y a quién odiar.

Y mientras tanto, la democracia, como un huésped no invitado, sigue en la esquina, observando con una mezcla de resignación y cinismo. Al final, sabe que pocos están dispuestos a asumir el caos de la libertad cuando lo que más anhelan es la seguridad de la obediencia.

Y cuando sale el hijo rebelde o berrinchudo, se le reprime, se le castiga. Y si este no aprende, se le ignora. Pero si aquel niño o niña empieza a despertar a la comarca, a sembrar dudas entre las filas obedientes, se le extermina con una precisión quirúrgica. Porque en este juego de poder, la disidencia no es solo un problema; es un recordatorio incómodo de que las cadenas son, en última instancia, autoimpuestas.

Dicen los que saben que, por estas programaciones mentales tan antiguas y básicas, el mundo se está moldeando cada vez más a la medida de gobiernos autoritarios. Sistemas que no toleran reclamos ni críticas, y mucho menos señalamientos de sus faltas, siempre que puedan garantizar que los entornos permanezcan como siempre han sido. La tradición disfrazada de estabilidad. La sumisión disfrazada de paz. Y, al final, el círculo se cierra: lo que más tememos no es al tirano, sino al vacío que deja su ausencia.

Así, los extremos no son anomalías; son respuestas evolutivas a un miedo profundamente humano: el miedo al cambio y a la libertad que este conlleva. Y qué mejor manera de evitarlo que aferrándonos al regaño del padre autoritario, al látigo que define, al muro que separa. Mientras todo siga igual, aunque igual de mal, el silencio será suficiente recompensa para quienes solo quieren obedecer.

Y los ciudadanos, convertidos en zombis que solo dan “me gusta” y deslizan sus pantallas en un letargo interminable, no son más que piezas funcionales de este engranaje. Quizá, en ese paisaje de dopamina tecnológica, lo único que les hace falta es un buen cinturonazo o chanclazo, una sacudida que los despierte del sueño virtual y los ponga a producir. Porque, al final, el padre regañón no solo exige obediencia; también necesita más recursos financieros para seguir alimentando el sistema que lo sostiene, ese que promete orden a cambio de servidumbre y estabilidad, de resignación.

Nota: no conozco ningún síndrome del padre regañón, se me ocurrió para el título.

Gracias y hasta la próxima

Miguel C. Manjarrez