Y para Donald Trump, lo sucedido en la Gran Manzana será, sin duda, el pretexto perfecto para las deportaciones masivas...
En un mundo que se jacta de su progreso, las calles de Nueva York —la urbe que alguna vez prometió ser la cumbre de la civilización— se convierten en el escenario de una tragedia grotesca: una mujer, ardiendo como un grito vivo, consumida por el odio, el desamparo y una crisis que nadie quiere ver. El agresor, un migrante guatemalteco, no es solo un hombre: es el espejo roto de una sociedad que ha fallado. No hay villanos ni héroes en esta historia, solo víctimas de un sistema que ha renunciado a su humanidad.
Nos hemos acostumbrado a la brutalidad. La sangre seca sobre el asfalto ya no es una advertencia, sino parte del paisaje. Como espectadores cautivos, consumimos estas imágenes con la misma indiferencia con la que hojeamos titulares en redes sociales, desplazando nuestra atención hacia el siguiente escándalo, el siguiente horror. ¿Qué más da otra vida perdida, otro cuerpo destrozado?
¿Y los ciudadanos?
Vivimos en un letargo colectivo. Los ciudadanos, en su mayoría, caminan cabizbajos, inmersos en la banalidad de lo cotidiano, mientras los gobernantes juegan a la política como si de un tablero de ajedrez se tratara. Las promesas de seguridad se diluyen en discursos huecos, pero la indignación que debería ser combustible para el cambio se encuentra apagada, sofocada por el peso de la apatía.
Se han construido narrativas que justifican la deshumanización: el migrante como amenaza, la víctima como simple cifra, el ciudadano promedio como pieza irrelevante en un sistema diseñado para proteger a unos pocos. Pero la verdad es más cruda: la inseguridad no es solo producto de un crimen individual; es el resultado de instituciones incapaces de responder y de una sociedad que ha elegido mirar hacia otro lado.
El arma de “lo normal”
La normalización de la violencia no es accidental. Es una herramienta de control. Mientras nos resignamos, mientras aceptamos que las calles son arenas donde se libra una guerra sin nombre, el poder sigue concentrándose en quienes venden soluciones falsas. La inseguridad se convierte en una economía en sí misma, alimentando presupuestos policiales inflados, campañas políticas vacías y justificaciones para medidas que restringen libertades básicas sin resolver nada.
El caso de la mujer quemada en Nueva York debería ser un punto de inflexión. Su tragedia no es una historia aislada: es un síntoma. Es la consecuencia de un sistema que no solo ha deshumanizado a los migrantes, sino a todos los que no encajan en sus ideales de utilidad.
La pregunta que nadie hace
¿Cuánto más estamos dispuestos a soportar? Cada imagen horripilante, cada titular desgarrador debería ser un llamado a la acción. Y sin embargo, seguimos inmóviles, como si no tuviéramos responsabilidad alguna en el caos que nos rodea.
La verdadera pregunta no es por qué ocurren estos actos atroces, sino por qué permitimos que sucedan. ¿Dónde está la rabia que debería exigir justicia? ¿Dónde están las voces que deberían clamar por un cambio radical en la forma en que entendemos y gestionamos nuestra humanidad? En México y en Nueva York, ejemplo aspiracional para el tercer mundo.
Si seguimos durmiendo, la deshumanización no será solo una realidad; será nuestro legado. Un legado de indiferencia, de miedo, de sociedades rotas donde la vida, cualquier vida, no vale más que una nota al pie de página en el diario de la tragedia global.
Y para Donald Trump, lo sucedido en la Gran Manzana será, sin duda, el pretexto perfecto para las deportaciones masivas.
Dios nos agarre confesados.
Y después del drama, un deseo de corazón.
Espero que disfrutes mucho tus vacaciones y que estas fiestas estén llenas de alegría y buenos momentos para ti y tus seres queridos. Que el próximo año te traiga éxito, salud y felicidad. Nos leemos en la segunda semana de enero. Un fuerte y cálido abrazo.